Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys
(Los terratenientes sureños habían ofrecido 100.000 dólares a quien lo matara dos años antes.) El duque de Wellington, en cambio, se negó a admitir que le asistiera el derecho a asesinar a Napoleón Bonaparte (Browne, 1888, p. 135). Las «guerras de liberación», que pretenden liberar a naciones o pueblos, tampoco pueden calificarse de «terroristas», pues están en la estela de la «guerra justa» (Dugard, 1989, pp. 77-98). Se ha señalado, asimismo, que la mayoría de las guerrillas se adhieren a las reglas básicas de la guerra y procuran que sus víctimas pertenezcan a las fuerzas armadas de sus enemigos.
Los principales problemas teóricos planteados por el auge de la táctica de la violencia individual como parte de las estrategias revolucionarias del siglo XIX (posteriormente modificadas y adaptadas en el siglo XX) son los siguientes:
1) La cuestión del alcance permitido o asesinato legítimo de tiranos vis à vis; en este caso el problema de la inocencia, de cuándo «matar» no es «delito», requiere una definición coherente de tiranía o despotismo. Si un zar (o Hitler o Stalin) pueden ser asesinados legítimamente (aunque todos gozaban de un amplio apoyo popular), ¿qué podría justificarlo?, ¿cuándo? Deberíamos recordar que ha habido dictaduras temporales selectivas en la mayoría de las sociedades, sobre todo en tiempos de guerra. De manera que «dictador» no es una categoría legítima que permita el tiranicidio, aunque el genocidio perpetrado por un dictador probablemente si justificaría su asesinato. (Como hemos comprobado, muchas naciones europeas estuvieron implicadas en políticas genocidas en aquella época. El asesinato de la reina Victoria a manos de un tasmano negro hubiera sido legítimo según esa lógica.) Surgen otras cuestiones: ¿el terrorismo permite el asesinato de civiles inocentes que, por ejemplo, sean familiares de los miembros del gobierno de un régimen despótico? ¿Permite a los nativos matar a familiares de los gobernantes en una colonia?[8]. La necesidad de defender la revolución justificaba la expansión del uso legítimo de la violencia de manera que, como afirmara Bronterre OʼBrian, «un alto porcentaje de las víctimas» del Terror de la Francia revolucionaria «merecía su suerte; de no haberlos destruido nosotros, hubieran asesinado hasta al último demócrata en Francia» (O’Brien, 1859, p. 9).
2) El contexto político en el que se utiliza el terrorismo cuando no existe una «tiranía»: ¿puede justificarse el «terrorismo» contra un gobierno democráticamente elegido? La «tiranía de la mayoría» puede asumir formas muy distintas y opresivas (étnica, religiosa). Todas estas distinciones son de la época que nos ocupa. Cuando fue asesinado el presidente Garfield en 1881 por alguien que se oponía al trato que los liberales dieron al Sur derrotado, el Comité Ejecutivo de Naródnaya Volia condenó el acto, afirmando que la voluntad del pueblo era ley en Estados Unidos y que el uso de la fuerza no estaba justificado (Jaszi y Lewis, 1957, p. 138). Sin embargo, el asesinato del presidente McKinley en 1901 fue de inspiración anarquista (Vizetelly, 1911, p. 251).
3) El tema de la naturaleza del método adoptado: la cuestión clave es la justificación de la violencia cuando existe un riesgo significativo de que se hiera a «inocentes». Más de ciento cincuenta personas resultaron heridas, por ejemplo, en las explosiones provocadas por Orsini en 1858. A menudo se recurría a más de un método a la vez. El éxito de la trama contra Alejandro II, asesinado el 1 de marzo de 1881, se debió al uso simultáneo de bombas, granadas y dagas. Aquí, una vez más, la cuestión clave es si, de justificarse el fin, se justifican los medios.
4) La justificación del atentado suicida: Holyoake dijo de Orsini que «quien se implica en un asesinato político no debería vacilar en sacrificarse a sí mismo» (Holyoake, 1893, II, p. 27).
