Relatos de vida, conceptos de nación. Raúl Moreno Almendral

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al corpus revelará la inclusión de individuos de las tres. Evidentemente, las cronologías dependen de la historia política de cada espacio, las interrelaciones entre ellos y el grado de participación de cada individuo en los problemas de cada época. Por ello, cada uno de los capítulos correspondientes a los estudios de caso se iniciarán con una breve contextualización histórica, seguida de un estado de la cuestión historiográfico.

      El modelo teórico que aquí se maneja para analizar la historia de los lenguajes de nación durante el periodo se ha elaborado a partir de dos fuentes. Por un lado, del trabajo general de Joep Leerssen (2006) y de otros autores cuyas propuestas conceptuales presentan una superación de la dicotomía moderno/premoderno (como Fernández Sebastián, 1994; Wilson, 2003; Matos, 2002). Por otro lado, de la inducción comparativa a partir de los usos en la documentación del término «nación» y sus equivalentes (véase el sexto capítulo para una profundización de la comparación). De esta forma, conviene señalar que a lo largo de la obra se alternan dos modalidades diferentes de «concepto»: la primaria responde al sentido koseckelliano de concepto como un significante, al que acompañan sus distintos significados (Koselleck, 2002: 4-6). Sin embargo, una vez recolectada la evidencia, se intenta reconstruir los conceptos en tanto que «estructuras cognitivas» que no pueden disociarse completamente de intenciones y contextos de utilización (Skinner, 1969: 48-49).

      En este sentido, es importante partir de la consideración de que los regímenes semánticos no deben entenderse como marcos totalizantes que puedan etiquetar a sujetos e identificarse completamente con periodos específicos. Si en este trabajo nos hemos posicionado en contra de una práctica académica que conforma sus categorías de análisis de espaldas al mundo de categorías de práctica que analiza, encontrar una forma satisfactoria de imbricar ambos planos, o sea, dar cuenta de la complejidad sin verse atrapado en ella, no está exento de peligros.

      Dado que nuestra apuesta para lidiar con esta cuestión consiste en el estudio de los usos de la categoría «nación» y sus términos equivalentes y asociados, no puede extrañar que este criterio también se utilice a la hora de interpretar las continuidades y transformaciones conceptuales comunes a los cuatro casos. Y estas permiten a su vez formular, en diálogo con la historiografía citada, una serie de tipologías conceptuales que den cuenta de la problemática sobre la modernidad de las naciones que ha sido expuesta en este capítulo.

      De esta forma, en lo que concierne a la historia de la era de las revoluciones y a la transición que nos interesa explicar, distinguimos cinco conceptos de nación: el genético, el etnotípico no politizado, el etnotípico politizado, el liberal y el romántico.22 Huelga decir que estos dos últimos son los que darán lugar a las tradiciones nacionalistas que han sobrevivido hasta nuestros días. Aunque puedan coexistir sincrónicamente, se podría decir que unos tipos se construyen a partir de otros; no obstante, afirmar una linealidad causal en la evolución es problemático. Los dos primeros son claramente dieciochescos, el cuarto y el quinto pertenecen al mundo revolucionario y posrevolucionario, mientras que el tercero está en una posición intermedia. Además, hay algunos espacios semánticos de superposición entre ellos en los que se observan más variaciones y la aparición de otros significantes.

      Lo que hemos llamado concepto genético de nación, entendido en su acepción de «perteneciente o relativo a la génesis u origen de las cosas» (segunda acepción del Diccionario de la Real Academia Española), es uno de los más antiguos, desde luego claramente anterior al siglo XVIII. Los sujetos del corpus lo utilizan en sentido genealógico/natalicio. Es asistemático y usualmente carente de un conjunto de rasgos derivados del encuadramiento en esa entidad colectiva. Cuando el «lugar» es stricto sensu, puede acercarse a una de las ideas continentales de «patria» (así, podemos encontrar «Milán, mi patria» o «milanés de nación»). Una variante de esto, muy querida por las corrientes clasicistas, es la proyección recreada de las antiguas provincias romanas (Hispania, Britania, Galia, Germania, Italia) como una suerte de horizonte común de pertenencia en el que nación y patria se superponían. Parece que este uso estaba muy fijado para la era de las revoluciones, pues aún entrado el siglo XIX se pueden encontrar utilizaciones que bien podrían datarse de siglos antes.

