Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys
hombres escribían
una historia completa de su propia nación, desde sus orígenes hasta tiempos recientes, desde una perspectiva novedosa que «democratizaba» todo aspecto de la historiografía: el sujeto, el medio y la audiencia (Baar, 2010, p. 47).
La nación reemplazó a la dinastía como sujeto principal, aunque la historia que se escribía narrara las gestas de una dinastía. La historia se escribía en la lengua «nacional», lo que a menudo suponía olvidarse del lenguaje académico adquirido y trabajar en la lengua «nacional» para convertirla en el vehículo de la historia «nacional». Palacký empezó su carrera narrando la historia en alemán, pero luego pasó al checo. Al final, estos académicos acabaron escribiendo para una audiencia nacional. Su grado de éxito dependió de la nueva formación de las elites. Palacký tuvo una audiencia mucho mayor a mediados de siglo que Daukantas o Kogălniceanu.
El giro hacia una lengua «nacional» dependió de los esfuerzos de los movimientos que defendían la reforma de su lengua. A veces contaban con la ayuda de nuevos emperadores que fomentaban el uso de las lenguas vernáculas, en parte por motivos utilitarios (por ejemplo, el emperador austríaco Francisco José quería elevar los niveles educativos) y en parte para socavar a la cultura local dominante (como cuando Rusia favorecía el lituano en vez del polaco).
La escritura de la historia nacional se vio limitada por las fuentes disponibles, pues se privilegiaba a la historia «científica» basada en fuentes originales. Era una limitación negativa contra la que se luchaba aduciendo argumentos sobre la falsedad o autenticidad de los documentos sin entrar en su contenido. Por ejemplo, se describía a los eslavos como pueblos pacíficos y trabajadores sometidos al expolio de depredadores como los alemanes o los magiares.
Baar analiza qué preocupaba a estos historiadores. En primer lugar, constataban la existencia de un origen de ancestros grecorromanos o germánicos, que a menudo se esgrimía contra los grupos dominantes[25]. Luego contaban relatos sobre épocas doradas (la época husita en el caso de los checos, la pagana para los lituanos, la época de Dacia para los rumanos), tras la cual llegaba la caída, descrita como el inicio del feudalismo y de las conquistas dinásticas. El feudalismo había convertido a la nación en una clase subordinada. La democratización y la emancipación de los campesinos, puntos cruciales en los programas nacionalistas, suponían una vuelta a la época dorada. A veces, las conquistas dinásticas se consideraban una etapa en sí, la época moderna tras el fin del feudalismo, con los tres imperios dinásticos de Europa Oriental asentando su dominio. En el caso de los historiadores de los grupos dominantes (polacos, magiares, italianos), el tema principal eran las conquistas dinásticas.
Lo fundamental desde el punto de vista político era si las instituciones esenciales en la historia de la nación guardaban alguna relación con las instituciones del presente. Cuanto mayor era la subordinación de un grupo, menor era esa relación. Por lo tanto, se daba gran importancia a la lengua, la religión y la etnia, no para elaborar «tipos» de nacionalismo, sino para identificar a «la nación en su conjunto» como portadora de derechos políticos. Los distintos tipos de nacionalismo combinaban estos elementos. El nacionalismo «cívico» daba por sentado que existía una cultura dominante que no aparecía en los programas nacionalistas (sólo se describe por su etnia a las minorías, nunca a las mayorías [Kaufmann, 2004]). El «nacionalismo étnico» recurría a marcadores aparentemente «naturales» para dotar de visibilidad a las culturas subordinadas. Los nacionalistas mezclaban los marcadores para incluir, excluir y coordinar a las elites, lograr apoyos y legitimar sus exigencias políticas[26].