5) El problema de la relación entre terrorismo, insurrección e internacionalismo sigue candente. Suscita la cuestión del alcance legítimo en el ejercicio de este tipo de violencia y está relacionado con el tema de los simpatizantes de una lucha y las víctimas reales de un régimen opresivo. La voluntad de luchar por el bien de otros, desde los franceses en Irlanda a Byron en Grecia, procedía de una idea de lealtad internacional y de devoción a principios que trascendían las fronteras locales y nacionales, dividían las lealtades y producían una identidad política fragmentada y contradictoria. Hubo muchos irlandeses luchando en ambos bandos de la Guerra Civil norteamericana. Convictos fugados ayudaron a los aborígenes australianos en su resistencia contra la violencia blanca. Algunos europeos apostaron explícitamente por los cipayos amotinados en la India en 1857-1858 (Forbes-Mitchell, 1893, pp. 278-285). Dos brigadas irlandesas y un cuerpo de irlando-americanos (junto a voluntarios italianos, escandinavos, rusos, alemanes, griegos, austríacos, búlgaros, franceses y holandeses) lucharon junto a los bóers en la Guerra de Sudáfrica (Conan-Doyle, 1900, p. 82; Davitt, 1902, pp. 300-336). (Se protegió de antemano a los prisioneros irlandeses de los cargos de traición cuando el Volksraad les concedió la ciudadanía.) Un nacionalista irlandés como Michael Davitt condenaba la «cobarde y poco cristiana» conducción inglesa de la guerra en Sudáfrica desde el punto de vista de los bóers (Davitt, 1902, pp. 579-590). Quienes consideraban prima facie ilegítimas todas las formas de imperialismo aplaudían, no condenaban, este cosmopolitismo (Claeys, 2010).
6) El tema de la glorificación de la violencia por la violencia misma, porque resulta «creativa» o porque se persigue algún fin psicológico que beneficia al perpetrador. Debemos pensar si existen vínculos entre lo destructivo y lo creativo y si ese «odio creativo», que Sorel despreciaba, al contrario que Jaurès (Sorel, 1969, p. 275), no es un oxímoron. Un asunto de fondo relacionado es el riesgo de egoísmo moral o de una suspensión religiosa o semiteológica de las normas morales (p. ej. un estado de gracia anómico o antinómico). A veces los anarquistas afirmaban que un individuo podía convertirse en «norma para sí mismo» (Vizetelly, 1911, p. 3), al modo de los adamitas y los anabaptistas del siglo XVI. Hubo precedentes de este tipo a principios de la época contemporánea; una bandera negra portada por irlandeses rebeldes en Wexford, en 1789, llevaba las siglas M.W.S., que algunos han interpretado como «asesinato sin pecado» (Murder Without Sin); con ella proclamaban que no constituía pecado matar a un protestante (Holt, 1838, I, p. 89). También este hecho se negó. La glorificación de la violencia por sus efectos psicológicos liberadores se retomaría en el siglo XX, sobre todo en el contexto de las guerras de Argelia, por parte del psiquiatra francés Frantz Fanon (Fanon, 1969; Perinbam, 1982). Existía un peligro evidente: que la legitimación de la tiranía provocara una sed de sangre que se autoperpetuara.
CONCLUSIÓN
Tras el colapso de la Unión Soviética en 1991, el ideal revolucionario secular identificado con «los principios de 1789» parecía haber seguido su curso, sólo para resurgir en un siglo en el que se plantearon nuevos retos a los regímenes autoritarios de todo el mundo. Sin embargo, la idea de la revolución sigue manchada por la promesa fallida de la necesidad histórica y por la acusación de totalitarismo implícito. Parece haberse hecho realidad la advertencia de Proudhon de que quienes están «fascinados con el cisma de Robespierre» serían «mañana los ortodoxos de la revolución» (Proudhon, 1923a, p. 127). Surgieron movimientos nacionalistas relacionados con la resistencia colonial y antiimperialista a lo largo y ancho del mundo. Pero lo que lograron fue, demasiado a menudo, estados-nación mal formados, corruptos y fracasados. Las identidades nacionales no siempre han logrado trascender o mitigar las enemistades étnicas, religiosas y tribales. Incluso en democracias relativamente maduras, exitosas en otros aspectos, las mujeres siguen sin poder votar y las minorías siguen siendo explotadas hasta el día de hoy. Actualmente se suele asociar al «radicalismo» básicamente a movimientos de extrema derecha, más que a la extensión del sufragio. Aunque en el presente el tema suscite poco entusiasmo entre la opinión pública, el republicanismo ha demostrado ser más exitoso a largo plazo, tras la extinción de algunas monarquías (desde principios o mitad del siglo XX) y la pérdida de las potestades constitucionales y de todo poder político real por parte de otras. Sin embargo, los debates sobre el «terrorismo» son tan encendidos hoy como a finales del siglo XIX y han absorbido gran parte de la controversia que una vez estuvo asociada a la revolución. A finales del siglo XIX cobraron impulso los movimientos antiimperialistas y anticoloniales, inspirados parcialmente en los ideales democráticos de las revoluciones europeas; llegarían a ser cruciales en la política mundial del siguiente siglo. Tras 1918, y aún más tras 1945, las ideas y movimientos mencionados se difundieron