David Copperfield. Charles Dickens

David Copperfield - Charles Dickens


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de esto, míster Chillip nada podía hacer y se sentó, y estuvo contemplando tímidamente a mi tía, mientras ella miraba el fuego, hasta que volvieron a llamarle al dormitorio de mi madre. Después de un cuarto de hora de ausencia volvió.

      -¿Y bien? -dijo mi tía, sacándose el algodón del lado más cercano a míster Chillip.

      -Muy bien, señora -respondió el doctor-. Vamos… . vamos… avanzando… despacito, señora.

      -¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! -dijo mi tía, interrumpiéndole con desprecio.

      Y volvió a taponarse el oído.

      Verdaderamente (según contaba después míster Chillip) era para indignarse, y él estaba casi indignado; claro que sólo hablando desde un punto de vista profesional, pero estaba casi indignado. Sin embargo, volvió a sentarse y la estuvo mirando cerca de dos horas, mientras ella continuaba contemplando el fuego. Por fin lo llamaron de nuevo. Cuando después de esta ausencia apareció:

      -¿Y bien? -dijo mi tía, quitándose el algodón del mismo lado.

      -Muy bien, señora -respondió míster Chillip-. Vamos… , vamos avanzando despacito, señora.

      -¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! -interrumpió mi tía con tal desprecio hacia el pobre míster Chillip, que este ya no pudo soportarlo.

      Aquello era para hacerle perder la cabeza, según dijo después, y prefirió ir a sentarse solo en la oscuridad de la escalera y en una fuerte corriente de aire hasta que le llamasen de nuevo.

      Ham Peggotty, a quien se puede considerar como testigo digno de fe, pues iba a la escuela nacional y era una verdadera fiera para el catecismo, contó al día siguiente que, habiendo tenido la desgracia de entreabrir la puerta del gabinete una hora después de aquello, miss Betsey, que recorría la habitación agitadísima, le descubrió al momento y se lanzó sobre él, sin dejarle ya escapar. Y a pesar de todo el algodón que había metido en sus oídos no debía de estar aislada por completo de los ruidos, pues cuando los pasos y las voces aumentaban en el piso de arriba hacía recaer sobre su víctima el exceso de su intranquilidad. Le tenía agarrado por el cuello y le obligaba a andar constantemente de arriba abajo (sacudiéndole como si el chico hubiera tomado algún narcótico), enmarañándole los cabellos, arrugándole el cuello de la camisa y taponándole con algodón los oídos, confundiéndolos, sin duda, con los suyos propios. En fin, le dio toda clase de tormentos y malos tratos. Todo esto fue en parte confirmado por su tía, que lo vio a las doce y media, cuando acababa de soltarle, y afirmó que estaba tan rojo como yo en aquel mismo momento.

      El apacible míster Chillip no podía guardar rencor mucho tiempo a nadie, y menos en aquellas circunstancias. Por lo tanto, en cuanto tuvo un momento libre se deslizó al gabinete y le dijo a mi tía con su amable sonrisa:

      -Y bien, señora; soy muy feliz al poder darle la enhorabuena.

      -¿Por qué? -dijo secamente mi tía.

      Míster Chillip se turbó de nuevo ante aquella extremada severidad, pero le hizo un ligero saludo y trató de sonreírle para apaciguarla.

      -¡Dios santo! Pero ¿qué le pasa a este hombre? -gritó mi tía con impaciencia-. ¿Es que no puede hablar?

      -Tranquilícese usted, mí querida señora -dijo el doctor con su voz melosa, No hay ya el menor motivo de inquietud, tranquilícese usted.

      Siempre he considerado como un milagro el que mi tía no le sacudiera hasta hacerlo soltar lo que tenía que decir. Se limitó a escucharle; pero moviendo la cabeza de una manera que le estremeció.

      -Pues bien, señora -resumió míster Chillip tan pronto como pudo recobrar el valor-. Estoy contento de poder felicitarla. Ahora todo ha terminado, señora, todo ha terminado.

      Durante los cinco minutos, poco más o menos, que míster Chillip empleó en pronunciar esta frase, mi tía lo contemplaba con curiosidad.

      -Y ella ¿cómo está? -dijo cruzándose de brazos, con el sombrero siempre colgando de uno de ellos.

