David Copperfield. Charles Dickens
conseguido pronunciar bien la palabra-, pues no me he enterado ni de la mitad.
Yo no comprendía por qué la notaba tan rara, ni por qué tenía aquel afán en volver a ocuparnos de los cocodrilos. Pero volvimos, en efecto, a los monstruos, con un nuevo interés por mi parte, y tan pronto dejábamos sus huevos en la arena a pleno sol como corríamos hacia ellos hostigándolos con insistentes vueltas a su alrededor, tan rápidas, que ellos, a causa de su extraña forma, no podían seguir. Después los perseguíamos en el agua como los indígenas, y les introducíamos largos pinchos por las fauces. En resumen, que llegamos a sabernos de memoria todo lo relativo al cocodrilo, por lo menos yo. De Peggotty no respondo, pues estaba tan distraída, que no hacía más que pincharse con la aguja en la cara y en los brazos.
Habiendo agotado todo lo referente a los cocodrilos, íbamos a empezar con sus semejantes, cuando sonó la campanilla del jardín. Fuimos a abrir; era mi madre. Me pareció que estaba más bonita que nunca, y con ella llegaba un caballero de hermosas patillas y cabello negros, a quien ya conocía por habernos acompañado a casa desde la iglesia el domingo anterior.
Cuando mi madre se detuvo en la puerta para cogerme en sus brazos y besarme, el caballero dijo que yo tenía más suerte que un rey (o algo parecido) pues me temo que mis reflexiones ulteriores me ayuden en esto.
-¿Qué quiere decir? -pregunté por encima del hombro de mi madre.
El caballero me acarició la cabeza, pero no sé por qué no me gustaban ni él ni su voz profunda, y tenía como celos de que su mano tocara la de mi madre mientras me acariciaba. Le rechacé lo más fuerte que pude.
-¡Oh Davy! -me reprochó mi madre.
-¡Querido niño! -dijo el caballero, ¡No me sorprende su adoración!
Nunca había visto un color tan hermoso en el rostro de mi madre.
Me regañó dulcemente por mi brusquedad, y estrechándome entre sus brazos, daba las gracias al caballero por haberse molestado en acompañarla. Mientras hablaba le tendió la mano, y mientras se la estrechaba me miraba.
-Dame las buenas noches, hermoso -dijo el caballero, después de inclinarse (¡yo lo vi!) a besar la mano de mi madre.
-¡Buenas noches! —dije.
-Ven aquí. Tenemos que ser los mejores amigos del mundo -insistió riendo-; dame la mano.
Mi madre tenía entre las suyas mi mano derecha y yo le tendí la otra.
-¡Cómo! Ésta es la mano izquierda, Davy -dijo él riendo.
Mi madre le tendió mi mano derecha; pero yo había resuelto no dársela, y no se la di. Le alargué la otra, que él estrechó cordialmente, y diciendo que era un buen chico, se marchó.
Un momento después le vi volverse en la puerta del jardín y lanzarnos una última mirada (antes de que la puerta se cerrase) con sus ojos oscuros, de mal agüero.
Peggotty, que no había dicho una palabra ni movido un dedo, cerró instantáneamente los cerrojos, y entramos todos en el gabinete. Mi madre, contra su costumbre, en lugar de sentarse en la butaca junto al fuego, permaneció en el otro extremo de la habitación canturreando para sí.
-Espero que haya pasado usted una velada agradable -dijo Peggotty, tiesa como un palo en el centro de la habitación y con un palmatoria en la mano.
-Sí, Peggotty, muchas gracias -respondió mi madre con voz alegre-. He pasado una velada muy agradable.
-Una persona nueva es siempre un cambio muy agradable -insistió Peggotty.
-Naturalmente, es un cambio muy agradable -contestó mi madre.
Peggotty continuó inmóvil en medio de la habitación, y mi madre reanudó su canto. Yo me dormí, aunque no con un sueño profundo, pues me parcería oír sus voces, pero sin entender lo que decían. Cuando me desperté de aquella desagradable modorra, me encontré a Peggotty y a mamá hablando y llorando.
-No es una persona así la que le hubiera gustado a mister Copperfield -decía Peggotty-; se lo repito y se lo juro.
