Meditación síntesis. Julián Peragón
ignorancia no tiene que ver con la mayor o menor cantidad de información de la que disponemos; nuestra ignorancia es de otro orden: trata de confundir nuestra naturaleza esencial con la imagen social que pretendemos dar y sustituye la realidad impermanente que nos rodea por una torre de ideas fijas acerca de cómo es el mundo y los seres que lo habitan.
La meditación nos enseña a mirar, a ver más allá de las formas, a reconocer lo evidente y lo no tan evidente, a contrastar las verdades de los sentidos con las evidencias de la razón… en definitiva, a reunificar lo objetivo y lo subjetivo, lo exterior y lo interior, la forma con el fondo.
A menudo no vemos la belleza de las cosas porque no miramos con detenimiento. Mirar con detenimiento es una manera de recomponer el todo, como cuando de pequeños adivinábamos la figura subyacente que había detrás de una secuencia de puntos aparentemente aleatorios. En verdad, las situaciones contingentes de nuestra vida sólo son aparentes. Aprender a ver requiere tiempo, disciplina, motivación, sensibilidad y ayuda. Cuando la tormenta amaina, la luz se expande.
Sentarse
El primer acto en nuestra práctica meditativa es profundamente revolucionario: simplemente sentarse. Desde la visión normativa de la sociedad, meditar implica retirarse, salir de la corriente establecida. En muchos casos, la meditación es vista como una práctica inútil, no productiva, dado que la sociedad pone el acento claramente en el tener. En total contraste a la sociedad, la meditación, que nada tiene que ver con el tener, pone su acento en las distintas modalidades de ser.
La meditación nos conduce radicalmente hacia dentro, a un contexto íntimo, para avivar nuestras luces internas. En este sentido, constituye una experiencia personal e intransferible. Aunque las tradiciones meditativas hayan congregado a sus seguidores en dojos, ashrams o monasterios -espacios comunitarios donde inevitablemente hay un entorno social-, estos espacios estaban claramente pautados para no interferir demasiado en el proceso de introspección.
Meditar es salir del torbellino de ideas, de la catarata de acciones, de la montaña rusa de las relaciones. No sólo al meditar buscamos una cierta protección; incluso evitamos hablar de la propia experiencia meditativa, más allá del necesario seguimiento por parte de nuestros guías, porque hablar sería “romper” esa intimidad reveladora. La meditación es una delicada flor que hay que proteger de las inclemencias del tiempo.
Sentarse es una forma de decir (a los demás y a uno mismo): “¡Basta!”. Basta de empujar el río, basta de engrasar la maquinaria de la neurosis, basta de ser parte del problema, y -aquí lo realmente importante- basta de sufrir innecesariamente.
Para sentarse hay que ser valiente, pues alejarse de lo establecido genera una cierta angustia. Pero aún es más valiente el levantarse tras la meditación para acometer la propia vida, que ha quedado unos minutos o unas horas en suspenso. Cuando encontramos un obstáculo en el camino, sólo aparentemente estamos dando unos pasos hacia atrás… en realidad lo que estamos haciendo es coger carrerilla para poder saltar más lejos.
Sentido
Vamos a la meditación desde las situaciones concretas de nuestra vida, pues de nada sirve ir a la quietud y el silencio sin el saco lleno de experiencias. Ese atado que llevamos en la espalda tiene un gran valor. Delicadamente, en la meditación hay que deshacer el nudo y registrar su contenido. Todos sabemos que detrás de lo aparatoso de la experiencia hay un trasfondo a menudo desconocido: el iceberg de las acciones esconde mucho más de lo que enseña. Se trata de bucear en la meditación, en busca de las actitudes profundas que sostienen nuestros actos.
La meditación no es un confesionario, no es una revisión dogmática de lo que ha acontecido. Muy al contrario, acoge la experiencia desde la celebración y después, laboriosamente, inserta la experiencia en un horizonte más amplio; la hace hablar para volverla más consciente. Hay que vivir, y vivir intensamente, pero claro, vivir por vivir es como dar vueltas en una noria: sentimos la subida y la bajada, pero no vamos a ningún sitio. Le hacemos hablar a la experiencia para ver adónde apunta, seguimos la línea delicada de nuestras acciones para ver, con el tiempo, qué dibujo se está construyendo.
