David Copperfield. Charles Dickens
que nunca amaría a otra mujer y que estaba dispuesto a matar a todo el que pretendiera su amor.
¡Cómo se divirtió Emily a mi costa con aquello! ¡Con qué desmesurada presunción de ser mucho mayor que yo me repetía, como una mujercita, que era «un tonto»! Pero después se puso a reír de tal modo, que me hizo olvidar la pena que me había causado su frase despectiva, ante el placer de verla reír así.
Barkis y Peggotty estuvieron mucho tiempo en la iglesia; pero por fin salieron y reanudamos la excursión. A mitad del camino Barkis se volvió hacia mí y me dijo, con un guiño expresivo (nunca hubiera creído que Barkis fuera capaz de hacer un guiño semejante):
-¿Qué nombre había escrito yo en el carro?
—Clara Peggotty —contesté.
-¿Y qué nombre tendría que escribir ahora si hubiera tiza aquí?
—Otra vez Clara Peggotty -sugerí.
-Clara Peggotty Barkis -contestó, y soltó una carcajada que hizo estremecer el carro.
En una palabra, se habían casado, y con ese propósito habían entrado en la iglesia. Peggotty había decidido que lo haría de un modo discreto, y el sacristán había sido el único testigo de la boda. Se quedó muy confusa al oír a Barkis anunciamos su unión de aquel modo tan brusco, y no dejaba de abrazarme para que no dudara de que su afecto no había cambiado; pero pronto nos dijo que estaba muy contenta de haber zanjado ya el asunto.
Nos detuvimos en una taberna del camino, donde nos esperaban, y la comida fue alegre para todos. Aunque Peggotty
hubiera llevado casada diez años no creo que pudiese estar más a sus anchas y más igual que siempre; antes del té estuvo paseando con Emily y conmigo, mientras Barkis se fumaba su pipa filosóficamente, dichoso, supongo, con la contemplación de su felicidad. Aquello debió de abrirle el apetito pues, recuerdo que, a pesar de haber hecho muy bien los honores a la comida, dando fin a dos pollos y comiendo gran cantidad de cerdo, necesitó comer jamón cocido con el té y tomó un buen pedazo sin ninguna emoción.
Después he pensado a menudo que fue aquella una boda inocente y fuera de lo corriente. En cuanto anocheció volvimos a subir en el carro y nos encaminamos hacia casa, mirando las estrellas y hablando de ellas. Yo era el «conferenciante» y abría ante los ojos asombrados de Barkis extraños horizontes. Le conté todo lo que sabía, y él me habría creído todo lo que se me hubiera ocurrido inventar, pues tenía la más profunda admiración por mi inteligencia, y en aquella ocasión dijo a su mujer delante de mí que era un joven « Roeshus», con lo que quería expresar que era un prodigio.
Cuando agotamos el tema de las estrellas, o mejor dicho cuando se agotaron las facultades comprensivas de Barkis, Fmily y yo nos envolvimos en una manta, y así juntos continuamos el viaje. ¡Ah! ¡Cómo la quería y qué felicidad pensaba que sería estar casados y vivir juntos en un bosque sin crecer nunca más, sin saber nunca más, niños siempre, andando de la mano a través de los campos y las flores, y por la noche recostar nuestras cabezas juntas en un dulce sueño de pureza y de paz y siendo enterrados por los pájaros cuando nos muriésemos! Este sueño fantástico brillaba con la luz de nuestra inocencia, tan vago como las estrellas lejanas, y estaba en mi espíritu durante todo el camino. Me alegra pensar que Peggotty tuviera, el día de su boda, a su lado dos corazones tan ingenuos como el de Emily y el mío; me alegra pensar que los amores y las gracias tomaran nuestra forma en su cortejo al hogar.
Serían las nueve cuando llegamos ante el viejo barco, y allí míster y mistress Barkis nos dijeron adiós, marchándose a su casa. Entonces sentí por primera vez que había perdido a Peggotty, y me habría ido a la cama con el corazón triste si el techo que me cobijaba no hubiera sido el mismo que cubría a la pequeña Emily.
Míster Peggotty y Ham, comprendiendo mis sentimientos, nos esperaban a cenar con sus hospitalarios rostros alegres, para espantar mi tristeza. La pequeña Emily vino a sentarse a mi lado en el cajón; fue la única vez que lo hizo en toda mi visita, como coronación de aquel día dichoso.
