Guerra, política y derecho. Armando Borrero Mansilla
de guerras promovidas por grupos sin fundamento nacional alguno, guerras que se hacen en nombre de colectivos identificados por la cultura y la civilización, la religión, la raza o la ideología. Tal es el mundo en que vivimos: un mundo de cambio incesante en el que una parcela inestimable del derecho, el derecho de la guerra, se erosiona.
El segundo ensayo se refiere a la crítica del pensamiento sobre la guerra. El tema es la vigencia del pensamiento de Carl von Clausewitz. El ensayo defiende la pertinencia y la utilidad esclarecedora de la obra clásica del gran teórico de la guerra. El pensamiento de Clausewitz ha sufrido toda clase de embates descalificadores, sin que el edificio conceptual se haya derrumbado.
Se da en la historia del pensamiento un fenómeno de apariencia curiosa y más frecuente de lo que se supone comúnmente: que una obra sea leída y mejor comprendida por el bando contrario al de su autor. La obra de Clausewitz, un militar monárquico y conservador, ha sido menos comprendida por sus afines ideológicos que por los bandos revolucionarios contrarios a su visión. Fue la izquierda revolucionaria la que entendió el potencial de la definición de la guerra hecha por el general prusiano; fueron Lenin y Mao quienes dieron a la concepción clausewitziana su justa interpretación. Lo esencial de la obra es que la guerra es la política misma, y que esta tiende a los extremos. No necesariamente la política de un Estado: la de un partido político, de una clase social, de un grupo cualquiera. Los límites para frenar la marcha a los extremos, los que pretenden establecer el derecho de la guerra y la idea de la regularidad, pueden ser vistos de una manera diferente a la que impone un derecho positivo, cuando la guerra se califica, desde la ideología, como justificada por unos fines y llevada a cabo por irregulares. Desde la segunda mitad del siglo XX, la irregularidad crece y se enseñorea de la guerra.
El tercer ensayo se centra en otra definición de Clausewitz: la defensa es la forma más fuerte de la guerra. Durante la Guerra Fría, no faltaron los críticos que vieron en la teoría del “balance estratégico” una negación del aserto expuesto en De la guerra. El ataque podía ser la forma más fuerte. Llegó a acariciarse la ilusión de poder asestar un primer golpe que paralizara la posibilidad de una réplica enemiga, ilusión peligrosa entre superpotencias atómicas. Pero la lógica restableció la primacía de la formulación inicial. Para que el ataque sea la opción preferida, se necesita una superioridad notable que asegure el éxito. Por tanto la defensa es, puntualmente, en cada situación específica, la forma que alcanza el éxito con menos fuerzas en juego.
La relación ataque-defensa es compleja y Clausewitz no dejó de ver que, a lo largo de una guerra, debe llegar el momento de la ofensiva decisiva. Pero la defensa puede ser vista como la manera de desgastar la superioridad de un contendor y como factor de cambio en el balance estratégico para pasar al ataque. La formulación de Clausewitz no es ocasión para meras especulaciones teóricas. Es fundamento de políticas disuasivas, capaces de prevenir la guerra, y por eso tiene sentido debatir tanto su permanencia como su pertinencia en la construcción de las políticas de defensa y seguridad.
El cuarto ensayo aborda el examen de las políticas que llevaron a la tragedia europea que fue la Primera Guerra Mundial. La teorías de Clausewitz sobre la naturaleza política de la guerra encontraron su confirmación en la realidad cuando, tanto conformaciones gubernamentales que separaban política interna, diplomacia y establecimientos militares, como planeamientos militares que no tomaron en cuenta las realidades políticas, llevaron al desastre todo un orden internacional: desaparición de tres Imperios, muerte y desolación en una escala no vista antes, y ruina moral de todo un continente.
Alemania y Rusia fueron los mejores ejemplos de ese divorcio previo a las decisiones sobre la guerra y la paz. El Gobierno alemán fue a la guerra conscientemente: quería un Imperio en el Oriente europeo. La guerra era el camino, pero no se les escapaba a los dirigentes de la época el peligro que significaba una guerra en dos frentes. Para evitarlo, planearon atacar primero a Francia y derrotarla –según el plan– en seis semanas, mientras Rusia, cuya movilización se sabía lenta, se preparaba para pasar a la ofensiva. Como atacar la fortificada frontera germano-francesa era riesgoso en alto grado, no tuvieron mejor idea que atacar por Bélgica, la región más vulnerable de las fronteras orientales francesas.
