Ideas en educación III. Ignacio Sánchez D.

Ideas en educación III - Ignacio Sánchez D.


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criticado por la Comisión de Educación del Senado por la inconsistencia entre las medidas propuestas y la búsqueda de una mayor equidad en el financiamiento, que busca favorecer a los estudiantes de menores recursos económicos.

      En suma, todas las iniciativas destacadas en este apartado, y en especial el proyecto de “Admisión Justa”, pueden ser caracterizados como esfuerzos de contrarreforma, que intentaron, con distinta intensidad, retrotraer al sistema educativo en relación con las reformas impulsadas en el período presidencial anterior, lo que constituye una segunda característica de la política escolar del segundo gobierno de Sebastián Piñera.

      LA PENALIZACIÓN DE LA JUVENTUD Y EL CUESTIONAMIENTO A LA DISCUSIÓN POLÍTICA

      Además de la implementación de la reforma educativa heredada del gobierno anterior (revisada en los apartados anteriores), desde los primeros meses de 2018 el Ministerio de Educación desarrolló una política educativa que consideramos como políticas de penalización de la juventud. A partir de una visión crítica de los procesos de movilización estudiantil desarrollados durante 2006 y 2011, y partiendo de la idea de que los cambios en las formas de participación política juvenil —más orientadas a acciones contenciosas, con un foco identitario y con altas repercusiones públicas (Aguilera, 2016)— podían ser el caldo de cultivo de procesos generalizados de violencia al interior de las escuelas, durante el segundo semestre de 2018 el Gobierno promovió y potenció la aprobación del proyecto “Aula Segura”.

      En términos resumidos, “Aula Segura” (Ley 21.128) fortalece las facultades de los/as directores educacionales en materia de expulsión y cancelación de matrícula en los casos de violencia al interior de los establecimientos. En rigor, el proyecto no entrega nuevas facultades ni crea un programa propiamente tal, sino que busca fortalecer la atribución de un actor (director/a) para acelerar los tiempos de los procesos, permitiendo separar y suspender a los estudiantes acusados y generando un deber de asumir estas medidas, sin entregar margen decisional a las comunidades educativas (Retamal, 2018). De esta forma, y utilizando hábilmente la coyuntura de inicios del segundo semestre de 2018 (donde se generaron hechos de violencia en algunos liceos emblemáticos de Santiago), el Gobierno argumentó que existía un entorno de creciente violencia que era necesario controlar y que podría apaciguarse a través de este proyecto.

      El proyecto tuvo distintas fases de discusión legislativa (incluyendo indicaciones del Senado que se declararon inadmisibles por el Ejecutivo) y su tramitación no estuvo exenta de críticas. Por una parte, un conjunto de más de 40 académicas y académicos indicó que, si bien el problema de la violencia debería ser trabajado, el proyecto no entregaba garantías de debido proceso y además no generaba políticas de prevención escolar. Esta opinión fue compartida por centros de estudios y organizaciones no gubernamentales, como Educación 20201 o el Instituto Igualdad2, que mostraron cómo el proyecto iba en contra de la noción de derechos de la niñez, no respetaba las normas básicas del debido proceso o descuidaba el deber del Estado respecto de la incorporación y mantención de los niños, niñas y adolescentes en el sistema educacional.

      Desde la vereda de los directivos, también se levantaron diversos cuestionamientos. Una encuesta aplicada en 2019 mostró que, si bien el proyecto era altamente conocido por las y los directivos y que más del 70% estaba de acuerdo con la necesidad de devolverles a ellos las facultades de expulsión, parte importante de estos creía que el proyecto no solucionaría el problema de la violencia y, además, el 57% reconocía que sería difícil reubicar a los estudiantes expulsados, y un 38% creía que se podía dar un mal uso a las expulsiones acogiéndose a esta ley (Rivero, Yáñez, Raczynski y Olmos, 2019). Además, se argumentó que el proyecto no implicaba un cambio sustantivo, limitándose más bien a modificaciones administrativas que no necesariamente mejorarían la capacidad de disminuir los problemas de violencia escolar (Santelices y Delgadillo, 2019). Finalmente, información entregada durante 2019 ha mostrado que el procedimiento establecido por “Aula Segura” ha sido muy poco utilizado por las y los directivos de las escuelas.

