Meditación síntesis. Julián Peragón

Meditación síntesis - Julián Peragón


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en sí mismo es pura ilusión.

      Sin embargo, la respuesta no es intelectual. No basta con entender la paradoja: hay que vivirla; mejor dicho, hay que sufrirla.

      La muerte del ego es un símbolo y también una experiencia. Lo que realmente muere no es el ego sino su orgullo, no es su capacidad planificadora sino su ambición. Muere su apego, control, manipulación, victimismo. Muere la sensación de identidad separada para renacer como mediación en la unidad con el Ser que somos. No nos olvidemos: la mitad del ego es ataque y la otra mitad defensa. Muchas batallas, dentro de una guerra que no es un camino de rosas…

       Iluminación

      Decíamos que más que matar al ego se trata de suspenderlo, acallarlo, de cortar las patitas de su orgullo… para ganar iluminación. Que nadie se llame a engaño: probablemente quien diga que está iluminado sea un impostor. Cuando alguien dice que está iluminado está cosificando algo que en realidad es un proceso, una vivencia pero no una cosa. No existe tal cosa como la iluminación; lo único que hay son grados de luz interior, matices en la libertad, oleadas de amor compasivo, pero nada a lo que agarrarse. No podemos colgar en nuestra pared un título que diga: “Me iluminé tal día a tal hora. Desde entonces, mi vida ha cambiado. Soy otro”.

      Tal vez por eso, aquel que establece metas, certifica iluminaciones, y por eso tenemos infinidad de gurúes a medio cocer, fruto de un arrebato místico o de un estado alterado de conciencia. Maestros y maestrillos que, tarde o temprano, caen del pedestal cuando su “humanidad” no tiene dónde esconderse. Sin embargo, es probable que no haya una meta, o que la única meta sea el paso que estás dando, el bocado que estás comiendo o el abrazo que estás sintiendo en tu presente.

      De la misma manera que el sol va iluminando más y más la tierra desde el momento en que sale por la mañana hasta alcanzar el mediodía, así también nosotros nos vamos iluminando progresivamente (aunque esto, insisto, no tenga ningún final) cuando somos capaces de ir deshaciendo los nudos que nos mantienen apegados a nuestros hábitos, cuando olvidamos las respuestas aprendidas y, desde la escucha sincera, dejamos que brote una respuesta espontánea, cuando aprovechamos las innumerables crisis como oportunidad de crecimiento, cuando dejamos de otorgar poder a las circunstancias y visitamos a nuestras intuiciones, y no sólo a la razón. Nos vamos llenando de luz cuando podemos ir un poco más allá de nuestras necesidades, de nuestra soberbia, de nuestras certezas; cuando somos capaces de cambiar de perspectiva, cuando dialogamos con nuestros límites, con nuestras incoherencias; cuando aceptamos nuestras derrotas, nuestras inseguridades y nuestros miedos.

      Nuestra alma se libera cuando podemos soltar el lastre de la perfección, cuando podemos decir nuestras verdades sin herir, cuando acogemos el sufrimiento ajeno sin asustarnos. Nos volvemos más sabios cuando anónimamente nuestros actos se vuelven semillas de prosperidad, cuando toreamos las adulaciones sociales, cuando nos sentimos confortados en el silencio y la soledad.

      Jesús decía que por sus frutos los conoceréis, una invitación preciosa a soltar nuestro collar místico, donde colgamos nuestros trofeos filosóficos. Iluminarse es aprender a vivir sin tantas respuestas y, lo más difícil, aprender a convertir lo complejo en simple, sin por ello perder profundidad.

      La iluminación no es hablar con Dios ni viajar a capricho con nuestro cuerpo astral. No tiene que ver con demostrar que se puede vivir sin comer o sin dormir, leer el pensamiento, ser muy longevo o anestesiar el dolor. La iluminación no requiere ninguna demostración y, más bien, los poderes extraordinarios son un obstáculo en el camino.

      Al ego le gusta que la iluminación sea un logro sobrehumano, sólo apto para los mejores, pero la iluminación simplemente es dejar que surja nuestro estado natural. Un estado de unión con la vida que hay dentro y que hay fuera. Y en ese estado natural, que podríamos llamar iluminado, hay atención y frescura, alegría y vitalidad, ligereza y fluidez. En ese estado, nos parecemos a un niño, o a un animal salvaje.