      Cuando no se trata de un lugar específico (normalmente una ciudad), sino de una estirpe, el sujeto está pensando en una supuesta gens en su sentido más preciso (como en «era judío de nación» o «pertenecía a la nación de los sioux»). Es posible, y en el siglo XVIII se hacía con frecuencia, que esta idea acabe derivando en la de una nación como una gran tribu, un conjunto de personas con un supuesto antecesor común y con frecuencia racialmente diferenciadas de su entorno. Por ejemplo, la aristocracia francesa prerrevolucionaria concibiéndose como descendiente de los «francos» frente a la masa «gala» del Tercer Estado. En virtud de esto, el propio rey se proclamaba descendiente del linaje de Clodoveo pese a la práctica imposibilidad de una consanguinidad directa.

      De la sistematización y concretización de esta última acepción surgió lo que llamamos el concepto «etnotípico no politizado». El papel de la Ilustración aquí fue clave. La idea de una filiación común persiste, pero el vínculo fundamental es la existencia de un «carácter nacional» atribuible a la nación en su conjunto. Con frecuencia estos caracteres son objeto de investigación u «observación científica» y, por lo tanto, potencialmente racionalizables. Como el genético, el etnotípico no politizado abunda en usos exonímicos, o sea, que el hablante está categorizando grupos «desde fuera», distintos del suyo. El concepto etnotípico introduce un factor de «agencia» (los rasgos e inclinaciones del agregado de los miembros de la nación), si bien no necesariamente dependiente de la existencia de un individuo «moderno» dotado de voluntad y personalidad diferenciadas.

      El concepto etnotípico politizado surge de la intersección de los caracteres nacionales con una idea de Estado y monarquía procedente de la continua recreación del republicanismo clásico y de la teoría política medieval. Esta última alimentaba una idea de comunidad política formada por el cuerpo de los vasallos, que en puridad es jurídicamente independiente del rey, pero está funcionalmente anclado a la figura del monarca. Tal conjunto conformaría una suerte de corporación de todas las corporaciones del reino.

      Cuando la nación entendida como «espíritu público», usualmente asociada a un Estado monárquico, se superpone con la soberanía popular, surge el concepto de nación propio del primer liberalismo. La nación es ahora un cuerpo de ciudadanos con derechos y deberes dotado de una «voluntad general», expresada a través de un sistema representativo y teóricamente depositario de la decisión última sobre los «asuntos públicos» (principio de soberanía nacional). Frente a esto, la nación romántica convierte al carácter nacional en un espíritu metafísico que atraviesa personas y territorios, alcanzando un estatuto de entidad y diferenciación esencial particular y genuino. Sabemos que, a medida que avance el siglo XIX, el liberalismo conservador disolverá el contenido democrático del primer nacionalismo liberal y por lo tanto empezará a desarrollarse una nación liberal «moderada» (por ejemplo, como la descrita para España en Garrido Muro, 2013, y Gómez Ochoa, 2019). De esta manera, la defensa de la nación como un sujeto independiente y propietario del Estado comenzará a expresarse de una manera mucho más restringida en términos de participación política, acercándose en la práctica a esas formas etnotípicas politizadas que los reaccionarios esgrimían ante los revolucionarios. Sin embargo, dar cuenta de los orígenes del enfrentamiento entre conservadores y demócratas durante el resto del siglo XIX queda fuera de este estudio. Por lo tanto, el «concepto liberal» de nación aquí utilizado será de forma primaria y, salvo indicación contraria, el correspondiente a su inicial desarrollo revolucionario.

      1 A lo largo del desarrollo del debate clásico, la clasificación cuatripartita de Anthony Smith (modernismo, etnosimbolismo, perennialismo y primordialismo) ha tenido un enorme éxito. De entre las muchas obras de este autor, un resumen propio puede encontrarse en Smith (2009). Es también imprescindible la síntesis de Özkirimli (2017), donde se tratan los principales tipos de modernismo, desde las versiones más asociadas a las teorías de la modernización, como la de Gellner (2008), hasta las más independientes de esos modelos, como Anderson (1983). Un problema de este tipo de obras es


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