Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys
de 1830-1831.
Era más fácil dar los primeros pasos conservadores en territorios nacionalmente homogéneos. Conservadores inconformistas, como Disraeli o Bismarck, se dieron cuenta de que había apoyo popular para las políticas antiliberales en casa y fuera. De forma más radical, aunque autoritaria, el imperio plebiscitario de Luis Napoleón minó el liberalismo y la democracia a nivel interno y utilizó el principio de nacionalidad en sus relaciones exteriores.
Los conservadores de principios de siglo intentaron construir una tradición nacional basada en la monarquía, la fe y la jerarquía. En Gran Bretaña se recuperaron los argumentos de Burke. En Francia y España, los monárquicos difundían la idea de que el auténtico espíritu del país residía en la monarquía, la diversidad provincial y una poderosa Iglesia católica. En el último tercio del siglo XIX, los conservadores se habían apropiado de este tipo de argumentos junto a otros, como el antisemitismo, y los utilizaron contra los principios liberal-democráticos de la nacionalidad (cfr. el estudio de Rogger y Weber, 1966).
Sin embargo, el ascenso imparable de la política popular quebró a los sistemas imperiales, que hubieron de abandonar su política de dinastías neutrales para defender a los grupos culturalmente dominantes. El gobierno británico de Gladstone se embarcó en una reforma agraria en Irlanda que acabó con la propiedad exclusiva de la tierra en manos de los anglo-irlandeses y permitió que surgiera el nacionalismo popular irlandés. El gobierno zarista emancipó a los siervos en 1861, situación que explotó a su favor contra los terratenientes polacos durante la insurrección de 1863. También emprendió una política de «rusificación» de los eslavos no rusos. En el Imperio Habsburgo iba creciendo el antagonismo entre checos y alemanes, lo que obligó al gobierno a reconocer explícitamente las diferencias nacionales (Berend, 2003, cap. 6). La Alemania imperial emprendió políticas de germanización de los polacos (Hagen, 1980).
Los intereses sectoriales conservadores adoptaron un lenguaje nacionalista. Tras la década de 1870, la disponibilidad de cereal norteamericano sometió a una gran presión a los agricultores europeos, que solicitaron protección arancelaria de acuerdo con el principio de nacionalidad, según el cual la agricultura era la base y fundamento de la nación. A la población rural se le asignó la tarea de apoyar los valores nacionales, garantizar el autoabastecimiento y mantener una reserva de hombres sanos para el ejército[37]. Los aristócratas propietarios de la tierra en Alemania, Hungría y otros lugares, que antes despreciaban el principio de nacionalidad, crearon grupos de presión, compraron a periodistas de éxito entre el pueblo y elaboraron argumentos nacionalistas. Desgraciadamente, incorporaron a sus programas argumentos antisemitas: se retrataba a los judíos como parásitos, no productores y urbanitas que se aprovechaban de las deudas de la gente; un grupo de parias en el seno de la nación (Retallack, 1988).
Así se «nacionalizó» la política. Todos los grupos políticos adoptaron y adaptaron el principio de nacionalidad, que dejó de ser un elemento característico de posturas políticas concretas. El principio se articuló de diversas formas. La nación francesa o alemana se describía como la compleja suma de sus identidades provinciales, lo que sugiere una articulación conservadora. Por lo general, quienes recurrieron al discurso nacionalista para justificar políticas expansivas en el exterior fueron los círculos nacionalistas de las elites liberales. Los líderes sindicales afirmaban que la auténtica nación sólo llegaría a existir tras una profunda reforma social y democratizadora[38].
Raza y nacionalismo
Fenton ha distinguido tres tipos de relaciones entre raza y nación: la raza en el seno de la nación, la raza como nación y la raza como civilización (Fenton, 2006). Banton habla de la raza como linaje, tipo y subespecie (Banton, 1998).
