Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys
de Nicholas Boyle de que, en la literatura alemana, el Romanticismo de principios del siglo XIX constituía una «leal oposición»; Boyle, 1991, p. 23.
[10] Charlton (1984b) sugiere que los románticos franceses pensaban como sus contemporáneos defensores del «justo término medio» (le juste milieu), interpretación que pusieron en práctica al evitar los extremos partidistas y en su voluntad de reconciliar a la izquierda con la derecha. Sin embargo, los rasgos distintivos de las percepciones políticas de los románticos franceses dotaban de plausibilidad a la teoría de Kelly. En opinión de este, las ideas de «fraternidad y regeneración» eran comunes a los legitimistas disidentes, los radicales y los románticos, pero resultaban «poco realistas para los defensores del juste milieu» (Kelly, 1992, p. 182).
III
SOBRE EL PRINCIPIO DE NACIONALIDAD
John Breuilly[1]
COMENTARIOS INTRODUCTORIOS
La nacionalidad puede entenderse como un hecho o como un valor. Para entenderla como valor primero hay que construirla como hecho. En primer lugar: las naciones existen; en segundo lugar: las naciones son portadoras de valores. Sin embargo, las naciones pueden ser un hecho sin que haya que considerarlas por ello portadoras de unos valores en los que basar programas culturales o políticos.
El concepto de nacionalidad se basa en tres aspectos: la humanidad se divide en naciones; las naciones son dignas de reconocimiento y de respeto; el reconocimiento y el respeto requieren de autonomía, lo que normalmente quiere decir independencia política en el territorio nacional[2]. De manera que el principio de nacionalidad es empírico, es una reivindicación de valores y una meta política, y cada elemento monta sobre el anterior. Se trata de relaciones lógicas que no aparecen necesariamente en ese orden cronológico. Este principio es un producto de la Europa del siglo XIX[3]. Las estructuras empíricas, normativas y programáticas fueron adoptando formas cada vez más complejas, diferenciadas y conflictivas, a medida que el principio de nacionalidad iba asumiendo un papel mayor en la cultura y en la práctica políticas.
Estas consideraciones constituyen la base de la estructura de este ensayo. Tras una breve introducción histórica analizo cómo fue evolucionando el principio de nacionalidad tras 1800. En mi opinión cabe distinguir cuatro grandes fases: la nación como civilización, la fase histórica, la étnica y la racial. El discurso nacionalista no pasó de una fase a la siguiente sin más: se fueron añadiendo estratos a medida que el principio iba siendo más y más aceptado. Al convertirse en un principio fundamental de la cultura política propició la creación de estados-nación, un gran cambio que restó credibilidad a la defensa de principios políticos alternativos.
Una última observación introductoria. Las doctrinas nacionalistas no fueron obra de «grandes» pensadores como en el caso de las doctrinas socialistas, liberales y conservadoras. Los «pensadores» más influyentes no fueron originales. Mazzini es tedioso de leer, porque más que argumentar afirma; aparte de que sus «ideas» se difundieron a través del ejemplo personal y la acción, no por ser originales. Los pensadores originales, en cambio, a veces impusieron su pensamiento en lugares distantes. Herder influyó más sobre el nacionalismo eslavo de mediados del siglo XIX que sobre el nacionalismo alemán de su propia época. La obra de Fichte, Discurso a la nación alemana tuvo menos impacto en la Alemania napoleónica que en la guillermina. Las ideas originales sobre la nacionalidad ejercieron cierta influencia, como probablemente demuestre el caso de Thomas Carlyle (Mandler, 2006, cap. 3), pero lo cierto es que el principio de nacionalidad evolucionó y se difundió gracias a pensadores de segundo orden, historiadores, lingüistas, especialistas en folclore, que se comunicaban a través de redes formadas por universidades, periódicos y asociaciones culturales o políticas y vivían en un entorno que propiciaba las políticas nacionalistas. Voy a centrarme en estas redes más que en pensadores y obras individuales[4].