La meditación es una invitación a recogerse de lo vivido, a deshacer lo andado para recoger los frutos y, si es posible, convertirlos en un arte de vivir. Vivir es sembrar, cada acción es una semilla, cada decisión una poda. Vamos a la meditación como va el campesino a recoger la cosecha: con expectación. La recolección nos habla de la naturaleza de nuestros actos, de todos aquellos que dejan un rastro, pequeño o grande, egoísta o altruista.
Pero, ¿cómo sabemos cuál es el sentido de nuestra vida? ¿Cómo discernir lo que hay que apagar de lo que hay que avivar? Seguramente, en algún hueco de la meditación aparecen las preguntas y se intuyen las respuestas. Meditar no es llevar un diario meticuloso de nuestros actos. No se trata de invocar a la memoria, pero inevitablemente las pulsiones internas, los deseos insatisfechos, las heridas narcisistas salen a la superficie, al igual que el mar, de tanto en tanto arroja a la playa lo que tiempo atrás se tragó silenciosamente.
Estamos trazados internamente por innumerables impresiones, por tendencias a menudo desconocidas, por condicionamientos primarios. Observarlos forma parte del proceso meditativo. Desde ahí, podemos reconocerlos y dejarlos marchar, si somos capaces de una profunda aceptación. Es como si fuéramos soltando lastre. Atreverse a soltar viejas batallas, despedidas inconclusas, quejas recalcitrantes, experiencias traumáticas, todo, todo lo que ha quedado sedimentado en ese espejo del ahora donde nos miramos para recuperar de nuevo la realidad, la libertad.
Pero no nos olvidemos de que la meditación nos ayuda a discernir el sentido profundo de nuestra vida cuando hemos terminado de barrer el patio de nuestra casa, cuando hemos separado el grano de la paja. Todos hemos realizado trabajos que no iban con nosotros, y es totalmente lícito trabajar para ganarse la vida, pero a veces nos toca el premio gordo de la lotería cuando nuestro trabajo y nuestra vocación se solapan. Hacer aquello para lo cual nos sentimos preparados y deseamos hacer desde el fondo de nuestra alma no tiene precio. Sin duda, nuestra vocación está vinculada secretamente con los dones que nos ha dado la vida y que, convenientemente, hemos después cultivado.
Cuando en la meditación se aclara no sólo el recorrido hecho hasta el presente sino también el anhelo profundo de una dirección, nuestra vida adquiere fuerza, nuestra inteligencia colabora y nuestro corazón salta de alegría.
Conflicto
A menudo, hablar con los amigos nos sienta bien, especialmente cuando estamos en crisis. Una mirada, una palmada, unas palabras y un abrazo pueden hacer milagros, a pesar de que los amigos no son nuestros terapeutas. Tampoco la meditación es una terapia aunque, en sí, es profundamente terapéutica. No pretendemos resolver los problemas en la meditación, ni mucho menos. Pero es cierto, también, que cuando miramos los problemas desde otro lugar, cuando cambiamos de perspectiva, el problema desaparece o se vuelve diminuto. Y no es tanto por quitarle gravedad al asunto sino por enmarcar el problema en una dimensión más amplia. Todos sabemos que preocuparnos forma parte del problema y que, en cuanto empezamos a ocuparnos de él, su naturaleza cambia.
En la meditación no invitamos a los problemas a la fiesta; ellos vienen solos, sin previa invitación. Y es una buena oportunidad para verlos del derecho y del revés. Una mancha en la camisa es incómoda cuando la miramos a veinte centímetros de distancia; a diez metros, apenas es un punto infinitesimal. Que se vaya la luz en casa puede ser un engorro cuando nos disponemos a ver la televisión… pero también, no lo olvidemos, es una oportunidad para meditar.
Seguramente la meditación nos proporciona algunas herramientas interesantes para la resolución de conflictos. Nos da perspectiva, nos brinda una comprensión más clara de la naturaleza del problema, nos recuerda que todo problema está dentro del tiempo y que el asunto puede ser problemático en una fase, pero no en la siguiente.
Laberinto
Cuando los antiguos construían laberintos, recorrían de alguna manera una representación de la tierra, a través del cuadrado engarzado en un círculo, símbolo del cielo. Tierra y cielo, cuerpo y alma, materia y espíritu conforman la totalidad.