La hija del mar. Rosalía de Castro
ardiente cuya mirada penetró en los más intrincados laberintos de la teología mística; Safo, Catalina de Rusia, Juana de Arco, María Teresa, y tantas otras, cuyos nombres la historia, no mucho más imparcial que los hombres, registra en sus páginas, protestaron eternamente contra la vulgar idea de que la mujer solo sirve para las labores domésticas y que aquella que, obedeciendo tal vez a una fuerza irresistible, se aparta de esa vida pacífica y se lanza a las revueltas ondas de los tumultos del mundo, es una mujer digna de la execración general.
No quiero decir que no, porque quizá la que esto escribe es de la misma opinión.
Pasados aquellos tiempos en que se discutía formalmente si la mujer tenía alma y si podía pensar —¿se escribieron acaso páginas más bellas y profundas, al frente de las obras de Rousseau que las de la autora de Lelia?—, se nos permite ya optar a la corona de la inmortalidad, y se nos hace el regalo de creer que podemos escribir algunos libros, porque hoy, nuevos Lázaros, hemos recogido estas migajas de libertad al pie de la mesa del rico, que se llama siglo XIX.
Yo pudiera muy bien decir aquí cuál fue el móvil que me obligó a publicar versos condenados desde el momento de nacer a la oscuridad a que voluntariamente los condenaba la persona que solo los escribía para aliviar sus penas reales o imaginarias, pero no para que sobre ellos cayese la mirada de otro que no fuese su autora.
No es este, sin embargo, el lugar oportuno de hacer semejantes revelaciones.
Al público le importaría muy poco el saberlo y por eso las callo.
Pero como el objeto de este prólogo es sincerarme de mi atrevimiento al publicar este libro, diré, aunque es harto sabido de todos, que, dado el primer paso, los demás son hijos de él, porque esta senda de perdición se recorre muy pronto.
Publicados mis primeros versos, la aparición de este libro era forzosa casi.
La vanidad, ese pecado de la mujer, de que ciertamente no está muy exento el hombre, no entra aquí para nada: un libro más en el gran mar de las publicaciones actuales es como una gota de agua en el océano.
El que tenga paciencia para llegar hasta el fin, el que haya seguido página por página este relato, concebido en un momento de tristeza y escrito al azar, sin tino, y sin pretensiones de ninguna clase, arrójelo lejos de sí y olvide entre otras cosas que su autor es una mujer.
Porque todavía no les es permitido a las mujeres escribir lo que sienten y lo que saben.
Capítulo I
¡Buena pesca!
Era amable y graciosa como un ángel…
Van der Welde
La tarde era calurosa y el viento soplaba con violencia hacia el sudoeste.
En la playa se oían voces y algazara.
—¡Fuerza!, ¡fuerza! —gritaban enronquecidos los marineros en tanto envolvían apresuradamente en sus nervudos brazos las gruesas cuerdas de cáñamo empapadas de agua salada.
—¡Ea!, ¡valor! —repetían haciendo inauditos esfuerzos por atraer la red ya próxima a la orilla—. La tarde es buena, la pesca parece abundante y una buena cena nos espera; con tal de que Andrés nos dé de aquel vino que tiene en su bodega y que alegra las cabezas como un rayo de sol alegra estas olas de maldición.
—¡Soberbio vino!, —gritó uno—. Y si nuestro buen compañero quiere regalarnos con él y darnos un día de fiesta, juro por todos vosotros y por mí también que beberemos, aunque sea una azumbre.
—Somos veinte y cinco —añadió un segundo—. Somos veinte y cinco, Andrés…, suma… y es cuenta redonda, veinte y cinco azumbres…, nosotros en cambio llevaremos…
Y al decir esto hizo una seña maliciosa, a la que sus compañeros contestaron con una alegre carcajada.
