Manuel Álvarez (1796-1856). Un leonés en el oeste americano. Thomas E. Chavez
y Engracia en la montaña, en su pueblo natal de Abelgas, situado en la ladera sur de la Cordillera Cantábrica en la provincia de León, en el norte de España. Bajo la atenta mirada de sus padres, Don José Álvarez y Doña María Antonia Arias1, Álvarez llegó a dominar el francés además del castellano, su lengua nativa, y desarrolló una ambición juvenil de convertirse en escritor. Esta ambición le condujo en última instancia a redactar escritos conmemorativos y documentos oficiales e incluso a publicar algunos artículos para una revista madrileña. Ávido lector, se familiarizó rápido con los escritos de Thomas Carlyle, Sir Walter Raleigh y Benjamin Franklin así como los de muchos escritores españoles. Su interés por la historia se refleja en sus diarios en los que escribió sobre la guerra de Independencia norteamericana y sobre la conquista de México por Hernán Cortés y comparó las obras del jesuita mexicano Francisco Clavijero, quien escribió La Historia Antiqua de México, y del noble prusiano Alexander von Humboldt, autor del Ensayo Político Sobre el Virreinato de Nueva España”2.
Quizá sea el adjetivo “curioso” el que mejor describa a Álvarez: le interesaba la gente y los nuevos territorios; su curiosidad queda evidenciada en sus diarios, en los que anotó con exactitud sus impresiones, pensamientos e ideas. Expresó una preocupación sincera por su país de adopción: “México no debe vanagloriarse de que el mundo se arrodille ante él solicitando entrada en sus puertos. De ninguna manera. El país necesita el flujo de extranjeros, artesanos y trabajadores. A esta gente, sin embargo, se la debe atraer antes”, y continuó: México “debe probar que es merecedor de ellos… asegurándoles un futuro próspero”. La mayoría de sus conclusiones, si no todas, venían de sus conocimientos históricos, un tema que definió en una cita de Thomas Carlyle: “La historia… es la filosofía enseñando con el ejemplo. Antes de que se pueda enseñar filosofía, la filosofía debe estar en las lecturas; la experiencia debe ser recogida y documentada de forma inequívoca”3.
La obra de gran alabanza documentada de Álvarez fue la otorgada a Hernán Cortés, el español que derrotó a los aztecas y fundó la ciudad de México en 1522. Álvarez escribió sobre Cortés que éste no había sido como mucho “sino un magnifico pirata alrededor del cual se habían reunido una tropa de aventureros necesitados y valientes soldados muy hambrientos de conquista y con temperamento de filibusteros. [Sin embargo], resulta innegable que él [fue] un hombre de una capacidad mental extraordinaria –valiente, sagaz, calmado, resistente, intrépido; hombre de estado, orador, historiador, soldado y poeta. Reunió en su persona todos los atributos netamente masculinos además de éxito, determinación indomable…”4 A Álvarez le interesaba, sin duda alguna, Cortés como persona. Una cita atribuida a Robert Walsh que se encuentra unas páginas más adelante en el libro de anotaciones de Álvarez revela otro aspecto del interés de Álvarez por este hombre de tantas dotes: “Esfuerzo sin descanso y qué forma más buena de pensar correctamente, de actuar honradamente y de aprovechar la vida, porque el logro de estos grandes fines de este ser innato constituye, de hecho, la seguridad fundamental de la felicidad mundana”5. Álvarez comprendía el contexto histórico y estudió las posibilidades sobre las contribuciones del individuo dentro de tal contexto. Entendía que al igual que Cortés, él también tenía aspectos negativos y que alcanzar cualidades positivas dependía de tomar la determinación de esforzarse por obtener objetivos loables.
En 1818, a la edad de veintidós años, Álvarez empezó a sentir otras inquietudes y partió hacia México, en busca de aventuras. Allí fue testigo del caos que derivó en la independencia de México de España en 1821. En 1823, abandonó la nueva república para irse a Cuba, todavía parte del imperio español que se desmoronaba. En La Habana, recibió un nuevo pasaporte español de manos de las autoridades españolas y, sin perder tiempo, se embarcó hacia Nueva York y, en el mismo año viajó a Missouri. Probablemente, conoció allí a Eugenio Álvarez, un carpintero y comerciante que era uno de los colonos originales españoles en San Luis. Aunque no se sabe si Eugenio Álvarez era pariente de Manuel, conocerle posiblemente resultó beneficioso para el recién llegado, dadas las ambiciones de Manuel en temas de negocios. Eugenio le pudo presentar a muchas personas influyentes y ser una fuente de información6.