Existe un caso concreto de nacionalismo «subordinado» que hace hincapié en la religión, la lengua y la etnia en vez de en la alta cultura y las instituciones. Me refiero al nacionalismo judío. En Roma y Jerusalén (1862)[27], Moses Hess se inspiró en el auge y éxito del nacionalismo europeo (sobre todo en la reciente victoria de Italia sobre el Papado), entendido como fuente de antisemitismo. Hess hizo hincapié en la etnia, en la identidad racial[28] e incluso en la lengua (hebreo) y, aunque no fuera popular, primó el judaísmo como identidad colectiva sobre el judaísmo como religión[29]. Afirmaba que su nación era una entre muchas, pero también era única puesto que tenía una misión que cumplir en el mundo. Al final, como otros nacionalistas, Hess comparaba la realidad parcial e incoherente del presente con un pasado imaginario en el que los judíos eran un pueblo «pleno» que ocupaba su tierra natal, e imaginaba un futuro en esa patria reclamada. Los judíos no podrían sentirse en casa en países extranjeros hasta que fueran, como otros extranjeros, huéspedes respetados con un país propio. Al igual que a otros nacionalistas, a Hess le preocupaba una posible asimilación a la cultura dominante a través de la nación e ideó la noción del «judío que se odia a sí mismo», ese judío que niega que los judíos constituyan una nación. (Hess había trabajado íntimamente con Marx y Engels. El «judío que se odia a sí mismo» era el equivalente nacionalista al traidor de clase con su falsa conciencia de clase.)
El sionismo hubo de enfrentarse a un grupo radicalmente «incompleto», pues los judíos se habían visto obligados a ocupar nichos geográficos y ocupacionales fuera de su «patria». Los nacionalistas describían en sus discursos al antiguo Israel e insistieron, a través del movimiento de los kibbutzim, en la cooperación y la autosuficiencia. Era una forma de transformar a las comunidades judías en una sociedad «plena», en la nación que eran en tiempos bíblicos. En Hess, esta falta de plenitud radical da especial claridad a la lógica de la ideología nacionalista desde un punto de vista dual: el destino específico de la nación judía es parte de un proceso mundial de creación de naciones esencial para la humanidad. Acaba Roma y Jerusalén señalando la importancia de la historia como proceso mundial:
Cuando tras la catástrofe final de la vida orgánica aparecieron las razas históricas en el mundo, les fue asignado a los pueblos su posición y papel de forma simultánea. Así también tras la catástrofe final de la vida social, cuando el espíritu de las naciones históricas alcance su madurez, también nuestro pueblo, con el resto de nacionales históricas, asumirá simultáneamente su lugar en la historia (Hess, 1958, p. 89).
Las dinámicas del sionismo eran diferentes a las de otros casos, en los que la mayor parte de los miembros de la nación, en cuyo nombre hablaban los nacionalistas, vivían en la misma patria[30]. Hess es un buen ejemplo del «efecto dominó» del discurso nacionalista. A medida que los movimientos nacionalistas empezaron a obtener éxitos políticos (como en Italia entre 1859 y 1860), quienes abogaban por otras naciones imitaban sus discursos introduciendo las modificaciones necesarias.
Hess fue el mayor teórico del sionismo en el siglo XIX y Herzl su principal político. Herzl afirmaba que, de haber leído la obra de Hess, se hubiera ahorrado escribir El Estado judío. En opinión de Herzl no había que argumentar a favor de la nación judía, que ya era una realidad surgida del antisemitismo excluyente, y se dedicó a elaborar un programa político práctico.
La elaboración de diversas lenguas, culturas e historias nacionales a principios y mediados del siglo XIX podría considerarse la primera etapa de los movimientos nacionalistas descritos por Hroch. Pequeños grupos de intelectuales, religiosos y seculares, afirmaron que las naciones existían y reclamaron para ellas reconocimiento y respeto. Sin embargo, estas exigencias hallaron poco eco, y no había programas políticos ni movimientos nacionalistas (Hroch, 1985, 1996). La segunda etapa comenzó cuando se formaron pequeños movimientos políticos y, en la tercera, el nacionalismo se convirtió en un movimiento de masas[31]. Cuando el discurso nacionalista abandonó los argumentos empírico-normativos para crear el núcleo de una ideología pensada para movimientos políticos, desarrolló un carácter programático: el tercer elemento necesario para completar el principio de nacionalidad.
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