Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys
La comunicación laica escrita, en tribunales y asambleas políticas, se llevaba a cabo en la lengua de la cultura dominante. Había mucho bilingüismo o multilingüismo, así como formas lingüísticas no estandarizadas (por ejemplo, una que resultó ser una mezcla del checo y del alemán) que contravenían toda clasificación «nacional» (King, 2002). Se cambiaba de lengua dependiendo de las circunstancias sociales, y en sociedades con mucho analfabetismo la identificación de lenguas concretas por contraposición a códigos lingüísticos se convirtió en una misión imposible. La idea de «lengua», uno de los dogmas del pensamiento nacionalista, era difícil de entender[21].
Para exigir un reconocimiento igualitario había que idear una forma escrita de la lengua de la cultura subordinada. La escritura en lengua vernácula permitía imaginar la lengua como una entidad concreta y bien delimitada que una nación poseía. La nación podía incluso definirse como la comunidad imaginada de lectores en una lengua vernácula escrita y estandarizada (Anderson, 1991). Normalmente había algún tipo de forma escrita anterior en la que basarse (como el checo medieval), pero a menudo hubo que hacer modificaciones sustanciales. Se dedicó mucho esfuerzo a trabajar con los alfabetos (como el latino o el cirílico), la ortografía y la pronunciación, a estudiar qué forma dialectal había que tomar como norma, a estudiar gramática, a compilar diccionarios para purgarlos de préstamos y a acuñar palabras nuevas. Hubo batallas para promocionar la propia lengua en las escuelas y por medio de la poesía, las obras de teatro, las novelas y los artículos de prensa. Los conflictos que surgieron a causa de la lengua en escuelas, tribunales y asambleas provinciales guardaban relación con intereses materiales concretos, pues determinaron, por ejemplo, las perspectivas de trabajo para maestros o abogados. Sin embargo, estos intereses sólo se tuvieron en cuenta después de que surgiera el movimiento que promovía el uso de las lenguas vernáculas. Es difícil saber por qué ocurrió en el caso de unas lenguas y no de otras (Berend, 2003, cap. 2).
Las diferencias religiosas cuajaron en distinciones culturales y sociales. La expansión imperial en Europa Central y del Este estableció diferencias entre la religión dominante y las religiones subordinadas. En el Imperio otomano, los musulmanes gobernaban a las poblaciones cristianas. En el Imperio Habsburgo, los católicos gobernaban a otros cristianos. La expansión rusa conllevaba la primacía de la Iglesia ortodoxa rusa sobre otras confesiones. Cuando se redujeron los conflictos religiosos a partir del siglo XVII, se pasó de la conversión o expulsión a una jerarquía de Iglesias nacionales privilegiadas que toleraban a otras subordinadas.
Estas Iglesias aportaron una base institucional y una pequeña contra-elite que las culturas subordinadas utilizaron para construir un principio de nacionalidad. A finales del siglo XVIII, la Iglesia de Transilvania y el clero ortodoxo apoyaron las exigencias nacionalistas rumanas (Hitchins, 1969, 1977). La Iglesia uniata favoreció una idea «romana» de la historia rumana, cuyos orígenes situaba en la conquista de Dacia por parte de Trajano, para establecer una distinción clara entre los gobernantes magiares o alemanes y las poblaciones eslavas.
Existía una marcada diferencia en la forma en la que se elaboraban estas ideas en el Imperio otomano y en los imperios cristianos de los Habsburgo y los Romanov. Las diferencias religiosas eran mayores en el Imperio otomano (entre dos religiones monoteístas en conflicto), mientras que en otros lugares se trataba de diferencias confesionales en el seno del cristianismo. Sin embargo, el Imperio otomano garantizó mayor autonomía a los ortodoxos griegos (y a los judíos) que el Imperio Habsburgo a los no católicos o los Romanov a las confesiones no ortodoxas.
En los Imperios Habsburgo y Romanov existía una íntima conexión entre la estructura de clases y las diferencias confesionales. (Lo mismo cabe decir de Irlanda, donde el nacionalismo populista se fusionó con la religión del grupo subordinado.) No era lo que ocurría en el Imperio otomano, donde el gobierno político era un sistema burocrático-militar que dejaba a su aire a las comunidades locales mientras pagaran sus impuestos y se mostraran obedientes. Los musulmanes gozaban de ciertos privilegios, pero un sistema de millet dotaba de autonomía a las comunidades religiosas. Esta autonomía se fue incrementando a medida que el poder central se debilitaba en el siglo XIX (cfr. por ejemplo, Mazower, 2004).
