Isis modernista. José Ricardo Chaves
el autor
Estudio preliminar
Durante mucho tiempo el esoterismo y sus términos afines (ocultismo, hermetismo, magia, entre otros) fueron algo así como un cuarto olvidado en el palacio de la investigación histórica de la cultura y de la religión modernas en Occidente (las Europas y las Américas), en el que se guardaban cosas viejas, inútiles y disímbolas, cual ático polvoso y cubierto de telarañas, términos aquellos a los que se les señalaba como algo casi vergonzante, indigno de ser tomado en cuenta por la reflexión seria, ya fuera independiente o académica. El tiempo fue mostrando lo equivocado de esta actitud, pues sus prejuicios dañaban nuestra comprensión histórica y se dejaba de lado la dimensión conformadora que el elemento esotérico ha jugado (y que sigue jugando) en la cultura occidental, a la que, como luego se verá, restrinjo la aplicación de dicho concepto, esotérico. A contrapelo de usos populares actuales, en que esoterismo funciona como una categoría amplia y transcultural, que habría existido en el pasado remoto, en el presente, y que también lo estará a futuro, yo la restrinjo a Europa a partir del Renacimiento y a América después de la llegada europea. Más allá de esos límites, de ese medio milenio euroamericano, la aplicación del concepto esotérico se torna problemática, por lo que habría que generar reflexión, conceptos y diálogo al respecto, y no extender de manera imperialista una categoría (esoterismo) a cualquier universo simbólico.
En esta restricción histórica y geográfica del término me sumo a lo expuesto por Antoine Faivre, fundador de los “estudios sobre esoterismo occidental”, pero también a Frances Yates (de metodología similar, quizá más empírica y menos abarcadora), a la hora de estudiar el hermetismo renacentista y su herencia no bien reconocida en la historia, no solo de la filosofía y la religión, sino también de la ciencia. Magia y ciencia son dos ramas del árbol del conocimiento en Occidente, bifurcadas a fines del siglo XVII por Descartes y después por la Ilustración. En el siglo XIX el romanticismo, por medio de “filosofías de la Naturaleza” tipo Schelling, intentó restaurar los vínculos entre magia y religión de un lado, y ciencia y filosofía del otro. Corrientes esotéricas como el espiritismo y la teosofía también quisieron seguir esta vía conciliatoria. El primero se presentó como “una religión científica” y la segunda como “una síntesis de la ciencia, la religión y la filosofía”.
El impacto cultural de lo esotérico también afectó los ámbitos literarios y artísticos, sobre todo por vía del romanticismo, que dio acogida a buena parte de su visión del mundo: cósmica, analógica, panteísta. El concepto de correspondencias –esto es, analogías, similitudes, metáforas– entre elementos de órdenes distintos, funcionó tanto en Swedenborg y Éliphas Lévi, como en Fourier y Baudelaire. Mística, utopía social y poesía vibraban al unísono analógico. En lengua española, cuyo romanticismo había dirigido sus baterías más hacia el campo político y secular, hubo que esperar más bien al modernismo de fin de siglo XIX y principios del XX para que este influjo esotérico en las letras comenzara a notarse. Es a partir de los autores de la segunda mitad del siglo XIX, sobre todo los que surgen en la última década, como Rubén Darío, Amado Nervo y Leopoldo Lugones, con los que muchos tópicos esotéricos adquieren expresión literaria en poemas y narraciones. Pero también en ensayos, artículos y crónicas como los reunidos en este libro, que, entre otras cosas, busca dar a conocer esta faceta, no tanto no tratada, sino casi siempre mal tratada por lecturas prejuiciosas, descalificadoras y burlonas, sin mayor comprensión del asunto de fondo, o bien, abordada sin un adecuado equipo teórico y metodológico sobre lo que es el esoterismo y su significación cultural.
Cuando se pasa del nivel individual al colectivo, se torna evidente que tales intereses por “lo misterioso” en nuestros autores no eran peculiaridades ni extravagancias personales, sino un patrón cultural de época que vale la pena recorrer, pues brinda nuevas pistas hermenéuticas a la hora de leerlos y estudiarlos. Así, se han buscado textos de escritores reconocidos que aborden asuntos esotéricos con perspectiva literaria, con cierta elaboración lingüística, estética o narrativa, no meramente algo descriptivo o informativo, salvo dos o tres excepciones que luego se mencionarán. Se busca satisfacer así tanto un interés académico o intelectual como un gusto literario por el texto, captando no solo la idea o el tema sino también catando la particular modulación de lo expresado, su arte pues.
