Relatos de vida, conceptos de nación. Raúl Moreno Almendral
la estructura interna de las memorias autobiográficas se relaciona con factores contextuales y sociales, pero esa relación no es ni mecánica ni proporcional. Así, alguno de estos estudios sugiere que los periodos vitales autobiográficamente definidos se ven más afectados por los grandes acontecimientos públicos cuando estos últimos «producen un cambio marcado y duradero en la estructura de la vida diaria» (Brown et al., 2012).
Entre las diferentes posibilidades de gestionar las historias de vida y su temporalidad, la organización de la experiencia a través de categorías nacionalizadas no puede llevarnos a tomar el atajo de hablar simplemente de «memorias nacionales». De nuevo, los peligros de reificación y nacionalismo metodológico aparecen y en algún caso, como en Nora (1993), se consuman.
Con todo, las nociones más o menos implícitas de experiencia y memoria no son algo nuevo en la reflexión intelectual sobre los fenómenos nacionales; están presentes en el «riche legs de souvenirs» de Renan (1991: 41), la «imagined community» de Benedict Anderson (1983) y los «ethnosymbolic resources of the nation» de Anthony Smith (2009), entre los cuales se halla la necesidad de unas memorias colectivas preexistentes a la nación. Incluso dentro de las posiciones clásicas del modernismo, la memoria desempeña un papel importante en cómo las élites políticas moldean el proceso de construcción nacional, puesto que estas constituirían los agentes que articulan esa memoria nacional (Fentress y Wickham, 1992: 127-137). Sin embargo, la aplicación sistemática de estas intuiciones en estrategias metodológicas específicas está aún por hacer.
Teniendo en cuenta lo anterior, de una manera u otra, las naciones serían «comunidades de recuerdo» (Erinnerungsgemeinchaften), construidas sobre «comunidades de identificación» previas, que provienen a su vez de «comunidades de experiencia» (Fulbrook, 2014: 73-83). Así, de acuerdo con lo expuesto, los vínculos entre las personas que permiten la existencia de estas «comunidades» proceden precisamente de la intersección de identidad nacional, experiencia de interacciones y memorias de esa conexión entre mundo individual y colectividad. De ello surge una «sensación de familiaridad» (Familienähnlichkeit) basada en el pasado, la cual orienta las diferentes conciencias y comportamientos en el presente, y los aproxima o separa para interacciones futuras (Bernecker, 2008: 92-93).
Nótese que el asunto importante aquí es la percepción de una estructuración lingüística de conexiones compartidas a lo largo de un tiempo –sean «alemán», «el pueblo estadounidense» o «la nación francesa»–. No lo son tanto los contenidos o temas, usualmente compuestos de mitos y estereotipos, que se utilizan para dar cuerpo a las ideas particulares de nación –«para ser verdaderamente alemán hay que hablar alemán como lengua materna», «los auténticos estadounidenses (o más bien, se diría, Americans) son gente amante de la libertad y hecha a sí misma», «ser un patriota francés implica ser laicista y republicano», etc.–. Esta dualidad entre la continuidad de las categorías y la diversidad en sus significados, entre el presente y las categorías que se utilizan para entender el pasado, es clave para entender tanto la flexibilidad como el carácter conflictivo de la nación (Hutchinson, 2005). Conviene recordar, no obstante, que los rasgos básicos de este proceso se dan también en otras «comunidades imaginadas» diferentes de la nación, como puedan ser «mujeres», «proletarios» o «afroamericanos». La única diferencia es la identidad empleada en cada caso, sea género, clase o raza.
El primer momento clave en un proceso de construcción nacional es precisamente el punto en que un número suficiente de individuos comienzan a usar la nación como categoría efectiva para sus interacciones, y por lo tanto esta empieza a ser «real en sus consecuencias» a nivel macro. Este momento crítico de la nacionalización de las categorías que utilizamos para codificar la experiencia es muy difícil de concretar empíricamente. Aunque vemos sus efectos y podemos reconstruir una cierta cronología, los sentidos de la causalidad y las vicisitudes internas no están claros. Tener en cuenta los sesgos implícitos de la «búsqueda del origen» (con su trasfondo teleológico) y que los inicios no determinan la evolución no es óbice para reconocer que los primeros momentos son importantes.
