Éxito o muerte. Historia de un emprendedor. Alfonso Puigmitjá
ese momento Juan extrajo de su portafolio el listado del pedido proforma. López hizo ademán de cogerlo, pero Juan quiso hacer valer la «D» de «DESEO», reteniéndolo por unos segundos.
—Muy… interesante. Bien, bien… De acuerdo. Juan, estoy seguro de que ha hecho hoy el mejor de sus negocios. Nuestra capacidad de mercado está totalmente a la altura de su empresa. Estoy convencido de que conseguiremos grandes proyectos. Mañana recibirá el pedido. —Se levantó de su sillón y tras un fuerte apretón de manos le acompañó hasta la salida.
Nuestro hombre salió a la calle con una alegría contenida que se reflejaba en su rostro. Era el momento de hacer análisis de las dos visitas. Se dirigió a su oficina. Redactaría los informes y analizaría profundamente su contenido. Tenía que comenzar a trabajar en la reunión con Luis Gómez. Le sobresaltó la llamada de su teléfono móvil.
—Sí, Carlos. —Era su director comercial.
—Juan, necesito tener una reunión contigo. Es muy urgente.
—Precisamente me dirijo a la oficina. Estaré allí antes de media hora.
—Bien, te espero en cuanto llegues.
—De acuerdo, hasta luego.
Colgó el teléfono. La curiosidad comenzó a dar vueltas en su cabeza. «Qué raro», pensó. No era normal que Carlos le llamara con urgencia. Era conocedor de que todos los días pasaba por la oficina a redactar los informes y preparar las visitas. Pensando en cuál podría ser la causa de la inesperada llamada llegó hasta las oficinas de C. M. Electric.
Con paso rápido se encaminó a su oficina. Sobre su mesa tenía las hojas de las llamadas recibidas: «Señor Fernández, de Almacenes Generales, llamar urgente». Cuatro llamadas. Sin duda, era urgente. «¿Qué pasará?», se preguntó. Dejó su maletín y se encaminó hacia el despacho de Carlos Bustamante, director comercial, hombre amable, cordial, educado y un profesional como la copa de un pino, incansable dialogador y luchador tenaz. Tenían suerte de tener un jefe así, con solo 43 años y un brillantísimo currículo.
Mientras se encaminaba hacia el despacho de Carlos, se imaginaba la satisfacción con la que recibiría la noticia del pedido de Suárez y Compañía.
—Pasa, pasa, Juan. Siéntate, por favor.
—¿Qué sucede, Carlos? —Su cara expresaba un enorme enfado.
—Me ha llamado Fernández, de Almacenes Generales. Dice que lleva todo el día intentando hablar contigo y que no le haces ni caso. Parece ser que ha conseguido un cliente nuevo, la Compañía General Hidroeléctrica. Han realizado un suministro con botellas terminales de media tensión de nuestra marca y han sufrido un accidente. Una de ellas ha explotado, dañando a un operario. Seguramente, por algún defecto de montaje, pero nos responsabilizan del caso. Fernández está indignado; dice que por nuestra culpa va a perder un cliente potencial que les ha costado años conseguir. Nos ha amenazado con llevarnos a los tribunales. Juan, toma todo el interés en el asunto. Acércate a ver a Fernández y procura calmarle.
Juan había escuchado todo el relato sin abrir la boca. No era momento de decir a Carlos el problema surgido con V. W. Distribución.
—De acuerdo, voy a enterarme de lo ocurrido. Por cierto, hemos conseguido el pedido de Suárez y Compañía. Después te informo. Hasta luego. —Salió del despacho rápidamente.
—Juan, Juan —llamó Carlos—. ¿Qué ha pasado con Luis Gómez? ¿Tienes el pedido?
—Luego te comento. Regreso nada más almorzar.
Sin lugar a dudas, el día comenzó torcido y prometía continuar igual. En fin, habría que coger el toro por los cuernos.