Una vez en el Estado fronterizo, no obstante, Álvarez debió mostrarse ansioso por regresar a México. Además de reunirse con restos de la población hispana, no pudo evitar encontrarse con muchos tramperos y comerciantes que se congregaban en San Luis. Por ellos supo que se había abierto el Camino de Santa Fe y de las muchas oportunidades que aguardaban en Nuevo México, entonces departamento del norte de México. Comenzó los preparativos para el viaje de vuelta, solicitando un pasaporte al gobernador de Missouri, Alexander McNair. Iba a llevar con él once compañeros de viaje, incluidos Louis y Esadore Robidoux y Antoine Lamanche. Todos ellos eran comerciantes y la mayoría tenían apellidos franceses o españoles. Álvarez y sus acompañantes recibieron sus documentos de viaje el día 3 de septiembre de 1824. En estos documentos, escritos en español y en inglés, McNair alababa a estos hombres con comentarios como: “estos comerciantes que van a México son ciudadanos de los Estados Unidos que conozco bien”. Su pasaporte describía a Álvarez físicamente: 1,70 m de estatura, bien afeitado, pelo y cejas negras. Tenía una nariz aquilina y complexión clara que se oscurecería con el tiempo debido a los años de exposición al sol justiciero del sudoeste de los Estados Unidos7.
El 30 de septiembre de 1824, el ya muy viajado español comenzó su viaje a través de las llanuras hacia Nuevo México. Cualquiera que viajara por la ruta de Santa Fe desde Ciudad de Mexico tenía que hacerlo durante 1.500 millas de trayecto por territorio habitado por indios hostiles. Álvarez caminó más de 800 millas, una ruta aún peligrosa pero no tan dura ni hostil. El comercio entre el norte de México y el oeste de los Estados Unidos se había convertido en lucrativo. Por designio o por accidente, Álvarez había encontrado un lugar y un momento especialmente apropiado para un joven aventurado con aspiraciones de éxito como comerciante.
El viaje se convirtió en una experiencia beneficiosa para Álvarez. Aparte de conseguir beneficios económicos inmediatos, este comienzo de aventura y camaradería le iba a ser muy útil durante toda su vida ya que la familia Robidoux, compuesta por nueve hermanos representaba un papel muy influyente en el comercio de pieles en el Sudoeste de los Estados Unidos y siguió haciendo tratos con Álvarez durante muchos años. Tras la llegada del grupo a Taos, a finales de noviembre de 1824, a Álvarez lo contrató Francisco Robidoux, hermano de Louis y Esadore, y al año siguiente se vio involucrado en el embargo por parte de México de la mercancía de su patrón. Robidoux y Álvarez resolvieron el problema pagando al oficial mexicano una cantidad de dinero aparentemente adeudada de antes8.
El español solicitó inmediatamente la nacionalidad mexicana pero se le negó por los documentos que el gobernador McNair había redactado en los que Álvarez aparecía como ciudadano estadounidense. Mientras esperaba que se aclarara este asunto, Álvarez comenzó a explorar la zona alrededor de su nuevo hogar adoptivo. Algo acerca de Santa Fe, la ciudad fronteriza atrajo su atención. Es posible que la topografía y el clima le recordaran a su León de origen. Santa Fe se encuentra a 7.000 pies sobre el nivel del mar al pie de las montañas de Santa Fe o Sangre de Cristo que alcanzan una altitud por encima de los 3.676 metros. El río Santa Fe, en realidad, un arroyo, así como algunos manantiales locales, proporcionaban suficiente agua. En el reguero había sabrosas truchas, pez que a Álvarez le era familiar por el arroyo del mismo caudal que discurría por su pueblo natal de Abelgas. Robustos álamos y bosques alpinos dejaban paso gradualmente a coníferas más bajas que crecieron en la ciudad antes de que fueran utilizados como lumbre. También crecían robles y olmos alrededor del arroyo.