Según Banton, gran parte del pensamiento racial del siglo XIX se formulaba en forma de «tipos» y la nación estaba relacionada, a su vez, con la idea de «raza en el seno de una nación». Por ejemplo, hallamos muchas referencias a la diferencia entre los franceses galos y los franceses francos, o entre los anglosajones y los normandos para los ingleses, divisiones que a su vez partían de otra idea de raza. Gobineau había publicado un extenso Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853-1855) (Gobineau, 1970) en el que distinguía entre razas secundarias y terciarias. La raza blanca, la amarilla y la negra eran secundarias[39], y, a su vez, habían dado lugar a muchas otras subdivisiones; por ejemplo, a los eslavos, los celtas, los arios y los latinos. Por lo general, en las naciones había fusiones de tipos raciales[40]. John Stuart Mill consideraba que la mezcla de elementos celtas y anglosajones producía resultados beneficiosos. Michelet afirmaba que la nación francesa moderna era una fusión misteriosa, pero exitosa, de ancestros celtas, germanos, romanos y griegos (Crossley, 1993, p. 205; Varouxakis, 2002, p. 22). Gobineau, más pesimista, creía que este tipo de mezclas era inevitable, pero también que producía un efecto degenerativo en la raza superior.
En esta época, cuando se hablaba de raza no se apelaba a rasgos biológicos sino culturales; incluso cuando se empleaban conceptos como «sangre», se hacía referencia a cualidades mentales y de conducta, no a diferencias físicas. Algunos autores han afirmado que las ideas raciales tenían cierto carácter clasista, pero en ningún análisis detallado, histórico o de otro tipo, se dice que esto haya sido un rasgo significativo. Más adelante, cuando se aplicó un razonamiento biológico a las sociedades de clase, adoptó la forma de una eugenesia centrada en los elementos «débiles» de las clases trabajadoras. Sin embargo, había todo un lenguaje que aludía a las diferencias raciales en el seno de la nación, utilizado para insistir en que los grupos racialmente diferentes no pertenecían a la nación, aunque vivieran en el territorio nacional.
Todo ello limitó la evolución de un discurso de este tipo relacionado con la nación[41]. El argumento sí tenía una dimensión clasista, pues se aplicaba sobre todo a los inmigrantes pobres. A irlandeses, polacos y rusos se los describía en términos raciales, hasta Max Weber lo hizo en alguna ocasión, y eso que afirmaba que las nociones biológicas de raza no eran científicas (Curtis, 1971; Weber, 1978, 1994a). Sin embargo, Weber nunca extendió la idea a todos los hablantes de polaco. En los estados multiétnicos asentados no se planteaban los conflictos nacionalistas en términos raciales. En el seno de Europa, los nacionalistas no pensaban aplicar políticas de expulsión o segregación explícita, y mucho menos practicar asesinatos en masa[42]. El ideal era la asimilación a la cultura dominante, algo incompatible con conceptos biológicos de raza que implicaban bien una fusión (crisol), bien una segregación. Había un lenguaje que hacía distinciones muy generales (eslavos, teutones, celtas), y otro en el que se diferenciaba con más detalle (sajones y normandos, galos y francos), pero eran demasiado ocasionales, impresionistas e ineficaces en conflictos políticos reales como para resultar significativos. Además, con la significativa excepción del antisemitismo, este tipo de ideas no lograron generar un programa nacionalista. La mezcla de razas era algo bueno (Mill, Michelet) o algo malo (Gobineau), pero no podía convertirse en elemento de una política. El nacionalismo racista más significativo fue el de la tercera de las formas enumeradas por Fenton: la idea de raza como civilización.
La expansión imperial de ultramar redefinió la raza. Hacia 1800 ya había un discurso que describía a los pueblos no europeos como racialmente distintos e inferiores, aun cuando ello desafiaba los argumentos civilizatorios o cristianos[43]. Los blancos de mediados del siglo XIX solían creer en una jerarquía mundial de razas que los situaba en la cúspide. A nivel de elites, las distinciones eran más finas: los africanos negros y los nativos americanos se consideraban aborígenes que estaban por debajo, incluso, de las civilizaciones decadentes (China, la India, el mundo musulmán).
Durante la Guerra de Secesión, pocos del bando de la Unión afirmaban que los negros fueran iguales