      En la conciencia ordinaria, en cambio, nuestra mente se siente pesada, demasiado ruidosa, demasiado complicada. Nuestros cuerpos se vuelven desgarbados y torpes, sin su vitalidad: pagan el precio del predominio mental propio de ese nivel de conciencia.

      En los diferentes estados de iluminación hemos dejado de luchar. La resistencia era lo que creaba nuestra negatividad. Ya no hay nada que demostrar. No necesitamos alimentar al ego, no seguimos identificándonos con el sufrimiento; simplemente nos podemos permitir ser, y que los demás también sean.

       Presencia

      Sin un “yo” que pueda recorrer el camino, sin meta donde regocijarnos, sin iluminación que nos salve de los altibajos de la vida, ¿qué nos queda? Pues nada y todo. Nos queda lo único real, el momento presente.

      Meditar es despertar del sueño ilusorio de nuestra vida, aterrizar en la realidad desnuda sin salir corriendo. Darnos cuenta de que vivimos casi siempre en el tiempo psicológico. Echamos la vista atrás, rememorando una y otra vez lo sucedido, para recordar quiénes somos, no vayamos a olvidarlo. Recomponemos el pasado a nuestro antojo, como si fuera un puzzle del que quitamos aquellas piezas que no encajan muy bien con nuestra autoimagen. Seleccionamos de la memoria lo que nos interesa, y de esta manera inventamos nuestra vida, la que nos gustaría que fuera, pero casi nunca la real.

      No hace falta aludir a investigaciones psicológicas para darnos cuenta de que la memoria es selectiva. De la infinidad de estímulos que se dan simultáneamente en una situación, percibimos sólo aquellos que son significativos para nosotros. Y son significativos porque de alguna manera los deseamos. De su estancia en la plaza, el niño recuerda la juguetería y la heladería, pero no recala en la discoteca ni en la carnicería. Memoria y deseo son sinónimos. Si queremos saber dónde está el deseo, basta con observar dónde se posa la mirada. Si queremos saber lo que alguien anheló en su pasado, esperemos a que nos cuente su historia.

      Así que parte de nuestro tiempo lo dedicamos a recontar las historias viejas y a acomodarlas mejor para que hagan menos daño y para exorcizar las culpas y las pérdidas, o bien para contar las ganancias y realzar las victorias. La otra parte del tiempo lo dedicamos a escudriñar el futuro, ese tiempo por venir que desasosiega porque apenas puede ser controlado.

      El futuro es la otra cara de la moneda del pasado, algo así como un pasado con la cara lavada, con el vestido nuevo o un banquete sin estrenar. El futuro sólo existe en nuestra cabecita en este momento; no es más que una anticipación de nuestro deseo, la culminación de aquello que quedó en el tintero del pasado, allí donde nos gustaría colgar el cartel de final feliz. Pero el futuro no existe, y nunca existirá. Todo acontece en un presente dado. Especular con el futuro es un síntoma de insatisfacción. El deseo, la avaricia, la gula y la codicia galopan estruendosamente hacia el futuro, perdiendo de vista la realidad del presente.

      Pensamos que cuando acabemos la carrera, la tesis doctoral, cuando finalmente nos casemos, cuando tengamos un trabajo mejor, cuando contemos con suficientes ahorros, cuando tengamos niños, cuando éstos sean mayores, cuando nos jubilemos… entonces y sólo entonces culminará nuestro proyecto de vida y podremos descansar plenos y felices.

      Lamentablemente, el futuro no existe salvo como idea, como proyección o anticipación. De nada sirve el futuro si no vivimos la vida plenamente, porque esa plenitud siempre se nos regateará en ese anhelado futuro. La vida que vivimos existe ahora, y esa vida no puede especularse en una especie de bolsa financiera mental. Ahora vivimos, mañana no lo sabemos. Ahora es real, mañana es pura elucubración.

      Para aterrizar en el Ahora (permítanme subrayarlo con una mayúscula) hay que salir del tiempo psicológico, de las ruinas del pasado y de los planos de edificación del futuro. Y por tanto, el Ahora deja en suspensión nuestra mente. La meditación nos ayuda a comprender que se puede vivir el momento sin tener que pensarlo, ordenarlo o juzgarlo, que hay una vida secreta por debajo del discurso mental. En el Ahora no tenemos una vida: somos vida, y ya no hay nada que alcanzar. No hay nada que le falte a este momento que tengamos que buscar después, en un futuro cercano o lejano. Cada momento es lo único real.

      El momento presente ya no tiene límites porque deja de estar cosificado por la mente, cuya función es diseccionar la realidad. Miremos


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