La hija del mar. Rosalía de Castro

La hija del mar - Rosalía de Castro


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      Las olas pasaban casi rozando su cuerpo, y volvían a retirarse hacia su centro sin prestarles a su paso la vida que le pedían con su mirada apagada y turbia. La mar se adelantaba rugiendo, pasaba y retrocedía sin hacer más que borrar en la arena los rastros de sangre con que la manchaban sus hijos.

      —¡Apartémonos de aquí, Fausto! —dijo una voz dulce que salía del grupo de espectadores interesados en contemplar la lenta y trabajosa agonía de los monstruos—. No puedo ver sin estremecerme —añadió— las heridas de esos animales que, al fin y al cabo, deben padecer de un modo horrible.

      —Espera un momento y todo habrá concluido —respondió otra voz que, aunque dulce, tenía algo de varonil—; esos pescados son muy feos y no deben, por lo mismo, sufrir tanto como los demás.

      —¡Ah! ¡No, no! —interrumpió la voz primera—. Eso que dices no puede ser cierto, Fausto… Ellos viven y respiran, y deben sentir lo mismo que todo lo que respira y vive… ¡Vamos…!

      Entonces se vio salir de entre aquella curiosa multitud una niña hermosísima que, cogida de la mano de un marinerillo tan joven casi como ella, pugnaba por atraerlo hacia sí y apartarlo de tan cruel y sangriento espectáculo.

      Todas las miradas se volvieron hacia aquella casta aparición de rubios cabellos y tez de nieve, que airosa y ligera parecía entre aquellas gentes de rostros varoniles y atezados lo que un blanco lirio nacido entre maleza.

      —¡Bendita seas tú, niña hermosa, santa de nuestros lugares! ¡Bendito sea el día en que la Virgen Nuestra Señora te arrojó a nuestras playas! ¡Y bendita la mujer que te recogió criándote tan fresca y limpia como los claveles…! Y le abrían paso respetuosamente en tanto los marineros jóvenes dejaban caer sobre su rostro de ángel ardientes y fugitivas miradas, murmurando a su oído al pasar palabras cariñosas.

      La pobre niña las escuchaba sin comprenderlas y, sonriendo a cuantos hallaba a su paso, hacía graciosos saludos con su cabeza elegante como la de un pájaro. Pero una tinta sombría cubrió el rostro de su compañero desde el momento en que las palabras de los jóvenes hicieron sonreír a sus amigos, y con la mirada fija en las olas parecía no atender a lo que pasaba en torno suyo.

      Siguió como distraído a la hermosa niña, que se alejaba de la muchedumbre, y cuando se hallaron lejos de las curiosas miradas, de los que les rodeaban momentos antes, gracias a un pequeño y arenoso montecillo que se interponía entre el camino que seguían y la playa, apartó su mano de la de su compañera con muestras de mal reprimido enojo.

      Le miró esta sorprendida y, volviendo a coger aquella mano esquiva que se había alejado de ella y que Fausto llevaba caída con cierto abandono e indiferencia que le sentaba admirablemente, le preguntó con voz dulce y cariñosa:

      —¿Por qué te incomodaste? Hace algún tiempo que observo que se cambia tu carácter de un modo repentino y sin que yo pueda adivinar jamás la causa de tus resentimientos.

      Esta pregunta no tuvo respuesta alguna. El joven marinero parecía absorto y ocupado más que en nada en observar el movimiento que hacían sus pies blancos y desnudos al pisar la arena.

      —¡Ah! ¿Conque no me contestas? —volvió a decir la niña entre risueña y triste—. Pues bien, eso está muy mal hecho, y a mí no me agrada porque yo jamás he estado de ese modo contigo.

      Dicho esto, guardó silencio por algunos instantes, como esperando alguna cariñosa demostración de su amigo, el cual seguía imperturbable con la cabeza inclinada y con la mirada fija en la arena que se entretenía en lanzar con los pies sobre los lagartos que asomaban la cabeza al tibio rayo del sol que entraba hasta sus escondrijos.

      Observó Esperanza la asiduidad con que Fausto se ejercitaba en semejante operación, y con esa volubilidad propia de los niños, mucho más burlones de lo que generalmente se cree, le dijo lanzando una franca y estrepitosa carcajada:

      —¡Dios mío, Fausto! ¡Pobres pies…! ¿Y si rompes los zapatos? —añadió aludiendo al marinerillo que iba descalzo.

