Relatos de vida, conceptos de nación. Raúl Moreno Almendral
through which human actors articulate their actions and beliefs». Este autor argumenta que «there is little empirical evidence to attest the existence of national identity either before or after modernity». Además, propone «solidaridad», «organización social» e «ideología nacional» en lugar de «identidad nacional». Esta última le resulta una «monstruosidad conceptual», atribuyéndole confusión lingüística y reificación. Para este sociólogo, «the fact that more individuals believe in the existence of something does not make it any more real than when this belief was shared by a very small minority».
Por intuitiva que parezca la propuesta de Malešević y dejando a un lado la continua confusión entre nación y Estado-nación en la que cae, su utilidad analítica es bastante dudosa. Como muy bien definieron otros dos colegas sociólogos hace poco menos de un siglo, «if men define situations as real, they are real in their consequences» (Thomas y Thomas, 1928: 572). Si descartamos asunciones normativas en virtud de las cuales un «experto» le explica a los demás si tienen razón o no en creer lo que creen, entonces deberíamos admitir que, si millones de personas piensan en una nación como real, y se comportan en consecuencia, la situación es completamente diferente a si la nación es imaginada por miles, cientos o apenas un puñado de individuos. Lo relevante está en lo que ocurre a partir de y a través de la creencia, con independencia de si las bases son reales o no.
Por otra parte, la utilización del término «identidad nacional» no implica necesariamente aceptar su carácter de «dado, normal y aproblemático», mientras que centrarse en «las organizaciones sociales y los discursos ideológicos que transforman las microsolidaridades en identidades nacionales “virtuosas”» no es ninguna vacuna contra la reificación y la confusión lingüística, pues estos problemas pueden surgir igualmente, pero ahora a partir de esos nuevos conceptos (Malešević, 2013: 175).
En este trabajo argumentamos que la ideología puede formar parte de la identidad de cada uno, pero que su equiparación o la sustitución de una por la otra no es buena opción. También partimos del supuesto, esbozado anteriormente, de que las instituciones y los discursos no tienen capacidad de acción o estatus ontológico autónomo, sino que dependen de los seres humanos que los producen y los utilizan. De esta manera, consideramos que debería ser el individuo, y no las organizaciones o los discursos, lo que debería entenderse por unidad básica en los procesos de construcción nacional.12 Esto no impide que los elementos anteriores puedan proporcionar datos sobre el funcionamiento de los nacionalismos y las identidades nacionales, pero si los separamos de los agentes reales, esto es, personas de carne y hueso, entonces acabaremos cayendo en una trampa esencialista.
Es cierto que aplicar el aserto anterior puede llevar a un peligroso individualismo metodológico si se toma una idea estable y monolítica de «individuo» y se asume un vínculo automático entre el mundo de categorías y significados de cada persona y su despliegue y desarrollo en los fenómenos sociales en los que esta participa. Es evidente que los individuos presentan cierta continuidad y unidad en términos biológicos (aunque alguien podría preguntarse si la paradoja de Teseo o paradoja del reemplazo no podría aplicarse también a sus células). Como categoría de análisis, empero, «individuo» debe ser abordado críticamente como un ente profundamente histórico de acción y conciencia, con frecuencia contradictorio.
Igualmente, poner el foco en esos «mundos personales» en relación no puede ocultar que la interacción es siempre asimétrica. Nunca se realiza con independencia de factores preexistentes e incontrolados por el individuo. Así, se puede decir que hay tantas ideas de nación como personas nacionalizadas, pero es cuando los individuos interaccionan cuando se pone de manifiesto la compatibilidad entre ellas y surgen los consensos y disensos sobre la colectividad. A veces se producen reajustes; otras, imposiciones. Por muy exitosas que sean, las interacciones nacionalizadoras nunca alcanzan la homogeneidad ni la ubicuidad. Los resultados no se separan nunca del proceso que los produce porque este nunca termina (salvo con la desaparición de la nación).