Una vez que el proceso ha comenzado, es el estudio de su supervivencia, reproducción y/o expansión a un nivel microhistórico y «desde abajo» lo que nos permite entender cómo funciona realmente. Si esto es posible, deberá pasar necesariamente por el pilar fenomenológico básico y común a la identidad, la experiencia y la memoria. Como ya hemos mencionado, los tres elementos operan conjuntamente a través de narrativas, elaboradas por los individuos desde el presente y dirigidas a ellos mismos y a aquellos con los que interaccionan, sea este contacto real o potencial (véase King, 2000).
LOS RELATOS DE VIDA COMO FUENTES
La narración, especialmente en su forma más estructurada de relato, es la forma por la que podemos acceder a la identidad de los individuos de una manera empírica. Por supuesto, no todos los sujetos producen «narrativas» ajustadas a cánones literarios. Muchos relatos personales no tienen estructura coherente, utilizan registros lingüísticos no estandarizados y en algunos casos no superan la mera acumulación de anécdotas o comentarios; sin embargo, aun así, resultan útiles como fuentes para el historiador de las identidades.
En la actualidad disponemos de metodologías cualitativas basadas en cómo hablan y qué dicen las personas cuando cuentan o escriben sobre sus vidas o sobre el mundo que han vivido (Plummer, 2001; Bertaux, 2010; Pujadas Muñoz, 1992).13 Como alternativa, las inferencias indirectas pueden ser válidas en algunos contextos (Van Ginderachter y Beyen, 2012: 10). Apelar al inconsciente o derogar lo que el sujeto dice porque «está mintiendo» o «en realidad quiere decir otra cosa» puede no ser siempre incorrecto, pero desde luego nos puede conducir a un peligroso vórtice de especulación o capciosidad.
Es cierto que algunas tradiciones de la teoría literaria no son precisamente optimistas acerca de la calificación de las narrativas personales como fuentes para la investigación histórica. La «muerte del autor» y la noción de «discurso independiente», sintonizadas con el deconstructivismo, posestructuralismo y posmodernismo, contrastan con la ingenuidad neopositivista de algunos historiadores al lidiar con estos relatos.14 Ciertamente, los historiadores de las identidades –y, en realidad, los de todo lo demás– deberían dedicarse a otro asunto si aceptan que no existe ninguna conexión entre los seres humanos y sus producciones escritas.
Contrariamente a esto, hay todo un espectro de trabajos (Marcus, 1994; Eakin, 2008; Maftei, 2013; Maynes, Pierce y Laslett, 2008; Durán López, 2002; Smith y Watson, 2010: 38-42; Rich, 2014) que, incluso criticando el «pacto autobiográfico» de Lejeune, defensor del carácter íntimo y verdadero de la auténtica autobiografía, aceptan y promueven la utilización de estas fuentes para el estudio de las identidades y sus contextos. La escritura autobiográfica es siempre la de un «yo desdoblado» que genera una «experiencia narrativa equívoca», en la que el lector no accede a quien la escribió, sino a lo evocado desde su propio «yo». Sin embargo, esto no impide que haya marcas de intencionalidad y performatividad que permanezcan, ni tampoco que la desconexión entre el contexto y el acto lingüístico sea total (Pozuelo Yvancos, 2006; cf. también el monográfico de Loureiro, 1991).
Visto en perspectiva, la utilización de historias de vida, escritas u orales, para el estudio de las naciones y el nacionalismo no es una idea nueva, especialmente cuando la nación –y sobre todo el nacionalismo– aparece en un contexto más amplio. Es el caso de la escuela sociológica polaca de Florian Znaniecki, autor, junto al estadounidense William Thomas, de The Polish Peasant in Europe and America. Esta obra, publicada entre 1918 y 1920, fue pionera en el estudio de la identidad de los migrantes a través de, entre otras cosas, su correspondencia.
En el ámbito de los estudios sobre nacionalismo ha habido algunas utilizaciones en combinación con otras fuentes y alguna incursión esporádica específica,15 pero la concretización en estudios monográficos ha venido más bien del campo de los estudios literarios.16 La mayoría de estas obras privilegian el siglo XX, se mantienen en un único contexto político, estudian un número reducido de relatos (normalmente no más de diez) y se interesan más por cómo la preocupación nacional moldea las producciones literarias –gran parte de sus sujetos son literatos