      -Bien, señora, y espero que pronto estará completamente restablecida -respondió míster Chillip-. Está todo lo bien que puede esperarse de una madre tan joven y que se encuentra en unas circunstancias tan tristes. Ahora no hay inconveniente en que usted la vea, señora; puede que le haga bien.

      -Pero ¿y ella? ¿Cómo está ella? -dijo bruscamente mi tía.

      Míster Chillip inclinó todavía más la cabeza a un lado y miró a mi tía como un pajarillo asustado.

      -¿La niña, que cómo está? -insistió miss Betsey.

      -Señora -respondió míster Chillip-, creía que lo sabía usted: es un niño.

      Mi tía no dijo nada; pero cogiendo su cofia por las cintas la lanzó a la cabeza de míster Chillip; después se la encasquetó en la suya descuidadamente y se marchó para siempre. Se desvaneció como un hada descontenta, o como uno de esos seres sobrenaturales que la superstición popular aseguraba que tendrían que aparecérseme. Y nunca más volvió.

      No. Yo estaba en mi cunita; mi madre, en su lecho, y Betsey Trotwood Copperfield había vuelto para siempre a la región de sueños y sombras, a la terrible región de donde yo acababa de llegar. Y la luna que entraba por la ventana de nuestra habitación se reflejaba también sobre la morada terrestre de todos los que nacían y sobre la sepultura en que reposaban los restos mortales del que fue mi padre y sin el cual yo nunca hubiera existido.

      Capítulo 2 Observo

      Lo primero que veo de forma clara cuando quiero recordar la lejanía de mi primera infancia es a mi madre, con sus largos cabellos y su aspecto juvenil, y a Peggotty, sin edad definida, con unos ojos tan negros que parecen oscurecer todo su rostro, y con unas mejillas y unos brazos tan duros y rojos que me sorprende que los pájaros no los prefirieran a las manzanas.

      Y siempre me parece recordarlas arrodilladas ante mí, frente a frente en el suelo, mientras yo voy con paso inseguro de una a otra. Tengo un recuerdo en mi mente, que se mezcla con los recuerdos actuales, del contacto del dedo que Peggotty me tendía para ayudarme a andar: un dedo acribillado por la aguja y áspero como un rallador.

      Esto tal vez sea sólo imaginación, pero yo creo que la memoria de la mayor parte de los hombres puede conservar una impresión de la infancia más amplia de lo que generalmente se supone; también creo que la capacidad de observación está exageradamente desarrollada en muchos niños y además es muy exacta. Esto me hace pensar que los hombres que destacan por dicha facultad es, con toda seguridad, porque no la han perdido más que porque la hayan adquirido. La mejor prueba es que, por lo general, esos hombres conservan cierta frescura y espontaneidad y una gran capacidad de agradar, que también es herencia procedente de la infancia.

      Podrá tachárseme de divagador por detenerme a decir estas cosas, pero ello me obliga a hacer constar que todas estas conclusiones las saco en parte de mi propia experiencia. Así, si alguien piensa que en esta narración me presento como un niño de observación aguda, o como un hombre que conserva un intenso recuerdo de su infancia, puede estar seguro de que tengo derecho a ambas características.

      Como iba diciendo, al mirar hacia la vaguedad de mis años infantiles, lo primero que recuerdo, emergiendo por sí mismo de la confusión de las cosas, es a mi madre y a Peggotty. ¿,Qué más recuerdo? Veamos.

      También sale de la bruma nuestra casa, tan unida a mis primeros recuerdos. En el piso bajo, la cocina de Peggotty, abierta al patio, donde en el centro hay un palomar vacío y en un rincón una gran caseta de perro sin perro, y donde pululan una gran cantidad de pollos, que a mí me parecen gigantescos y que corretean por allí de una manera feroz y amenazadora. Hay un gallo que se sube a un palo y que cuando yo le observo desde la ventana de la cocina parece mirarme con tanta atención que me hace estremecer: ¡es tan arrogante! Hay también unas ocas que se dirigen a mí asomando sus largos cuellos por la reja cuando me acerco. Por la noche sueño con ellas, como podría soñar un hombre que, rodeado de fieras, se duerme pensando en los leones.


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