Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys
1797 tuvieron su dimensión política, aunque casi nunca manifestaran sus metas. Los United Britons y otras organizaciones pusieron en marcha el complot conocido como la Conspiración de Despard (1803): un plan para asesinar al rey y a miembros destacados del Gobierno (Conner, 2000; Jay, 2004; Wells, 1986, p. 221).
La Society of United Irishmen, que desempeñó un destacado papel en la rebelión de 1798, fue la asociación más importante de este tipo (Curtin, 1994; Madden, 1858). Fundada en Belfast en octubre de 1791, en principio no era un grupo revolucionario; sólo buscaba «una representación imparcial y adecuada de la nación irlandesa en el Parlamento». Como ya sabemos, uno de sus líderes, Wolfe Tone, perdió todo interés por los principios abstractos y afirmó que no pretendía la república sino la independencia de la nación irlandesa. Pero en 1796, Tone estaba decidido a recabar la ayuda de los franceses para fundar una república. En los relatos de la época se sugiere que, pese a la existencia de múltiples desacuerdos internos, otros miembros también tendieron gradualmente tanto al republicanismo como a la revolución a mediados de la década de 1790 (p. ej. O’Connor et al., 1798, p. 3). Algunos miembros de United Irishmen, como el padre de Robert Emmet, también se inspiraron en las repúblicas clásicas (O’Donoghue, 1902, p. 21). En 1795 United Irishmen se había convertido en una organización piramidal con muchas pequeñas sociedades locales formadas por grupos de doce personas de un mismo vecindario. Cinco sociedades locales constituían un comité de barones inferior, y los delegados de diez de esos comités formaban un comité de barones superior. Por encima de ellos había comités condales y provinciales, con un ejecutivo en el vértice. Se decía que había asimismo un Comité de Asesinatos, aunque siempre lo negaron con vehemencia (por ejemplo, Arthur OʼConnor et al., 1798, p. 8, afirma que la doctrina «se reprobaba frecuente y fervorosamente», aunque hasta esas afirmaciones se han puesto en duda; cfr. Lecky, 1913, IV, pp. 80-81). Invocando el paralelismo con la Revolución Gloriosa de 1688, cuando los revolucionarios ingleses habían pedido la ayuda de una república extranjera para librarse del despotismo, la Society of United Irishmen negoció con el Directorio francés por mediación de Lord Edward Fitzgerald, y, a principios de 1798, ya estaba listo el plan de insurrección. Todo acabó ese mismo año con el desembarco en Bantry Bay de tropas francesas que fueron derrotadas rápidamente. Otro intento de rebelión, liderado por Robert Emmet en 1803, acabó de igual forma (O’Donoghue, 1902, pp. 121-177).
Hubo una trama en la posguerra que aunó milenarismo y política radical. Fue obra del movimiento de reforma agraria asociado a Thomas Spence (Chase, 1988; McCalman, 1988; Poole, 2000), y también estuvo implicada una facción de la London Corresponding Society dirigida por Thomas Evans y asociada a los United Englishmen y a los United Britons, que exigía la nacionalización de la tierra y la administración de la agricultura por los municipios. La facción se acabó convirtiendo en la Society of Spencean Philantropists. Sus miembros urdieron la denominada «Conspiración de Cato Street» (1820) liderada por Arthur Thistlewood, que pensaba provocar un levantamiento general en Londres asesinando al gabinete ministerial al completo durante una cena (D. Johnson, 1974). El excéntrico John Nichols Tom, alias Conde Moses , alias Sir William Courtenay, protagonizó un levantamiento spenciano menos conocido. En 1838, Tom proclamó al modo profético que descendía del cielo y prometió «acabar para siempre con la capitación, los impuestos con los que se gravaba a los comerciantes, las clases productivas y el conocimiento», así como con la primogenitura, las prebendas y la esclavitud (A Canterbury Tale, 1888, p. 3). Condujo al desastre a un pequeño grupo, blandiendo estacas en las que habían clavado una rebanada de pan y procurando repartir comida, y tierras en un futuro, entre los pobres (Courtney, 1834; Rogers 1962). La campaña de destrozo de máquinas llevada a cabo por los denominados luditas carecía, en general, de organización, fue local y de naturaleza económica. Los luditas estuvieron muy activos entre 1811 y 1816 y también crearon organizaciones secretas en las que se juramentaban (cfr. Thomis, 1972). En 1820 hubo un breve levantamiento en Escocia a causa de la pobreza, en el que se invocaron una tradición republicana escocesa que hundía sus raíces en 1792, o incluso antes, y los sucesos recién acaecidos en España (Ellis y A’Ghobhainn, 1970). Las rebeliones campesinas eran bastante comunes y los insurgentes solían exigir una bajada del precio del pan (Peacock, 1965). El movimiento asociado al «Capitán Swing», que en 1830 se dedicó a la destrucción de equipo agrícola y a exigir el mantenimiento de los salarios en el campo, tampoco fue de naturaleza política o revolucionaria, aunque se decía que había republicanos entre sus filas y la Revolución francesa de ese año le dio un claro impulso (Hobsbawm y Rudé, 1973).