      Desde nuestro punto de vista, la aprobación de esta ley tiene tres consecuencias importantes. Por un lado, el proyecto parte de una mirada de patologización de la juventud, enfatizando lo punitivo y lo reactivo, sin entender los problemas de convivencia escolar de forma amplia (Gallardo, 2019). De esta forma, se reduce el problema de la convivencia escolar a los mecanismos de expulsión, sin entender la complejidad de las relaciones que se desarrollan al interior de la escuela. Un estudio reciente, focalizado precisamente en entender los procesos de tomas en liceos emblemáticos de Santiago (Peña y Sembler, 2019), ha mostrado cómo estas acciones tienen carácter identitario, un fuerte sentido cívico y un componente histórico, que no se solucionará mediante expulsiones y decretos. En segundo término, el proyecto construye la idea de “solución de talla única”, estableciendo criterios uniformes, lo que ha implicado la adaptación de los reglamentos escolares de parte importante de los colegios del país. Esto desconoce las diferentes aproximaciones que existen, desde la perspectiva de las y los directivos, a los conflictos educativos. En Chile, los directores son verdaderos “absorbedores de shocks” (Aravena y Madrid, 2020), con alta capacidad de gestionar conflictos desde puntos de vista distintos, utilizando estrategias como la mediación, arbitraje, diseminación del conflicto, entre otros (Villalobos et al., 2017). Finalmente, la mirada impulsada por esta ley despoja a los estudiantes de su condición de sujetos y limita su capacidad de acción, entendiéndolos como sujetos pasivos, más que como actores constructores de sus propios aprendizajes.

      Aunque pudiera parecer un proyecto aislado, la verdad es que “Aula Segura” se desarrolló en relación con otros programas que buscaron constreñir o limitar la capacidad de agencia ciudadana al interior de las escuelas. Así, por ejemplo, se trató (aunque no prosperó) de legislar para “prohibir el adoctrinamiento político” por parte de los docentes3 que implicara aplicar querellas a docentes, oficiar al Instituto de Derechos Humanos (INDH) para la protección de los estudiantes e incorporar como “infracción grave el propagar tendencias político-partidistas en establecimientos educacionales”, hechos que podrían implicar el cierre del establecimiento. En esta misma línea, el Ministerio de Educación se ha involucrado durante el 2021 en acciones en contra de docentes que han buscado discutir hechos y temas contingentes en las clases virtuales.

      Aunque diferenciados, ambos grupos de iniciativas han compartido una mirada punitiva de la juventud y de los espacios escolares, analizándolos como reductos que no deben ser parte de la discusión política y social del país. De esta forma, y contrario a toda la evidencia nacional e internacional (Treviño et al., 2016; Knowles, Torney-Purta y Barber, 2018; Carrasco et al., 2019), que ha mostrado la relevancia de la discusión política abierta en la sala de clases, la incorporación de temáticas sociales, ciudadanas y políticas y de la importancia de que los y las estudiantes (así como de toda la comunidad) entiendan la escuela como un “motor de la vida cívica”, parte importante de las iniciativas del actual gobierno ha ido en contra de estas ideas, buscando precisamente lo opuesto: limitar el ejercicio y desarrollo de la democracia en la escuela.

      LA RESPUESTA A LA PANDEMIA

      En pleno despliegue de las políticas anteriormente descritas, desde marzo de 2020 la política educativa ha debido asumir un desafío mayor: responder a la crisis sociosanitaria provocada por el coronavirus. Al igual que en otros países de América Latina y el Caribe, la crisis del coronavirus ha golpeado fuertemente al sistema escolar chileno, generando un aumento en las desigualdades educativas y potenciando las brechas tecnológicas de los estudiantes (Busso y Messina, 2020; OCDE, 2020). En Chile, el Gobierno decretó la suspensión de las clases presenciales a nivel nacional el 16 de marzo de 2020 y, al finalizar el año escolar 2020, solo una de cada 10 instituciones educativas había retomado las clases presenciales (Ministerio de Educación, 2020).

      Desde una perspectiva global, es posible afirmar que la respuesta educativa a la pandemia por parte del Gobierno fue tardía y ausente de liderazgos claros que trajeran calma al sistema escolar, focalizándose en apoyar el tránsito a la educación en línea de los estudiantes y entregar recursos pedagógicos digitales y capacitaciones a los docentes para las clases virtuales (Gelber et al., 2021).

      En términos retrospectivos, las resoluciones gubernamentales han estado marcadas


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