La hija del mar. Rosalía de Castro
Hija del amor, tal vez, apenas la luz del día iluminó sus inocentes mejillas, fue depositada en una de esas benditas casas en donde la caridad ajena puede darle la vida, pero de seguro no le dará una madre; así fue que las únicas caricias que halagaron la existencia de aquella criatura fueron las de un marido que la abandonó en medio de sus sueños de ángel, cuando empezaba a comprender que la vida tiene más encantos que la soledad de los bosques y el canto de los pájaros en una mañana de primavera.
Su belleza y hasta aquella grave reserva con que las más de las veces evitaba hablar con los que la buscaban, la hicieron querida para todos y recibida siempre, aun a pesar suyo, con muestras de regocijo allí a donde quisiera que se acercase.
Risas estrepitosas y voces alegres llenaron bien pronto el silencio de aquella ribera, en tanto vagaban por la playa las frescas y robustas hijas de aquellas montañas que comunican su salvaje belleza a sus moradores.
Los marineros, más animados que nunca en su trabajo, juraban, cantaban y reían, escarneciéndose sin compasión, pero también sin que, como solía suceder, pasaran de palabras sus amenazadoras promesas y sus juramentos, que escandalizarían los oídos menos castos si algunos hubiese por aquellos lugares.
Cubríase el cielo poco a poco de nubes plomizas, y los relámpagos, reflejándose en las olas que empezaban a rugir sordamente, prestaban un aspecto asolador a aquel vasto océano que parecía extenderse hasta la inmensidad.
Pasaron desapercibidos al principio aquellos tristes augurios de una próxima tempestad, no cesando, por tanto, ni las risas ni el tumulto de aquella loca alegría, pero tan pronto como el ruido del trueno pasó rodando sobre las olas y, llenando la playa, hirió el oído de aquellas pobres mujeres, que creen reconocer en él la ira de Dios que de este modo se muestra visiblemente a los pecadores, se acercaron temblando las unas a las otras como si quisiesen de este modo amparar su flaqueza con el miedo y la flaqueza ajena, y entonando cada vez y en voz baja sus oraciones se arrodillaban y guarecían sus cabezas de la lluvia con los cestos todavía vacíos.
Los marineros, sin embargo, no tomaban parte en aquellas oraciones, cuidaban, sí, de terminar su trabajo con la mayor presteza.
Las olas cada vez más gruesas llegaban irritadas hasta sus rodillas y, estrellándose contra las peñas, formaban una armonía lúgubre, mezclándose al rugido de la tempestad y al rezo de aquellas temerosas mujeres.
Parecía una sinfonía infernal con sordos rumores y silbos agudos, con murmullos tenebrosos y maldiciones y agitados suspiros.
El cielo oscurecido, las rocas peladas, la mar hirviente y amenazadora, iluminada al vivo lampo y deslumbrador del rayo que aparece y desaparece a nuestros ojos, como una mirada de fuego que brilla y se oculta rápidamente deslumbrándonos más y más con su movilidad incesante; todo esto presentaba un aspecto de luz y de tinieblas, de desorden, si así puede decirse, y de grandiosidad, difícil de comprender si causaba espanto o admiración.
Hay cuadros sublimes en la naturaleza que conmueven de una manera extraña e indefinible, sin que nos sea posible juzgar de nuestros mismos sentimientos en aquellos instantes en que no nos pertenecemos.
Un poeta, un artista, que de repente se hallara transportado a aquellas riberas salvajes, enmudecería de admiración al ver un tan grandioso desorden, al escuchar aquellos acentos gemidores de la naturaleza que no sabemos si se irrita, o si reza o llora, implorando al ser que la gobierna; y, sin embargo, todos los que se hallaban allí, mudos testigos de tan conmovedor espectáculo, no veían más que truenos y relámpagos que les causaban miedo y una mar irritada que amenazaba romper la red en que tenían todo su tesoro.
Teresa era la única que con una extraña mezcla de miedo y de curiosidad seguía ansiosa con su mirada aquellas ráfagas brillantes que, iluminando cuanto la rodeaba, mostraban la grandeza del océano con sus abismos profundos y con su cólera que recuerda la de otro ser más poderoso que nosotros.
Por fin, un grito de alegría se escuchó en medio de aquel tumulto y las pescadoras, levantándose presurosas, se acercaron a la orilla para recoger en sus cestos la pesca plateada y brillante que la red acababa de traerles.
