Relatos de vida, conceptos de nación. Raúl Moreno Almendral

Relatos de vida, conceptos de nación - Raúl Moreno Almendral


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cara diferente de este debate lo proporciona la polémica entre Joep Leerssen y Caspar Hirschi a tenor de una monografía de este último. Hirschi (2012: 47) afirma la existencia de nacionalismo (alemán) en la Baja Edad Media y el Renacimiento, derivado de la gestión intelectual de la descomposición política del Imperio romano y sus remedos en el ámbito del Sacro Imperio. Para él, una nación es una «abstract community formed by a multipolar and equal relationship to other communities of the same category (i.e. other nations) from which it separates itself by claiming singular qualities, a distinct territory, political and cultural independence and an exclusive honour».

      Este autor argumenta que la intensa presencia en la documentación en alemán de los términos «nación», «nacional» y «amor a la patria» constituye la prueba del nacionalismo de sus autores. Hirschi define el nacionalismo como «the discourse that creates and preserves the nation as an autonomous value, “autonomous” meaning not subordinate (but neither necessarily superior) to any other community». Leerssen (2014a) critica esta posición y señala que Hirschi cae en un anacronismo retrospectivo, definiciones demasiado amplias y una interpretación sesgada de las fuentes, además de una escasa preocupación por todas las transformaciones posteriores y una confusión entre «tradición» y «recuperación».4

      La propuesta de Leerssen coincide con Hirschi, Gorski y otros críticos del modernismo en que los procesos que dieron lugar al nacionalismo no comienzan abruptamente con la modernización política y económica de las revoluciones liberales y el industrialismo. Sin embargo, para este autor no todo discurso de exaltación o fidelidad a la nación es nacionalismo. En la línea de un etnosimbolismo matizado, Leerssen (2006: 25-81) defiende que el nacionalismo es un fenómeno propio del mundo contemporáneo, pero que se alimenta de representaciones colectivas y materiales identitarios previos, que él llama «source traditions». A través de los instrumentos de la historia cultural y los estudios literarios, en especial de la imagología (cf. Leerssen, 2007), distingue entre «pensamiento nacional» y «nacionalismo». Lo primero sería condición para lo segundo, no una manifestación inequívoca.

      La base del «pensamiento nacional» está en la tendencia de los sujetos a imaginarse las colectividades a partir del contraste, de las diferencias con un «otro», con independencia de la existencia efectiva o coherencia real que tenga esa comunidad imaginada. Durante la Edad Moderna y de forma paralela a la expansión del Estado monárquico europeo, aparecen sistematizaciones de etnotipos, ya existentes de forma más o menos aislada en la Edad Media e incluso el mundo antiguo.5

      La taxonomía de inspiración aristotélica evoluciona hacia una mayor densificación y complejidad de los «rasgos colectivos» de los diferentes «pueblos», «razas» o «naciones» que componen la humanidad. Así, las características que darían sentido a estas divisiones comienzan a llamarse también «caracteres nacionales». Al principio se referían al aspecto y al comportamiento, pero después se ampliaron hacia una suerte de «psicología o temperamento de los grupos», que algunos filósofos como Montesquieu vinculaban con el clima y la configuración institucional. Incluso se llegó a generar un auténtico debate intelectual sobre la relación entre los caracteres nacionales y la modernidad de las sociedades, tanto en un eje Norte/Sur dentro de Europa como Europa/resto del mundo.

      La Ilustración supone la culminación de todo este proceso de ordenación y clasificación de la diversidad humana en naciones, que en Europa occidental tendían a asociarse a los Estados existentes. Este fue el primer momento en el que se superpuso comunidad política y comunidad nacional. No obstante, Leerssen (1986: 346) señala que los parámetros en los que esto se produjo responden más bien a una interpretación contemporánea del republicanismo clásico y el tribalismo primitivo. Según él, este patriotismo no es nacionalismo (por mucho que invoque una nación diferente al significado original de natio), sino una forma de «filantropía política» (amor patriae, virtus, defensa del bien público o res publica, etc.).6

      El nacionalismo surgió cuando este pensamiento nacional preexistente se vio sometido a la presión de las revoluciones liberales y la expansión napoleónica. Para este autor, fue entonces cuando convergieron en una misma ideología política tres elementos: a) la soberanía popular, sobre todo en su definición rousseauniana; b) la territorialización modular de la cultura, por la que las fronteras estatales se ven también como las demarcaciones naturales y primordiales de diferenciación cultural, y c) el historicismo trascendental, que convierte los etnotipos nacionales disponibles en comunidades radicalmente discretas de esencias íntimas, precipitados de tradiciones históricas conformadas de abajo arriba (Leerssen, 2014b: 38; 2006: 71-136).