Era noche de marea, y en cuanto nos fuimos a la cama, míster Peggotty y Ham salieron a pescar. Yo me sentía muy orgulloso de ser, en la casa solitaria, el único protector de mistress Gudmige y de Emily, y deseaba que un león o una serpiente o cualquier otro monstruo apareciera decidido a atacamos para destruirlo y cubrirme de gloria. Pero a ningún ser de aquella especie se le ocurrió pasear aquella noche por la playa de Yarmouth, y lo suplí lo mejor que pude soñando con dragones hasta por la mañana.
Con la mañana llegó también Peggotty, que me llamó, como de costumbre, por la ventana, corno si Barkis no hubiera sido más que otro sueño. Después del almuerzo me llevó a ver su casa, que era muy bonita. De todos los muebles, el que más me gustó fue un antiguo buró de madera oscura que estaba en la salita (la cocina hacía de comedor), con una ingeniosa tapa que se abría, convirtiéndolo en un pupitre, donde estaba una edición en cuarto de Los Mártires, de Fox, este precioso libro del que no recuerdo una palabra; lo descubrí al momento, a inmediatamente me dediqué a leerlo. Y nunca he visitado después aquella casa sin arrodillarme en una silla, abrir la tapa del buró, apoyar mis brazos en el pupitre y ponerme de nuevo a devorarlo. Temo que lo que más me sugestionaba eran los grabados; tenía muchos y representaban toda clase de horribles tormentos. Pero Los Mártires y la casa de Peggotty han sido siempre inseparables en mi pensamiento, y aún lo son ahora.
Me despedí de míster Peggotty, de Ham, de mistress Gudmige y de Emily aquel día, y pasé la noche en casa de Peggotty, en una habitación abuhardillada, con el libro de los cocodrilos puesto en un estante a la cabecera de la cama. Aquel cuarto era mío para siempre, según dijo Peggotty, y toda la vida me esperaría igual.
-Joven o vieja, mi querido Davy, mientras viva y me cubra este techo, la encontrarás igual que si esperásemos tu llegada de un momento a otro. La arreglaré todos los días, como hacía siempre con tu cuarto de Bloonderstone, y aunque te marchases a China, puedes estar seguro de que lo esperará igual mientras estés allí.
Yo sentía la sinceridad y constancia de mi antigua niñera con todo mi corazón y le daba las gracias como podía, aunque no muy bien, pues me hablaba con los brazos alrededor de mi cuello. Aquella mañana tenía que volver a casa con ella y Barkis en el carro. Me dejaron en la verja con tristeza, y se me hacía tan extraño ver que el carro se llevaba a Peggotty lejos, dejándome bajo los viejos olmos mirando hacia la casa, en la que no quedaba nadie que me quisiera.
Entonces caí en un estado de abandono en el que no puedo pensar sin pena, en un estado de aislamiento, lejos del menor sentimiento de amistad, apartado de los otros chiquillos, apartado de toda compañía que no fueran mis tristes pensamientos (los que todavía me parece que lanzan una sombra sobre este papel mientras escribo).
Qué hubiera dado yo porque me enviaran a cualquier escuela, por duros que hubieran sido en ella, con tal de aprender algo de cualquier modo, en cualquier parte; pero ni esta esperanza tenía; no me querían, y cruelmente, voluntariamente, con perseverancia, me olvidaban. Creo que la fortuna de míster Murdstone estaba comprometida en aquellos momentos; pero eso era lo de menos. No podía aguantarme, y me alejaba deliberadamente, yo creo que para alejar al mismo tiempo la idea de que tenía deberes que cumplir conmigo. Y así sucedió.
No era precisamente que me maltrataran; no me pegaban ni me negaban la comida; pero no cesaban un momento en su mal proceder sistemático, sin el menor descanso: era un abandono frío y sin cólera. Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, seguía abandonado. A veces pensaba, cuando reflexionaba sobre ello, qué habrían hecho si hubiera enfermado. ¿Me habrían dejado abandonado en mi habitual soledad, o me habría tendido alguien una mano de ayuda?
Cuando míster Murdstone y su hermana estaban en casa, comía con ellos; en su ausencia, comía solo. Siempre estaba vagando por la casa o por las cercanías, sin que me hicieran caso; lo único que me prohibían era hacer amistades, pensando quizá que podría quejarme. Por esta razón, aunque míster Chillip me pedía a menudo que fuera a visitarle (se había quedado viudo algunos años antes de una mujer joven y rubia, a quien siempre recuerdo confundiéndose en mis pensamientos con una gatita gris de Angora), casi nunca me permitían