Los esfuerzos de los marineros habían conseguido vencer a la tormenta.
La lancha que traía el cabo de la red acababa de doblar el peñón inmenso, parecido a un castillo feudal con sus almenas y sus torres, llamado el peñón de la Cruz, presentándose triunfante a la vista de los que se hallaban en tierra.
Reinaba a bordo una algazara y alegría no acostumbrada y mucho más cuando la tormenta amenazaba todavía destrozar sus jarcias y sus remos.
—¡Eh! —preguntaron entonces los de la playa—. ¿Qué novedad ocurre? Pues, a fe que no está el tiempo para chanzas y risas; acabad pronto, que la tormenta arrecia más y más y amenaza confundirnos.
—¿Qué queréis? —replicaron los de la lancha—, nuestra pesca ha sido admirable…, sobre todo, hemos cogido este pequeño pescado que seríais capaces de comerlo crudo…, mirad… —Y uno de los más robustos marineros mostraba oculto casi entre sus grandes y callosas manos un objeto sonrosado que desde tierra no se podía distinguir por ser demasiado larga la distancia.
—¡Qué diablos enseñas tú! —gritaron los de tierra—. ¡Eh! Tú, el de los pantalones tan negros como esta noche de maldición, ¿es alguna azucena monstruo cogida en la peña encantada?
Sí —repitieron los interpelados—, una azucena más hermosa que las que florecieron en la vara de nuestro patrono san José.
Y volviendo al silencio y a la faena interrumpida dejaron a los de tierra tan ignorantes acerca de lo que pasaba entre sus compañeros como al principio.
Ellos, sin embargo, formaran por su parte mil extrañas conjeturas sobre un lance al parecer tan extraordinario.
Las mujeres, sobre todo, serían capaces de dar toda su pesca de aquel día por enterarse cada una la primera de lo que pasaba en la lancha vecina.
Por fin tocó esta la orilla y algunos marineros saltaron a tierra llevando uno de ellos en sus brazos un bulto cuidadosamente cubierto.
Verle y abalanzarse todos hacia él fue obra de un instante, y, rodeándole y haciendo mil curiosas preguntas, en poco estuvo que hiciesen pedazos la no muy fuerte camiseta del pobre Lorenzo que, pavoneándose lleno de una inocente vanidad, como aquel que va a hacer una revelación que ha de dejar suspensos a sus oyentes retarda el momento decisivo para que de este modo parezca más interesante su narración. Pero la mano harto rechoncha de una muchachuela de quince años, de aire picaresco y maneras atrevidas, osó posarse sobre el pañizuelo y, frustrando de un modo cruel los planes de Lorenzo, dejó descubierto, en un abrir y cerrar de ojos, el arcano misterioso a todos los circunstantes, que lanzaron una misma exclamación de sorpresa.
El quejido de una criatura recién nacida, lánguido, dulce y suave como una melodía, se dejó oír al mismo tiempo que el zumbido del trueno que resonó cercano, así como la luz fosfórica del relámpago iluminara antes la imagen de la inocencia, reposando en brazos de la fuerza.
Lo que pasó entonces en el alma de aquellos sencillos pescadores y en la de aquellas mujeres, poetas las más sin que lo conozcan e impresionables hasta la sublimidad sin que puedan percibirse de ello, la extraña sensación que experimentaron sus corazones ante aquellas dos imágenes de calma y tempestad, de pureza infinita iluminada por una luz llena de miasmas devastadoras, sería imposible describirlo, porque hay cosas que solo la inspiración puede crearlas, pero no descifrarlas.
Imaginaos una criatura medio dormida en los brazos de aquel rudo marinero que, insensible a las tempestades, se conmueve profundamente con la sonrisa de un inocente que le mira como pidiéndole compasión; imaginaos un ángel bajado del cielo con sus cabellos dorados, sus mejillas rosadas, su boquita diminuta como la hoja del capullo de las rosas margaritas, una cosa sin nombre, en fin, pero que embriaga a la par que purifica con la aureola de inocencia y santidad que vierte en torno suyo, y os podréis formar una idea incompleta de aquel cuadro digno de trasladarse al lienzo por el pincel de Murillo y Rembrandt, tan opuestas son las tintas