Tras la década de 1830, el movimiento sindical desarrolló estrategias mucho más militantes en forma de propuestas de huelga general, formuladas por primera vez por William Benbow (Prothero, 1974). Los aspectos más revolucionarios del agrarismo spenceano fueron retomados por algunos cartistas, sobre todo por George Julian Harney. Los cartistas también diseñaron algunos planes para insurrecciones violentas, entre ellos el de quemar Newcastle (Devyr, 1882, pp. 184-211), una trama para apoderarse de Dumbarton Castle, y su levantamiento más famoso, el de 1839, cuando se reunieron miles de cartistas en la pequeña ciudad galesa de Newport para intentar sacar de la cárcel a Henry Vincent; fueron derrotados rápidamente (The Chartist Riots at Newport, 1889; Jones, 1985). En 1848, el cartismo se volvió marcadamente internacionalista, con la fundación a mediados de la década de 1840 de los Demócratas Fraternos y de los Amigos Democráticos de Todas la Naciones, organizaciones que ligaban a los cartistas con diversos radicales europeos (Lattek, 1988, pp. 259-282). A finales de este periodo surgió asimismo el movimiento marxista revolucionario (Kendall, 1969, pp. 3-83).
DEL TIRANICIDIO AL TERRORISMO
El asesinato político y la violencia individual
Los historiadores no consiguen dar una definición consensuada de «terrorismo». Con la palabra «terrorista» se suele aludir a alguien que pelea por las libertades de los demás, recurriendo al uso (y a la amenaza) de la violencia sistemática, al margen de guerras declaradas, para lograr sus metas revolucionarias[6]. Pero, en general, se tiende a pensar que el terrorismo del siglo XX es de un tipo muy diferente al de los siglos anteriores en términos de métodos y de objetivos (algunas descripciones generales en Ford, 1985; Hyams, 1974; Parry, 1976; Paul, 1951 y Wilkinson, 1974). La mayoría de los movimientos del siglo XIX que promovían actos de violencia individual eran parte de movimientos revolucionarios o insurrecciones más amplias, que querían destronar a déspotas como el zar ruso o a usurpadores como Luis Napoleón. Su carácter antiimperialista –esencial en el siglo XX– no cobró excesiva importancia hasta finales del periodo con las notables excepciones de Irlanda y de la India (los movimientos revolucionarios de América Latina rara vez recurrieron a este tipo de táctica). No podemos entrar a considerar aquí el asesinato de adversarios políticos sancionado por el Estado, tan común como la tortura, que también cabe considerar «terrorismo». Tampoco analizaremos el terrorismo de Estado, a veces denominado «terrorismo policial» o «represivo», que constituye la otra cara del terrorismo «de agitación» o «revolucionario». El mejor ejemplo es el del Comité de Salud Pública de Robespierre en los años del «reinado del Terror» (1793-1794), en los que miles de personas (de 17.000 a 40.000) fueron ejecutadas, entre otros 1.158 nobles, aunque miles más murieron por enfermedad y abandono. Esta situación introdujo el vocablo «terrorismo» en el lenguaje político (primero lo usaron los jacobinos con connotaciones positivas y luego como término peyorativo, en torno a 1795) y se extendió luego su aplicación a otros regímenes, como el del dictador Francia en Paraguay (Robertson y Robertson, 1839). No tenemos espacio para hablar del funcionamiento «normal» de las autocracias, en las que miles perdían sus vidas a causa de la represión política (en la Rusia zarista, se podía azotar a las mujeres hasta la muerte con un látigo por «sedición»), ni del maltrato «normal» que se dispensaba a las poblaciones nativas. No podemos abordar aquí la idea de que el gobierno imperial era protototalitario porque institucionalizaba la brutalidad a escala masiva, mantenía aterrorizadas a poblaciones enteras –lo que evitaba tener que enviar tropas para controlarlas– e imponía penas draconianas a quien pronunciara críticas menores, pero «sediciosas», contra el gobierno. (Dicho lo cual, el «Código Negro» de la Francia de finales del siglo XVII, que aprobaba palizas, mutilaciones y torturas infligidas a prácticamente toda la población sometida, y las políticas