Los modelos que contemplen la identidad nacional como «algo que se tiene», una especie de jarrón que puede estar muy lleno (nacionalización exitosa/intensa), poco lleno (débil nacionalización) o vacío (nacionalización fracasada), no dejan de caer en una reificación en su sentido etimológicamente más puro. Convierten en «cosas» realidades que son procesos de continua actualización y redefinición cuya existencia se demuestra por el mero hecho de acontecer y su intensidad no tiene por qué ser inversamente proporcional a sus conflictos y tensiones internas (véase el capítulo dedicado al caso español para la formulación de la tesis de la débil nacionalización).
Si aceptamos todo lo anterior y concluimos que, de acuerdo con los mencionados «giro de la acción» y «giro cognitivista», el objetivo debería ser estudiar cuándo y cómo la nación juega un papel en esos «yoes en el mundo», entonces las experiencias vitales y su permanencia en el tiempo a través de la memoria parecen realidades más susceptibles de una verificación y abordaje empíricos. Sin embargo, veremos que tanto la experiencia como la memoria carecen de consistencia fenomenológica sin un tercer elemento, que es la articulación narrativa.
La «experiencia» entendida como «lo vivido por una conciencia» no es desde luego una noción aproblemática. LaCapra (2004: 38-39) la describe como una «caja negra», un residuo indefinido que muestra una cara objetiva y otra subjetiva. Algunos autores han disertado sobre la existencia de una experiencia pura no segmentada, completamente independiente de la acción de los individuos que la viven, y han reflexionado sobre sus relaciones con las representaciones del pasado (Ankersmit, 2012). No obstante, la posición dominante en la actualidad rechaza con claridad cualquier posible naturalización y reificación de la experiencia, e incide en que es el procesamiento cognitivo que realizan los sujetos lo que transforma los eventos/acontecimientos en experiencias (Scott, 1991; Maftei, 2013: 61).
Destacando esto y visto desde fuera de la discusión, el problema real es la posibilidad de afirmar una línea permanente de conciencia que garantice una entidad fenoménica al «yo en el mundo» (self); algo que una tiempo, mente y cuerpo; algo que garantice una continuidad mínima sin la cual el «yo consciente» y la «identidad», tal y como aquí los hemos definido, son imposibles (Dainton, 2008). Sea como fuere, «tener una experiencia» siempre significará la colocación de unos agentes, una temporalidad y unos contextos en una red de significados e intencionalidades, así como la fabricación de unas historias que, al final, constituyen el verdadero medio de creación y reproducción de la identidad (Lawler, 2014: 23-44).
Los materiales a partir de los cuales esto se realiza los aporta la experiencia procesada, restos de un pasado siempre desvanecido que constituyen la memoria. Los estudios sobre memoria tienen una larga tradición, especialmente en Francia (Halbwachs, 1994; Namer, 1987). Sabemos desde hace tiempo que la memoria no es nada parecido a una caja fuerte que almacena recuerdos, percepciones y sentimientos. La memoria es un proceso activo, continuamente llevado a cabo desde el presente de cada individuo. Incluye el recuerdo dinámico, el olvido y la transformación.
Los agentes de la memoria son los individuos, pero esta se halla imbricada en marcos colectivos de dos maneras. Primero, «gran parte de la memoria está sujeta a membresías de grupos sociales de un tipo u otro» (Fentress y Wickham, 1992: IX). De hecho, la socialización y la educación pueden transmitirnos recuerdos de cosas que no hemos vivido. Este proceso transgeneracional proporciona identidad tanto como la propia experiencia vivida.
Asumir el carácter diferencial y transformativo de la memoria lleva a la segunda forma de imbricación colectiva. En tanto que la grupalidad es inherente a los instrumentos simbólicos de interacción de los individuos –lo que aquí hemos llamado «identidad»–, cualquier procesamiento intelectual constructor de «experiencias», siquiera la más temprana y simultánea percepción, se realizará siempre desde las categorías grupales del sujeto, las cuales este no ha producido «desde cero» (Brubaker, Loveman y Stamatov, 2004).
Diferentes académicos, desde historiadores hasta psicólogos sociales, han señalado los solapamientos entre memoria, experiencia e identidad, especialmente en su dimensión colectiva y en su importancia para las representaciones del pasado (Fulbrook, 2014; Berger y Niven, 2014; Rosa Rivero, Bellelli y Bakhurst, 2000; Reicher y Hopkins, 2001). Diversos trabajos