La hija del mar. Rosalía de Castro
sepulcro, aparecen más bellas que en un estado de perfecta salud, porque también la fiebre comunica brillantez a las miradas moribundas y tinte rosado a las mejillas lívidas y tristes.
Algunas veces, en medio de su ronda amorosamente solitaria, se acercaba a la puerta medio carcomida de la cabaña de Esperanza y, comprimiendo su respiración agitada, ponía atento oído para percibir de este modo hasta el más insignificante ruido que dijera a su corazón: «¡Ella es!»; pero sus esperanzas quedaban frustradas. Entonces volvía a su inquieto paseo a lo largo de la ribera, mirando receloso a todas partes, como si temiese haber sido sorprendido en vergonzoso acto de espionaje, que todos reprobarían pues, en efecto, él era el primero que trataba de sorprender los castos misterios de la vida de aquellas dos mujeres, tan respetados hasta entonces.
Pero su corazón le vendía, su corazón le llevaba hacia allí y a pesar suyo volvía y escuchaba atento qué era lo que pasaba dentro de tan santa vivienda.
Llegó, pues, un momento en que Fausto creyó percibir el sonoro murmullo de dos voces. Los que hablaban parecían hacerlo acaloradamente, y aun podía creerse que a las palabras se mezclaban sollozos.
Entonces, con el corazón palpitante y lleno de una curiosidad que jamás había experimentado, se acercó más a la puerta para poder oír de este modo y distintamente cuanto pasaba en lo interior de la cabaña.
Pero como si fuese de repente, se presentó ante sus ojos una visión que sin tener nada de horrible le sobrecogió mucho más que todas cuantas había forjado su enferma imaginación; sin embargo de que no era otra cosa que un hombre esbelto y de estatura más que regular, cuyo exterior le hacía aparecer como extranjero, al menos para Fausto, que jamás le había visto.
Vestía con cierta elegancia desdeñosa un largo gabán de abrigo, un pantalón oscuro y unos botines de paño que casi cubrían sus pies, demasiado pequeños si se atendía a su estatura. Su rostro apenas dejaban verlo el ala de su sombrero y el ancho tapabocas que arrollaba al redor de su cuello; sin embargo, el curioso podía ver todavía unos ojos azules hermosísimos, y una nariz afilada y perfecta.
—¡Vaya una extraña curiosidad! —exclamó dirigiéndose a Fausto, que le miraba con esa rara mezcla de cólera y de miedo que experimentan algunos en presencia de aquellos cuya superioridad física les amenaza con su tranquilidad.
El pobre marinero tenía ante sí aquella colosal y airosa estatura, aquel hombre que le había sorprendido en el crimen más grande de su vida y que, sin derecho alguno para reconvenirle ni interrogarle, tenía fija sobre él una mirada escudriñadora y burlona. Todo esto, que él comprendía vagamente, había de tal modo irritado su carácter susceptible que los instintos de refinado orgullo que empezaban a desarrollarse en su corazón se revelaron entonces en toda su fuerza. Tan vivas emociones hervían y se ocultaban dentro de su pecho, no apareciendo a los ojos del extranjero más que como un niño avergonzado ante las severas miradas del que le sorprendiera en un delito.
—¿Qué es lo que esperas aquí? —le preguntó entonces aquel hombre que, con las manos sumergidas en los profundos bolsillos de su gabán, parecía divertirse, con un raro placer, en contemplar tan inocente turbación.
Sintió entonces aquel niño que la sangre se agolpaba a sus mejillas, porque semejante hombre, gracias a una extraña influencia que no comprendía, pero que le causaba vértigos, le turbaba, y repuso en tono irritante aunque tembloroso.
—¿Y a usted qué le importa?
Una carcajada sardónica y fría contestó a estas palabras del pobre inocente que, sobrecogido por el sonido casi metálico de aquella risa diabólica, echó a correr instintivamente alejándose de aquel ser que le causaba espanto.
Este le vio alejarse con una calma indiferente, y siguió paseándose silenciosamente a lo largo de la ribera.
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