Relatos de vida, conceptos de nación. Raúl Moreno Almendral
de «nacionalismo personal» (Cohen, 1996), «nacionalismo cotidiano» (Fox y Miller-Idriss, 2008; Goode y Stroup, 2015), «experiencias de nación» (Archilés, 2007 y 2013) y «nación desde abajo» (Molina Aparicio, 2013).9 Sería justo decir que al final el interés por las dimensiones «populares» y «ordinarias» de los procesos de construcción nacional ha evolucionado hacia una idea más amplia de «exploración de la experiencia concreta», lo cual tiene importantes implicaciones teóricas y metodológicas para el propio concepto de construcción nacional (Van Ginderachter y Beyen, 2012: 10).
Por su parte, el «giro cognitivista» se imbrica fundamentalmente en las tradiciones del análisis lingüístico, la filosofía posmoderna y secciones de la llamada «teoría crítica».10 Esencialmente, consiste en tratar el discurso y los marcos conceptuales no como medios neutrales de transmisión, sino como factores que moldean la realidad e incluso pueden crearla a través de su poder performativo. Por lo tanto, no pueden ser presupuestos, sino objetos de la investigación. En este ámbito destacan dos autores. La visión de Craig Calhoun (1997 y 2007) del nacionalismo como una «formación discursiva», «not just a doctrine, but a more basic way of talking, thinking, and acting», ha ayudado a construir la idea de que las naciones no son nada fuera de las mentes y prácticas de la gente que las encarna.
El trabajo más general de Rogers Brubaker sobre los grupos y la categorización es esencial para una crítica profunda del nacionalismo metodológico y el esencialismo implícito en la academia. Para este autor, el científico social debería ser más consciente de su posible «grupismo», que él define como «to take discrete, bounded groups as basic constituents of social life, chief protagonists of social conflicts, and fundamental units of social analysis» (Brubaker, 2004: 8). Haciendo esto, el investigador está confundiendo las «categorías de práctica» con las «categorías de análisis». Dicho de otra manera, en lugar de descomponer realmente el relato está siendo fagocitado por él.
Teniendo en cuenta todo esto, se puede decir que el desarrollo de un abordaje que dé cuenta de cómo la nación se presenta en las vidas de las personas y cómo sirve de categoría significativa para la comprensión y organización del mundo es ahora más posible que nunca. Para llevar a cabo ese «enfoque personal» de la construcción de naciones, parafraseando una expresión de Anthony Cohen, proponemos una reflexión analítico-conceptual centrada en las categorías de «identidad», «experiencia» y «memoria».
A pesar de no ser una posición unánime (Malešević, 2013: 155-179; Brubaker y Cooper, 2000), sostenemos que «identidad» es una categoría útil para el análisis de fenómenos colectivos, incluyendo los nacionales. Es cierto que también es una categoría de práctica y que «presenta una carga teórica multivalente e incluso contradictoria», lo cual le ha valido una cierta censura. Sin embargo, las alternativas propuestas en Brubaker y Cooper (2000: 5-8) –identificación y categorización, autocomprensión (self-understanding) y localización social, comunidad (commonality), colectividad y grupalidad (groupness)– parecen más explicaciones parciales internas que sustitutos completos que puedan tener éxito.
Este problema ocurre porque «identidad» incluye fenómenos diferenciados que ocurren a la vez, creando un único macrofenómeno, pero que deben ser entendidos en su carácter compuesto y múltiple a la par que interrelacionado. Como escribe Richard Jenkins (2014: 1-16) en su defensa del concepto, «saber quién es quién» incluye procesos tanto individuales («¿quién soy yo?») como colectivos («¿quiénes son ellos?», «quiénes somos nosotros»?); procesos cuyos resultados alimentan recíprocamente su propia reproducción. «Identidad» implica unos paralelismos múltiples de conjunciones entre dimensiones personales e intersubjetivas, estabilidad y dinamismo, pasado y presente, cooperación y conflicto, inclusión y exclusión.