2 Convención Crady. París, 1968.
Capítulo III
De nuevo se encontraba en el coche, camino de Almacenes Generales. Fernández, el director comercial de esta firma, era un hombre de los que calificamos en el cuadro como mentiroso. Siempre prometió grandes pedidos sin llegar nunca a realizarlos. No era la primera vez que les involucraba en problemas de sus clientes. Su cifra de compra estaba muy por debajo de la media de los demás distribuidores; no obstante, se le prestaba una gran atención, lo que hacía que en muchas ocasiones se tuviera la sensación de que era un aprovechado.
Por fin llegó al polígono industrial donde se ubicaba Almacenes Generales. Unas escaleras conducían a las oficinas y, dada la confianza de tantas visitas, se dirigió directamente al despacho de Fernández.
—¿Se puede?
—Un momento, Juan. —Salió Ana, la secretaria de Fernández, indicándole que la acompañara hasta la sala de reuniones.
Al cabo de cinco minutos entraron en la sala Fernández, Óscar García (director general), Marcelino Piernas (vendedor), Laura Díaz (directora de administración) y Gonzalo Porras (jefe de compras). Juan no daba crédito ante la inesperada cantidad de personas. En el ambiente se captaba olor a problema gordo a la vista.
—Juan —comenzó Fernández—, nos encontramos ante una situación nunca vivida en nuestra empresa. —Su tono de voz y su mirada eran amenazantes—. Nuestro grado de confianza en vosotros ha dado al traste con las mayores expectativas de negocio en nuestra empresa.
—Perdón —interrumpió Juan—. Creo que, sin ponernos nerviosos, tenemos que analizar en primer lugar lo sucedido, remediarlo y posteriormente encontrar las responsabilidades y a quién corresponden.
Fernández, rojo de ira, continuó en tono violeto, casi gritando:
—¿Qué quieres decir? Hemos perdido el cliente más apetecido del mercado eléctrico. ¿Analizar? ¿Qué quieres analizar? ¡Vuestros productos, vuestra falta de calidad y vuestra irresponsabilidad han arruinado nuestro trabajo de años! ¿Encontrar responsabilidades? ¡¿De qué vas?!
—Fernández, a gritos es imposible llegar a razones. Veo que estás muy nervioso y es imprescindible conocer las causas de la explosión de la botella terminal. Nuestro laboratorio tiene que analizarlo y de antemano pensamos que tiene que ser culpa de un defecto en el montaje.
—Lo que me faltaba. ¿No sabe trabajar nuestro cliente? — continuó gritando—. ¡¡¿La Empresa Nacional Eléctrica no sabe trabajar?!! ¡¡Vosotros sí que no sabéis trabajar!!
—Fernández —volvió a interrumpir Juan—, lamento no poder continuar recibiendo insultos a mi compañía, de contrastada y reconocida calidad, en un juicio que a todas luces es precipitado y atrevido. —Diciendo esto, se puso de pie mientras el resto de personas permanecían en silencio, como disfrutando del espectáculo bochornoso que Fernández ofrecía.
—Bien —continuó Fernández—, esperamos una certificación urgente de lo ocurrido. En tanto, comunica a tu empresa que doy orden para retener todos los pagos en garantía de los daños y perjuicios que vamos a demandaros.
Juan abandonó la sala casi sin despedirse. Pensaba que había vivido una película de cienciaficción. ¿Era posible tal irresponsabilidad? Sin duda, habían perdido la cabeza, además de la educación.
Eran las dos y media, no tenía tiempo de ir a almorzar a casa. Entró en una cafetería y tomó un par de canapés. Su estómago no admitía nada más. A los pocos minutos se encaminó de nuevo a su oficina.
A las tres y cuarto, ya en su despacho, procedía a redactar los informes de las visitas realizadas. De pronto se dio cuenta de que no había avisado a su mujer de que no iría a almorzar.
—¿Mari? Hola. Perdona, pero no puedo ir a comer… No, no pasa nada. Tengo mucho trabajo… Bueno, intentaré llegar pronto. Hasta luego.
La esposa de Juan, Mari, era una mujer extraordinaria, pendiente siempre tanto de Juan como de sus tres hijos, cariñosa y comprensiva. La verdad es que ambos se felicitaban de lo magnífica que resultaba su familia.
Sin más dilación