Esotérico y esoterismo. ¿Qué significan?
Empecemos por definir esotérico y esoterismo, adjetivo y sustantivo. En su desarrollo lingüístico e histórico, primero fue el adjetivo y tiempo después vino el nombre, primero la cualidad y luego el objeto. De acuerdo con Pierre Riffard, durante mucho tiempo se atribuyó a Aristóteles el haber inventado dicho adjetivo, pero en realidad el que usó fue su antónimo, exotérico. En su caso, lo opuesto a exotérico era lo acromático, lo que se transmitía oralmente, de boca a oído, que es una de las características de lo esotérico, aunque el término como tal no aparezca en él (cf. Riffard, 1990, 65-69). Quien utilizó el epíteto por vez primera fue Clemente de Alejandría, asociado con lo secreto, y en él sí como algo opuesto a lo exotérico, usando ambos términos en oposición complementaria; luego siguieron otros autores como el teúrgo neoplatónico Jámblico, que refiere lo esotérico a Pitágoras y su escuela, y el cristiano Orígenes, que lo concibe en tanto enseñanzas secretas reservadas para una élite.
En lengua inglesa, esoteric aparece en 1655, en la obra de Thomas Stanley para referirse a la escuela de Pitágoras; esotery en 1763, poco más de un siglo después; esoterism en 1835 y esotericism en 1846. En francés, el término esotérisme cristaliza hasta el siglo XIX, primero con Jacques Matter en 1828 y después con Pierre Leroux en 1840. No obstante estos usos pioneros, quien logró popularizar el término e incluso introducirlo como neologismo en otras lenguas fue el ocultista francés Alphonse Louis Constant, mejor conocido como Éliphas Lévi, quien publicó en la década de los 50 del siglo XIX sus tres principales libros: Dogme et rituel de la Haute Magie (1854) e Histoire de la magie y La clef des grands mystères, estos dos de 1859. En lengua española el término esotérico también precedió a esoterismo y fue recogido por primera vez en 1853, en el Diccionario nacional, de Ramón Joaquín Domínguez, aunque tardará más de un siglo para que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua lo recoja, en 1956. Después de Éliphas Lévi, otros ocultistas que contribuyeron mucho a popularizarlo fueron los teósofos H. P. Blavatsky y A. P. Sinnett, quienes impulsaron por un tiempo la expresión “budismo esotérico” para referirse a la teosofía, su particular propuesta doctrinal. Dado el auge de estos autores y sus traducciones al español, no es raro que los términos esoterismo y ocultismo tuvieran buena recepción.
Debe notarse que las palabras esotérico y esoterismo no surgieron, ni en los tiempos antiguos ni en los modernos, de los discursos de los autores y practicantes aludidos por ellas, no fue una “autodesignación”, sino que más bien se dio en el nivel de sus estudiosos y críticos, diríase que en un plano externo, crítico, como bien lo señala Hanegraaff, “aplicado a posteriori a ciertos desarrollos religiosos en el contexto del cristianismo temprano. En la investigación académica actual el término todavía es empleado como un constructo académico” (2006, 337). En cierto sentido podría decirse que fueron los esoterólogos (aunque no se llamaran así), sus pioneros cuando menos, los que inventaron el esoterismo como término lingüístico para aludir a un incipiente campo de estudios y de polémica, y luego estuvieron los esoteristas (los practicantes) para popularizarlo.
Aquí podría uno pensar en una distinción equivalente entre los estudiosos del gnosticismo antiguo y un escritor de literatura fantástica contemporánea, Jorge Luis Borges, cuando distinguía entre los “heresiarcas” (los autores de obra herética) y los heresiólogos, sus comentaristas. En su cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, Borges habla de los “heresiarcas de Uqbar”, uno de los cuales “había declarado que los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres” (1974, 431), mientras que en el último párrafo de “Tres versiones de Judas”, escribe, a propósito de las tesis del ficticio teólogo sueco Nils Runeberg: “Los heresiólogos tal vez lo recordarán; agregó al concepto del Hijo, que parecía agotado, las complejidades del mal y del infortunio” (1974, 518). En un caso, el heresiarca declara directamente su