      Entonces alzó este sus ojos, y su mirada colérica y brillante cayó sobre la pobre niña.

      —¡Esperanza…! —exclamó con entrecortado acento; pero su voz, anudándose en su garganta, no le dejó proseguir.

      —¡Ay, qué miedo…! —repuso la niña con ese tono inocente y burlón del que no teme una amenaza que sabe no ha de realizarse y haciendo una graciosa mueca de espanto, con la que pretendió imitar la cólera de su amigo, abriendo también con exageración sus grandes ojos negros de un tornasol azulado.

      —¡Ah! —tartamudeó entonces Fausto—, ¡riéndote…, siempre riéndote…!

      —Pues ¿cómo quieres que esté seria? —interrumpió Esperanza.

      —¡Lo mismo que lo estoy yo! —Y Fausto, volviendo la espalda, echó a andar por otro camino, dejando sola a su compañera.

      La pobre niña, entonces pálida de emoción, le vio alejarse por algunos instantes, hasta que las lágrimas empañaron sus ojos, prorrumpiendo después en amargos sollozos.

      —¡Fausto! ¡Fausto! —le decía llamándole a grandes voces—. ¡Ven, dime qué mal te he hecho…! ¡Ven y perdóname…! —Y corría tras él mientras Fausto acortaba cada vez más su paso, previsión amorosa que equivalía a un perdón.

      El llanto de la mujer dicen todos los hombres que puede mucho en su corazón, y esto debe ser cierto, porque Fausto volvió la cabeza, y entonces pudo ver Esperanza que este tenía también llenos de lágrimas los ojos.

      —¡Ah, no llores más! ¡No llores más! —le decía el joven marinero, al tiempo que cogía entre las suyas las manos de su amiga—. ¡No llores más! —añadía tratando de dar a su voz un acento seguro—. Yo te quiero y seré siempre tu amigo…, pero tú te sonríes para mis compañeros, a pesar de que me has asegurado que yo solo era tu amigo y no ellos…

      —¡Tus compañeros…! —murmuró pensativa la pobre niña, bañados sus hermosos ojos en dos lágrimas que semejaban dos gotas de rocío suspendidas todavía de sus largas pestañas—. ¡Me río con ellos como con todos…!

      —Con los demás nada me importa…, ¡pero con ellos…!, escucha —añadió después de una breve pausa—, no quiero que los mires y mucho menos que te sonrías, cuando te miran, de la manera que lo haces.

      —Entonces cerraré los ojos y apartaré la cabeza cuando pase a su lado, pero… ¿y si caigo y me hago daño?

      —No es necesario que cierres los ojos, sino que tú no mires para ellos —respondió Fausto volviendo a su mal humor—; ya sabes que Juan y yo estamos reñidos; pues bien, como yo no quiero mirarle a la cara, cuando él está en la playa y yo paso por allí…, miro hacia mi casa…

      —¡Bien, bien…! —dijo Esperanza con coquetería y como olvidada de su llanto, fresco rocío de mañana de primavera que el primer rayo de sol disipa—. Vaya unos caprichos que yo no entiendo y que no has tenido nunca…; pero, en fin, más valdrá mirar para tu casa cuando ellos estén en la playa, que no que tú vuelvas a mirarme con los ojos que hoy lo has hecho. —Y luego añadió, apoyando su linda cabeza de blondos cabellos en el hombro de Fausto—: Ahora, ¿amigos como siempre?

      Y le miró con la tentadora mirada de la hermosura y de la inocencia.

      —¡Para siempre! —respondió Fausto, ebrio de felicidad.

      Y enlazadas las manos, como dos pájaros alegres, se dirigieron hacia la cabaña de Teresa que se divisaba a corta distancia.

      —¡Qué hermosa es! —decía entre sí el marinerillo, mirando furtivamente a su compañera.

      Un rayo de alegría bañaba el rostro de Esperanza, más hermoso que nunca; sus cabellos caían sobre las mejillas, su frente rosada parecía pedir un beso cariñoso al viento que pasaba; era una casta aparición de inocencia. Fausto iba a su lado como un esclavo, subyugado, sin voluntad propia pero feliz. Su contento


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