Por supuesto, un fenómeno tan complejo tenía necesariamente que resistirse a una conceptualización clara y rápida. No obstante, cuando uno investiga el mundo social, obviamente formado por seres humanos, las simplificaciones conceptuales no resultan tan exentas de costo como hacer lo propio con expresiones matemáticas. La mayoría de las veces, la mejor opción no es el rechazo de la complejidad, sino intentar encararla tal y como se presenta. Así, para numerosos autores (Jenkins, 2014; Lawler, 2014; Grimson, 2010; McCrone y Bechhofer, 2015) «identidad» sigue siendo un concepto válido para llevar a cabo esto, pese a admitir que no siempre se maneja adecuadamente, dado su claro atractivo de «sentido común».
Aquí proponemos llamar «identidad» al conjunto de instrumentos culturales que los individuos tienen para y desarrollan en sus interacciones sociales. Aunque íntimamente relacionadas, «identidad» no es ni «cultura» ni «ideología». Ciertamente, la identidad necesita de marcos intelectuales, repertorios simbólicos e instituciones materiales y no materiales. No obstante, se refiere específicamente a cómo los individuos usan todo ello para presentarse a sí mismos y categorizar a los demás, creando un sentimiento de pertenencia como subproducto (Grimson, 2010). Por la parte de la ideología, es cierto que las identidades requieren una «visión del mundo», pero siempre como una precondición para una «visión en el mundo», donde el sujeto no es un punto de vista invisible o una voz moral que afirma cómo deberían ser las cosas, sino una pieza intrínseca y autoconsciente que filtra significados, posiciones e intenciones.
La principal herramienta identitaria son las categorías colectivas puesto que, dada la naturaleza intrínsecamente social de la interacción, el mundo humano siempre estará compuesto por grupos (Jenkins, 2014: 104-119). Huelga decir que, aunque con frecuencia estos grupos se perciben como naturales y estables, en realidad son dinámicos, conflictivos y a menudo se superponen y/o entran en contradicción debido a que los sujetos proyectan en los otros supuestos miembros del grupo sus propias expectativas. El mapa cognitivo de cada individuo, así como su utilización, cambian a través de las interacciones sociales y durante estas. La entropía es continua por el simple hecho de que cada «yo» que opera en el mundo social lleva a cabo sus propios procesos de creación simbólica de fronteras y definición dialéctica de contenidos para unas mismas categorías grupales (cf. Cohen, 2015; Bakhtin, 1981).
Evidentemente, las naciones pueden ser uno de estos grupos. Es importante insistir en que, como categorías de práctica, su naturaleza es discursiva y su elemento decisivo es (inter)subjetivo (Seton-Watson, 1977: 5; Ting, 2008). En términos de definición de trabajo podemos afirmar que los grupos nacionales se suelen entender actualmente como una combinación específica de tres factores: población, territorio e historia. En otras palabras, la imaginación nacional combina a) una demarcación espacial, b) una supuesta trayectoria colectiva y c) un conjunto de otredades estereotipadas acompañadas de la creencia moral en unos lazos de cohesión interna entre los miembros de ese colectivo.
La naturaleza de estos vínculos rara vez se discute explícitamente. Siempre se dejan grandes espacios a la ambigüedad, pero hay una tendencia clara hacia la naturalización, o sea, la presentación de sus referentes como algo real, objetivo y natural (Özkirimli, 2017: 208-209; Calhoun, 1997: 4-5). Sin embargo, sin la voluntad explícita de la afirmación como «nación», estos criterios no consiguen diferenciar completamente una nación de una etnia o cualquier otra imaginación grupal asociada a un territorio.
La identidad nacional sería aquel tipo de «yoidad» o selfhood basada en una cosmovisión nacionalizada. Al contrario que las naciones, es empíricamente estudiable a través de los individuos y sus interacciones. El nacionalismo, por su parte, consistiría en la agenda política más o menos explícita que surge cuando la nación se convierte en un eje fundamental en la vida de las personas, tan importante que incluso merecería la pena morir y/o matar por ella. No solo conceptualiza el despligue de su mundo, sino que orienta significativamente su acción de una manera proactiva y expansiva. Es en este caso cuando hablamos de «nacionalistas» y también por ello que, dado el cambio desde una mera percepción personal hacia un programa de acción estructurada, también decimos que el nacionalismo es una ideología.11 El nacionalismo no es una cultura política, sino una actitud hacia las consecuencias políticas de la forma de imaginar grupos nacionales que puede interseccionarse con cualquier cultura política contemporánea.
Por supuesto, la maleabilidad conceptual, sin estudios empíricos