Guerra, política y derecho. Armando Borrero Mansilla
de disputas entre Estados. Es el intento plasmado en la Carta de las Naciones Unidas, y constituye un avance frente a la manera como se trataba el derecho de hacer la guerra, en adelante ius ad bellum, en el Estado westfaliano de soberanía excluyente en la materia. Desde 1945 existe una institucionalidad que reduce la autonomía del Estado para disponer de la guerra como un instrumento válido para resolver disputas o, simplemente, ganar ventajas en una competencia entre Estados. El Consejo de Seguridad de la Naciones Unidas asume el papel de calificador y de movilizador de sanciones, si es necesario. No se puede hablar de éxito total, ni de equidad en el tratamiento de los conflictos, pero no hay duda de que es un paso adelante en el difícil camino de proscribir, o por lo menos limitar, las guerras en el mundo.
Además de los avances para la regulación del derecho de hacer la guerra, también se ha fortalecido –particularmente desde el siglo XIX – el derecho que regula la conducta de los enfrentados en el desarrollo de la guerra. Desde la antigüedad se conocen usos y prescripciones –ora religiosos, ora de honor, ora de costumbres– que limitan las conductas de los combatientes y buscan paliar algunos de los peores efectos de las guerras. Ese derecho, básicamente consuetudinario, se transformó en Occidente de manera paulatina en un derecho secular y codificado dentro del derecho internacional. Es en la actualidad el derecho internacional humanitario, conocido generalmente como la suma del derecho de La Haya, en esencia convencional (medios y métodos de hacer la guerra), y el derecho de Ginebra (protección de los no combatientes), consolidados en el siglo XX.
El tema del primer ensayo que se presenta a la consideración de los lectores es la interrelación entre el derecho internacional de los conflictos armados y la realidad del fenómeno social y político que ese derecho pretende regular –la guerra– en los tiempos actuales. El punto central es el dilema que se vive hoy, cuando las normas, que en un pasado relativamente reciente se consolidaron como un cuerpo de derecho acatado en el orden internacional, se han convertido en letra casi que muerta, por causa de las transformaciones que ha sufrido la guerra en los últimos tiempos, particularmente desde la Segunda Guerra Mundial.
La humanidad sufrió dos grandes convulsiones durante el siglo XX, las llamadas guerras mundiales. La primera se acercó más al tipo susceptible de ser regulado por el comúnmente llamado derecho de la guerra, en tanto guerra interestatal llevada a cabo con ejércitos que respondían al modelo clásico de ejércitos regulares. La segunda todavía se mantuvo en el plano de las guerras interestatales, pero en su desarrollo bullían ya los gérmenes de procesos que más adelante iban a subvertir los conceptos de regularidad y guerra convencional.
Lo ideológico tuvo un protagonismo claro e importante en esta segunda guerra, que fue más extensa y prolongada, y el combatiente irregular, aunque no fue actor predominante ni modalidad decisiva, sí apareció con fuerza en varios de los teatros de operaciones. Las prácticas criminales en gran escala, especialmente las del nazismo alemán, se ligaron a la guerra, a despecho de las diferencias conceptuales entre uno y otro tipos de violencia. El terror acotado de la guerra convencional sintió la vecindad incómoda del terror libre de ataduras y de los adelantos técnicos que llevaron la guerra de las líneas del frente a la geografía entera de las sociedades.
La intromisión de las ideologías, no del todo desconocidas en los montajes de las guerras, pero al menos contenidas y sin la presencia explícita que entonces llegaron a tener, llevó la guerra de los intereses materiales transables a los “trances existenciales” surgidos de las amenazas a las culturas, identidades, valores, visiones del mundo y estilos de vida, y de contera a los odios irredimibles, a las deshumanizaciones mutuas de los contendores, al tránsito de la enemistad limitada a la enemistad entendida como imposibilidad de coexistir sobre la faz del planeta.
Por otra parte, formas de violencia inaceptable dentro de lo que se define como guerra, de las cuales el mejor ejemplo es el terrorismo, comenzaron a asociarse a las guerras bajo el alero permisivo de la irregularidad. La violencia terrorista es criminal a la luz de todo derecho vigente y no se ejerce para derrotar militarmente a un enemigo: es una violencia extorsiva que se aplica para lograr concesiones a favor de quien la ejerce a cambio de no ejercerla. Pero se juntó con la guerra como una especie de táctica auxiliar utilizada para aterrorizar y desmoralizar al contendor, o para quitarle –o limitarle– bases sociales y políticas.