-¡Dios mío! -exclamó mi madre-. ¿Quieres volverme loca? En mi vida he visto a nadie ser tratado con tanta crueldad por sus criados. Además, hago una injusticia si me considero una niña. ¿No he estado casada, Peggotty?
-Dios sabe que sí, señora -respondió Peggotty.
-¿Y cómo eres capaz, Peggotty -dijo mi madre-, cómo tienes corazón para hacerme tan desgraciada, diciéndome cosas tan amargas, sabiendo que fuera de aquí no tengo a nadie que me consuele?
-Razón de más -repuso Peggotty- para decirle que eso no le conviene. No, no puede ser. De ninguna manera debe usted hacerlo. ¡No!
Pensé que Peggotty iba a lanzar la palmatoria al aire del énfasis con que la movía.
-¿Cómo puedes ofenderme así y hablar de una manera tan injusta? -gritó mi madre llorando más que antes-. ¿Por qué te empeñas en considerarlo como cosa decidida, Peggotty, cuando te repito una vez y otra que no ha pasado nada de la más corriente cortesía? Hablas de admiración. ¿Y qué voy yo a hacerle? Si la gente es tan necia que la siente, ¿tengo yo la culpa? ¿Puedo hacer yo algo, te pregunto? Tú querrías que me afeitase la cabeza y me ennegreciera el rostro, o que me desfigurase con una quemadura, un cuchillo o algo parecido. Estoy segura de que lo desearías, Peggotty; estoy segura de que te daría una gran alegría.
Me pareció que Peggotty tomaba muy a pecho la reprimenda.
-Y mi niño, mi hijito querido -continuó mi madre, acercándose a la butaca en que yo estaba tendido y acariciándome-, ¡mi pequeño Davy! ¡Pretender que no quiero a mi mayor tesoro! El mejor compañero que haya existido jamás.
-Nadie ha insinuado semejante cosa —dijo Peggotty.
-Sí, Peggotty -replicó mi madre-; lo sabes muy bien. Es lo que has querido decirme con tus malas palabras. No eres buena, puesto que sabes tan bien como yo que únicamente por él no me he comprado el mes pasado una sombrilla nueva, a pesar de que la verde está completamente destrozada y se va por momentos. Lo sabes, Peggotty, ¡no puedes negarlo!
Y volviéndose cariñosamente hacia mí, apretando su mejilla contra la mía:
-¿Soy una mala madre para ti, Davy? ¿Soy una madre mala, egoísta y cruel? Di que lo soy, hijo mío; di que sí, y Peggotty lo querrá; y el cariño de Peggotty vale mucho más que el mío, Davy. Yo no te quiero nada, ¿verdad?
Entonces nos pusimos los tres a llorar. Creo que yo era el que lloraba más fuerte; pero estoy seguro de que todos lo hacíamos con sinceridad. Yo estaba verdaderamente destrozado, y temo que en los primeros arrebatos de mi indignada ternura llamé a Peggotty bestia. Aquella excelente criatura estaba en la más profunda aflicción, lo recuerdo, y estoy casi seguro de que en aquella ocasión su vestido debió de quedarse sin un solo botón, pues saltaron por los aires cuando después de reconciliarse con mi madre se arrodilló al lado del sillón para reconciliarse conmigo.
Nos fuimos a la cama muy deprimidos. Mis sollozos me desvelaron durante mucho tiempo; y cuando un sollozo más fuerte me hizo incorporanne en la cama, me encontré a mi madre sentada a los pies a inclinada hacia mí. Me arrojé en sus brazos y me dormí profundamente.
No sé si fue al siguiente domingo cuando volví a ver al caballero aquel, o si pasó más tiempo antes de que reapareciese; no puedo recordarlo, y no pretendo determinar fechas; pero sé que volví a verlo en la iglesia y que después nos acompañó a casa. Además, entró para ver un hermoso geranio que teníamos en la ventana del gabinete. No me pareció que se fijaba mucho en el geranio; pero antes de marcharse le pidió a mi madre una flor. Mi madre le dijo que cortara él mismo la que más le gustase; pero él se negó, no comprendí por qué, y entonces mi madre, arrancando una florecita, se la dio. Él dijo que nunca, nunca, se separaría de ella; y yo pensé que debía de ser muy tonto, puesto que no sabía que al día siguiente estaría marchita.
Por aquella época, Peggotty empezó a estar menos con nosotros por