—¡Silencio!, —interrumpió en tono de zumba una voz robusta que dominó la algazara, como la voz de Júpiter de quien dice Homero, el poeta divino, que serenaba las tempestades—; la frente de Andrés se torna de roja en pálida y sus labios se comprimen. ¡Mirad…, mirad sus ojos inyectados de sangre! Una palabra más y le veréis atacado de apoplejía por una indigestión de dichos atrevidos que conspiran contra su hacienda.
Y esas palabras eran acompañadas de risas y de miradas significativas que se cruzaban de una y otra parte con suma rapidez.
—¡Fuego sobre mis compañeros! —exclamó amostazado el personaje a quien iban dirigidas aquellas palabras—. Si tenéis sed, yo os zambulliré de buena gana en el mar para emborracharos a mi placer, pero nunca con mi vino añejo, a no ser que se convirtiese en veneno.
Algunos puños se levantaron a un tiempo mismo para contestarle; pero volvieron a bajarse en un instante por ser necesario detener las cuerdas que el peso de la red y el oleaje arrastraban hacia el mar.
Presentaron entonces un aspecto casi salvaje.
Ellos se animaban unos a otros con imprecaciones y juramentos, con apodos y con aullidos que retumbaban entre las peñas, en tanto sus atezados rostros eran azotados por el viento, así como sus crespos y enmarañados cabellos.
Los unos en pos de los otros, el cuerpo inclinado hacia atrás y los anchos pies hincados fuertemente en la arena de la playa, parecían nuevos Hércules dispuestos a combatir con los elementos.
La mar se agitaba sordamente resolviéndose en su profundo lecho, las olas empezaban a estrellarse contra las rocas y salpicaban las camisetas azules de los marineros, a través de las cuales se descubrían aquellas pronunciadas y nerviosas musculaturas capaces de resistir la intemperie y crudeza de las estaciones, que en aquel desolado rincón del mundo, más que en parte alguna, suelen ser crueles y rigurosas.
Las pescadoras iban en tanto apareciendo por los tortuosos caminos que conducían a la playa, y, posando sus cestos de mimbre en la arena, se sentaban sobre ellos y charlaban juntas, y murmuraban; feo vicio en el que, a pesar de que siempre se achaca a las mujeres, se me antoja creer, y, lo que es más, decirlo, incurren los hombres con demasiada frecuencia.
Por una senda oculta y extraviada apareció una joven que fue recibida por todos con muestras de particular predilección.
En sus brazos traía un niño al que muy pocas primaveras habían sonreído, y que, a juzgar por el cariño con que le cuidaba, no cabía duda alguna de que era su hijo, a pesar de que ella contaba apenas dieciocho años.
Tenía el rostro oscurecido por ese color tostado que presta el mar, y sus ojos de un brillo casi luminoso daban a su fisonomía delicada, y un tanto marchita, cierto reflejo extraño e incomprensible que llamaba la atención de todo aquel que la veía, aun cuando fuese por primera vez.
Traía los brazos y los pies desnudos, y estos, así como todo su cuerpo, tenían una forma casi aristocrática que era fácil distinguir a pesar de su desaliño.
No obstante, el color pálido que teñía sus facciones se adivinaba, gracias al aspecto de su construcción, que debía ser robusta y de pasiones exaltadas.
La languidez de su mirada y las largas pestañas que hacían sombra sobre sus mejillas no bastaban a ocultar el rayo brillante que despedía su pupila oscura y fosforescente.
Al llegar cerca de las demás pescadoras, tomó asiento entre ellas y les dirigió la palabra con un aire modesto y gracioso, al mismo tiempo que prestaba a su fisonomía un tinte especial, conjunto de tristeza y de alegría, de melancólicos y de risueños pensamientos.
Diríase que dos rayos de luz, sombrío el uno y brillante el otro, iluminaban alternativamente su semblante prestándole un aire extraño y sobrenatural.
La pobre niña había adquirido desde sus primeros años cierta apartada reserva para con los que la rodeaban, que rayaba ya en severidad y algunas veces en fiereza; triste efecto de una vida solitaria y errante como los vientos de aquellas comarcas.
Hija de un momento de perdición, su madre no tuvo