Entre tanto, y también como consecuencia de las dos guerras mundiales, el derecho internacional logró incorporar finalmente, en la Carta de las Naciones Unidas, la prohibición del uso de la fuerza como medio para resolver disputas internacionales y la limitó a casos de defensa legítima y situaciones de intervención, bajo las normas del Consejo de Seguridad de la ONU.
A pesar de estos avances y de la progresiva ampliación del ámbito de la intervención humanitaria, cada vez más cerca de una legitimidad plena, las confrontaciones desreguladas de orígenes diversos (liberación nacional, revolución política, luchas interculturales, interétnicas o religiosas: separatismo, bonanzas económicas ilegales y su consecuencia, grupos armados delincuenciales pero combatientes contra la institucionalidad estatal) han llevado a conflictos por fuera del derecho y alejados de la posibilidad de resolución mediante los instrumentos de la institucionalidad internacional, previstos para situaciones susceptibles de ser encuadradas en normas.
El primer paso de un irregular es ponerse fuera del derecho. En adelante, todo se adentra en el reino de lo imprevisible. Durante el primer período subsiguiente a la última conflagración mundial, la discusión sobre el derecho de la guerra se centró en el jus ad bellum, el derecho de hacer la guerra por parte de insurgencias nacionalistas que buscaban la independencia de sociedades colonizadas, o de insurgencias políticas que buscaban cambios revolucionarios por medio de guerras internas. Unas y otras llevaron al problema de la exigibilidad del jus in bello (el derecho en la guerra, referido a la protección de los no combatientes y a los medios y métodos de hacer la guerra) a los combatientes considerados irregulares. El debate cobró, y cobra todavía, la forma de una discusión en la que el derecho convencional es puesto en cuestión por consideraciones de moralidad política.
Las cuestiones morales giran, en primer lugar, sobre el derecho que tienen los pueblos colonizados a constituir Estados propios, y en segundo lugar, al supuesto derecho de los grupos revolucionarios a disponer de medios y métodos prohibidos para hacer la guerra, con el argumento de necesidad hecha virtud: si no disponen de recursos iguales a los del enemigo, pueden apelar a lo no convencional para promover sus objetivos. Más peso ha tenido el primero, apoyado por el anticolonialismo creciente en el siglo XX. Más difícil de aceptar el segundo, por razones de humanidad.
Pero no se detienen allí los embates al derecho. Otras facetas del problema emergen y anticipan lo que sucede en el mundo actual bajo la forma de las guerras desreguladas de todo tipo, especialmente las llamadas de manera novedosa con un concepto que describe mejor la confusión, el de “guerra híbrida”. Este concepto no solo da cuenta de las posiciones de los bandos no estatales, sino que engloba la conducta de Estados que justifican una defensa basada en formas que subvierten el derecho que supuestamente deberían guardar los Estados. Incluye también conflictos en los cuales surge otra modalidad, la constituida por grupos, más delincuenciales que rebeldes, enfrentados a los Estados. Si bien no tienen propósito político, producen consecuencias políticas y pueden, eventualmente, ligarse a conflictos políticos, lo que lleva al extremo las confusiones de la era que comienza en el siglo XXI.
En el trasfondo están las mutaciones del Estado. El Estado nacional moderno sigue vivo, en medio de su crisis, como el marco regulatorio más importante de la vida social en todo el planeta. Pero ha desaparecido la soberanía excluyente del Estado westfaliano, al compás de la globalización de la economía, la cesión de soberanía a instancias supranacionales y las enormes disparidades de poder entre los Estados. Esa pérdida de la soberanía excluyente y sacralizada –que en muchos aspectos es un avance de la política internacional– tiene hoy una piedra de toque que es una espada de doble filo: el derecho de intervención en los asuntos internos de los Estados cuando se dan situaciones límite por causa de conflictos. La soberanía se limita y hasta se anula cuando se llega al punto de justificar la intervención armada en Estados soberanos, bajo la forma de “intervención bélica humanitaria”, derecho de nuevo cuño en el mundo de hoy. El segundo filo de la espada es la doble moral con la que se toma la decisión de la