La jerarquía de la Iglesia ortodoxa griega desempeñó un papel destacado en la administración del Imperio otomano en los Balcanes, lo que no favoreció la adopción de un principio nacional, ya que el vocablo «griego» hacía referencia en este caso a una amplia identidad religiosa. La nacionalidad se vinculó a la religión en instituciones semiautónomas en el seno de la ortodoxia griega, como los exarcados de Serbia y Bulgaria. Cabía expresar el nacionalismo griego en términos helénicos, muy del agrado de los europeos occidentales de formación clásica, pero también en términos de la ortodoxia griega. Ni uno ni otro tenían gran cosa que ver con la península que más tarde llegaría a llamarse Grecia.
Estas variaciones dan cuenta de las dificultades con las que se toparon los nacionalistas que querían fusionar principios religiosos y de nacionalidad[22]. Había identidades transversales (nacionalistas protestantes irlandeses, griegos ortodoxos que participaban en la administración otomana). Había comunidades laicas que no aceptaban la Iglesia «nacional» (como los conversos neoprotestantes de los territorios ortodoxos) ni la «nación sacralizada». Además, las elites eclesiales tenían una perspectiva supranacional; el papado rechazaba el nacionalismo italiano y le costaba aceptar el de católicos alemanes y polacos. Había tensiones entre las distintas elites. El clero y las elites laicas se observaban mutuamente con suspicacia debido a sus diferencias en temas relacionados con el comercio o las instituciones educativas y mediáticas. Sin embargo, en momentos de crisis se formaban coaliciones, y, a nivel popular, la identidad religiosa era el núcleo de la identidad nacional. La fusión entre religión y nacionalidad era mucho más probable allí donde un gobierno imperial actuaba en nombre de una Iglesia privilegiada frente a una cultura subordinada con diferencias sociales y religiosas.
Esta situación suscitó la cuestión del gobierno. Las naciones «históricas» disfrutaban de privilegios políticos, ya se tratara de un Estado reciente (Polonia), del gobierno de un Estado regional (alemanes, magiares) o del dominio de clase local (Italia). Los grupos culturalmente subordinados no gozaban de esos privilegios. Sin embargo, cuando los obtuvieron, algunos afirmaron tener un pasado. Los nacionalistas checos, lituanos y serbios reivindicaron los reinos y gobiernos medievales y describieron el periodo posterior como una época de derrota y declive de la nación. En algunos casos se crearon instituciones, a menudo bajo la protección de un régimen imperial, para poder debilitar a la elite regional privilegiada, como ocurrió en el caso de Croacia respecto de Hungría. Otros grupos no contaban con una historia definida ni con instituciones en las que plasmar sus nombres y símbolos, y no tuvieron más remedio que especular sobre su pasado más remoto: los rumanos desenterraron sus mitos sobre sus vínculos con el Imperio romano. Los nacionalistas eslavos aún tenían menos. En Lituania, en 1914, apenas habían empezado a investigar su historia y aún no había nada parecido a un movimiento nacionalista[23].
En la primera mitad del siglo XIX se elaboraron muchas historias nacionales que amalgamaban lengua, cultura, religión y estatalidad, y, curiosamente, diversas naciones que se consideraban únicas acabaron teniendo historias muy parecidas. La constatación empírica de que un grupo constituía una nacionalidad estaba vinculada a la proclamación normativa de que se trataba de una nacionalidad digna de ser reconocida y a la que se podía ser leal. En todas estas proclamaciones se recurría a la historia, a la cultura y a otros marcadores para convertir a una clase, grupo o sector en un grupo «cerrado» que se imaginaba a sí mismo autosuficiente y completo.
Monika Baar ha identificado las estrategias de cinco eruditos que escribieron la historia de naciones concretas. Dos de ellos eligieron el pasado de «naciones históricas», el polaco Joachim Lelewel (1786-1861) y el húngaro Mihály Horváth (1804-1878), y Baar demuestra que recurrieron a las mismas estrategias intelectuales que los historiadores de los tres grupos subordinados, a saber, Simonas Daukantas (lituano, 1793-1864), František Palacký (checo) y Mihail Kogălniceanu (rumano, 1818-1891).