Era un plan militar sobre mapas, no sobre realidades, y menos sobre realidades de política. Así como los alemanes no querían una guerra en dos frentes, tampoco querían que el rival más fuerte, el Imperio británico, interviniera en el conflicto. Consiguieron lo uno y lo otro. La guerra corta que previeron se convirtió en una larga de cuatro años.
El gobierno del canciller alemán Bethmann Hollweg se enteró del plan quince días antes de comenzar la guerra. El Estado Mayor no reportaba a la cabeza política del Gobierno alemán sino directamente al Emperador, cuyas capacidades eran, por decir lo menos, discutibles. Los militares diseñaron, sin intromisión alguna de la administración civil, un plan puramente militar. Invadir Bélgica era provocar la intervención de la Gran Bretaña como Estado garante de la neutralidad belga. No solo esa garantía jugaba a favor de ir a la guerra. También la tradición histórica de las intervenciones británicas por siglos, cada vez que una gran potencia continental pretendía asentarse en las costas flamencas. Cambiar un plan con los ejércitos en movimiento era renunciar a la guerra hasta nueva oportunidad. Solo quedó la esperanza incierta de que los británicos no intervinieran. Pero cruzar los dedos no ha sido nunca una estrategia comprobada para convertir deseos en realidades. Alemania obtuvo lo peor de lo que no quería: enfrentar no solamente a Francia, sino también a una potencia más fuerte.
En 1916 pudo haberse negociado. Pero el Imperio alemán no cedía en sus objetivos iniciales. Aunque ya resultaba evidente que la guerra era incierta, la obsesión de la conquista seguía fija en la mentalidad de la dirigencia. En 1918, Alemania tampoco tuvo en cuenta la política. Derrotada Rusia, la avidez imperial la llevó a ocupar todo el territorio que el régimen bolchevique naciente estuviera dispuesto a entregar con tal de tener paz para salvar su revolución. De esta manera, las fuerzas que debían haber quedado libres para reforzar el frente occidental, el fundamental, se utilizaron para mantener un territorio inmenso. Actuaron como si estuvieran en el primer día de la guerra y no al borde del colapso que llegó ese mismo año.
Rusia fue otro caso de diseño estatal obsoleto e ineficaz. Tampoco allí las voces de la política tuvieron acceso al autócrata que todo lo decidía. Lo que pudo ser razonable no tuvo lugar en los escenarios del poder. La fatalidad del desencadenamiento de la guerra no fue tal. No hay fatalidades, siglos atrás lo había enseñado Maquiavelo. Primó la desorientación política del príncipe.
En el quinto ensayo se roza la situación colombiana. El encuentro de una fuerza militar con su propia sociedad, que es el caso de los conflictos internos, implica distorsiones indeseables. Lo que interesa de este corto escrito es la consideración de las condiciones objetivas que conducen a alianzas poco balanceadas: confianza para unos sectores sociales, y desconfianza para otros; apoyo para intereses que no son los generales, y olvido de los menos favorecidos. El análisis corriente en Colombia ha dado el privilegio a los factores ideológicos y poco se ha interesado en la investigación de las relaciones del Estado (Un Estado que no alcanza el grado de homogeneidad sugerido por la definición de Max Weber) con los distintos sectores de la sociedad a la que regula.
Un Estado actúa de manera diferenciada según los tipos de funcionariado implicado, y según las características regionales (grados de desarrollo económico, factores culturales, etc.) o las clases sociales (por necesidades de apoyo, en función de los recursos de control social que puedan detentar los grupos). El análisis debe ir más allá de las inclinaciones ideológicas, para explicar las contradicciones entre las políticas de Estado expresas y la realidad de su aplicación en el terreno. La paz que se entrevé puede ser la oportunidad para la recuperación del equilibrio. Jamás ha sido más cierta que en estas épocas la afirmación de Michael Howard según la cual, para hablar de paz, se debe tener una comprensión clara de lo que es la guerra.
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