      Aunque se podría decir que los tres elementos ya habían sido formulados previamente por pensadores ilustrados, para Leerssen (2013: 427) fueron algunos románticos, concretamente nacionalistas alemanes, los que, en respuesta a la invasión napoleónica, llevaron a cabo la transformación del patriotismo ilustrado al nuevo nacionalismo, de la nación como una mera colectividad de rasgos singulares o méritos alabables a la nación como esencia trascendental dotada de un «alma» o «espíritu».7

      Desde la consolidación del modernismo clásico alrededor de los años ochenta, este debate sigue vivo y ha quedado configurado como una referencia común a todos los estudios sobre nación y nacionalismo. Cada especialista lo aplicaba a los casos sobre los que trabajaba, pudiendo incluso hacer aportaciones a las teorías generales desde el conocimiento local. Todas las historiografías sobre la construcción nacional del periodo que aquí consideramos están de una u otra manera influidas por él. Sin embargo, en los últimos años nuevos intereses han desplazado de la centralidad este debate y han abogado por algunos cambios de enfoque y unas alternativas metodológicas que, indirectamente, podrían permitirle salir del punto muerto en el que se halla.

      Los cambios han venido del campo de los estudios sobre la identidad y sus conflictos. La renovación se ha fundamentado en enfoques tanto cualitativos como cuantitativos. Las investigaciones demoscópicas y el análisis cuantitativo a partir de estadísticas o discursos, el mapeo cognitivo e incluso los experimentos sociales se han asentado como opciones disponibles (Abdelal et al., 2009). Estas metodologías permiten la recolección y el procesamiento de cantidades enormes de datos y han alcanzado altos niveles de sofisticación, pero sus practicantes tienden a dar por hecho que su objeto de estudio puede formalizarse y que, de alguna manera, pueden controlar todas las variables significativas de acuerdo con su propio sistema.

      Por la parte de los aparentemente menos ambiciosos enfoques cualitativos, también pueden encontrarse progresos. Basándose en la antropología, la sociología y la psicología, las entrevistas, los grupos de discusión y la observación etnográfica se están empleando con buenos resultados, pero son de escasa utilidad para historiadores cuyo periodo y objeto de estudio están más allá de las generaciones que les son contemporáneas.8 Por lo tanto, para el estudio de esos pasados más lejanos será necesario el desarrollo de vías alternativas.

      Cualquiera que sea el enfoque, la situación actual parte de la consolidación de dos innovaciones teóricas. Llamaremos a la primera «giro de la acción» y la segunda, «giro cognitivista» o «cognitivo». Ninguna de ellas puede entenderse de forma ajena a los cambios intelectuales más generales ocurridos en la historia del pensamiento durante las últimas décadas (cf. Gunn, 2011).

      El «giro de la acción» tiene varios orígenes, pero fundamentalmente procede de la voluntad de algunos autores marxistas, como E. P. Thompson, y algunos académicos ligados a las nuevas historias política y sociocultural, de devolver al primer plano a los sujetos históricos como entes dotados de «agency» o capacidad para actuar. Aunque originalmente esta idea se orientó más hacia la historia social de las clases «populares» (Breuilly, 2012), al final acabó significando el retorno a la habilidad de los individuos para actuar significativamente dentro de estructuras, e incluso de transformarlas a través de sus interacciones. De esta forma, las rutinas, la vida privada o el ámbito doméstico de los sujetos se convirtieron en un objeto de estudio y abrieron un espacio para la recepción y reproducción de las ideas nacionales diferente a la tradicional esfera


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