LA IDEA NACIONAL ANTES DE 1800
En términos generales, la «nación» remitía a las elites e instituciones políticas que constituían monarquías territoriales[5]. Fue adquiriendo significados relacionados con la alta cultura, un territorio específico y sus habitantes tras una larga historia de gobierno estable sobre una región principal, como ocurrió en Francia e Inglaterra. Se implementó su uso en el conflicto político interno, por ejemplo en los llamamientos al «patriotismo» efectuados tanto por opositores como por gobernantes. Los escritores de la Ilustración dieron un sentido colectivo a la idea nacional al identificar etapas de la historia y representar a unas «naciones» progresistas que imbuían a sus instituciones políticas del espíritu o carácter nacional. El primer Romanticismo definió a la nación como una identidad cultural colectiva encarnada en una lengua, unas costumbres y unos valores. Estas ideas fueron adquiriendo fuerza a finales del siglo XVIII, cuando las revoluciones, en Francia y en las Américas, legitimaron a la «nación» como nueva forma de Estado.
LA NACIÓN CIVILIZADA
Francia: la grande nation
En los inicios, el principio de nacionalidad se refería a la alta cultura, a los derechos de propiedad individuales y al gobierno constitucional. Tuvo gran fuerza en la primera fase de la Revolución francesa, pero los aspectos liberales de la idea de nacionalidad pasaron a segundo plano cuando la política se truncó en guerra y se empezó a hacer hincapié en la acción pública heroica en vez de prestar atención a la vida privada. Benjamin Constant analizó este giro de forma magistral. Formuló la distinción entre la libertad antigua y la moderna, basándose en la idea de libertad en el Estado y respecto del Estado. Para Constant, las aberraciones del periodo jacobino/napoleónico, con su pasión por las virtudes públicas antiguas y el heroísmo, siempre fueron un enigma[6].
La nacionalidad francesa se expresaba en la grande nation (Godechot, 1956). La preocupación por el orden marginó las versiones democráticas y republicanas de la nacionalidad. Los nacionalistas liberales posteriores a 1815 no podían rechazar la Revolución en bloque, pero sí quisieron explicar ciertas «aberraciones», como el Terror y las guerras de conquista. Los historiadores liberales describían la historia nacional como un proceso progresista y civilizador, y a Francia como modelo para otras naciones. Utilizaron el principio liberal de la nacionalidad contra radicales y monárquicos, sobre todo durante la Monarquía de Julio. Algunos de los autores que expusieron este punto de vista tuvieron poder político, especialmente Guizot (Crossley, 1993).
Los radicales plantearon todo un reto intelectual al formular un principio de la nacionalidad alternativo inspirándose en el jacobinismo, con su lenguaje político universal, sus modelos clásicos y su displicente desprecio hacia las tradiciones monárquicas francesas. Jules Michelet se interesó por ese cambio, pues entendía a la nación como una fuente de valores espirituales, que, en la era moderna, sería capaz de reemplazar a la Iglesia. Tiñó de emoción las tenues nociones de razón y progreso, convirtiendo a la historia nacional en una religión que procedió a insertar en un marco histórico universal. Temas como la lucha, la derrota y la resurrección permitían entender la historia nacional y resultaban atractivos para los lectores cristianos de todas las confesiones. Michelet quiso superar la diferencia entre lo étnico y lo cívico, presentando a la nación francesa moderna como una triunfadora combinación de elementos celtas, germánicos, griegos y romanos (Crossley, 1993, cap. 6).
Hubo otros que utilizaron el tema de la nacionalidad. Luis Napoleón explotó el mito napoleónico con gran éxito para ganar las elecciones en diciembre de 1848 y justificar su golpe de Estado (con menos éxito) en 1851. Invocó a la grande nation para promocionar la causa nacional en ultramar. Pero el bonapartismo fue un fenómeno político ambiguo y oportunista, difícil de relacionar con un principio de nacionalidad coherente.