Isis modernista. José Ricardo Chaves
mediados del siglo XIX el espiritismo comenzó a causar furor en mucha gente, de diversas clases sociales, con el atractivo de presentarse como una suerte de unión entre ciencia y religión, al tiempo que reestablecía la idea del trato con los difuntos en un contexto secular. Como buena parte del ocultismo decimonono, el espiritismo no renunciaba a la intención de estudiar y transformar el mundo, a la manera de la ciencia, pero lo hacía sin abandonar los fundamentos sagrados del cosmos, que se aceptaban, aunque expresados en nuevas formas, acorde con los tiempos modernos. Sobre todo fue la doctrina espírita del francés Allan Kardec (1804-1869), publicada en las décadas de los cincuenta y los sesenta, la que atrajo la atención de un público cada vez más secularizado aunque siempre con inquietudes religiosas, y en este sentido tampoco puede considerarse al espiritismo como algo monolítico, sino que estuvo sujeto a diversas interpretaciones desde su surgimiento a fines de la década de los cuarenta en Estados Unidos, en un ámbito inicial protestante y empírico. El espiritismo moderno, surgido en área anglófona, muy pronto cruzó la mar y aprendió otra lengua, el francés, que se hallaba en la cúspide de su prestigio y difusión, y desde este idioma se reorganizó doctrinalmente (por ejemplo, con Kardec se anexó la teoría de la reencarnación) y se extendió a otras zonas lingüísticas, vía traducciones sobre todo, por lectura directa de parte de burgueses y letrados, como pasó en la zona hispanohablante.
A diferencia del carácter tímido de la religión cristiana de entonces en asuntos científicos, los espiritistas no temieron ir al debate con liberales y positivistas sobre sus propias creencias y métodos, como en México, en el Liceo Hidalgo, en 1875, aparte de las polémicas que se dieron en periódicos, revistas y otros medios. El espiritismo vino a renovar la perspectiva espiritual, pues mantenía la idea de la trascendencia humana sin una estructura dogmática e institucional mayor que quisiera regir la vida privada, esto es, generó una cuota más amplia de individualismo religioso. Y, a nivel de género, se constituyó en un espacio propicio para las mujeres, en un siglo bastante misógino. Ya fuera por su participación directa como médiums, o como clientas de una sesión espiritista, o como lectoras de su particular literatura, muchas mujeres dieron su apoyo al nuevo movimiento religioso. El caso más notable en el mundo hispánico fue el de Amalia Domingo Soler (1835-1909), que se volvió una figura de peso en los círculos espiritistas internacionales, y que escribió una amplia obra al respecto, sobre todo de tipo doctrinal, aunque también literaria. Muy pronto se establecieron vínculos informales entre el espiritismo y el feminismo, y en general con otros movimientos reformistas en educación, en sexualidad, en control natal, en defensa de los animales, entre otros temas. Esto ha sido algo muy bien estudiado para Estados Unidos e Inglaterra (cf. Kerr, 1972; Dixon, 2001), pero también se dieron alianzas parecidas en América Latina (para la región centroamericana, sobre todo en Guatemala y El Salvador, cf. Casaús, 2002), aunque menos fructíferas. En México, en el cambio de siglo, está el caso de Laureana Wright, espiritista, masona y feminista, y en Costa Rica hay varios casos de notables teósofas feministas, como Esther de Mezerville y Ana Rosa Chacón, ya entrado el siglo XX.
Después de dos décadas de gran actividad y crecimiento espiritistas en Panhispania (años 70 y 80 del siglo XIX), apareció en el mapa esotérico de la época la teosofía moderna. Emanacionista y jerárquica, como todas las teosofías anteriores (neoplatónica, cabalista o pietista –la de Jakob Böhme–), aunque ahora con los elementos cientificistas de la modernidad, enseñada en esa ocasión desde la Sociedad Teosófica, organización fundada en Nueva York en 1875 por varias personas, siendo la más destacada Helena P. Blavatsky. La publicación de su libro Isis Unveiled dos años después catapultó su fama como expositora de una nueva síntesis religiosa, que iba más allá de lo presentado hasta entonces por el espiritismo, pues apuntaba a una concepción mucho más intelectual y elaborada, que dejaba en un plano más periférico todo lo relacionado con el espectáculo espiritista de mesas flotantes, ectoplasmas y aportes; había así una tendencia más intelectual que se robusteció con la publicación una década después de The Secret Doctrine (1888), en que las primicias doctrinales dadas por la obra de Nueva York fructificaron en esta propuesta más madura y metafísicamente más poderosa de Londres, que incluía muchos elementos provenientes del budismo y del hinduismo, eso sí, resemantizados, lo que, dado el orientalismo imperante, contribuyó a su mayor atractivo entre el público lector. Al tiempo que se favorecían el estudio metafísico y la ética compasiva, se desalentaban las sesiones espiritistas y el desarrollo de poderes psíquicos.
Blavatsky, más que romper con los procedimientos espiritistas que tan sospechosos resultaban para los escépticos (y también para creyentes desconfiados), lo que hizo fue modificarlos, refinarlos (por ejemplo, con todo su discurso y praxis sobre los mahatmas o maestros espirituales y su correspondencia paranormal), y agregarles una ambiciosa (aunque, hay que reconocerlo, a veces desordenada) erudición, que fomentó el interés por su obra entre un público más intelectual y artístico, aparte del diletante usual en esos medios esotéricos. Habló por primera vez de manera amplia en Occidente –sin las restricciones de logias y grupúsculos– de karma y reencarnación, de chakras y cuerpos sutiles, de yoga, meditación y vegetarianismo, de civilizaciones antiguas desaparecidas, como Lemuria y la Atlántida, de iniciaciones y poderes ocultos, mucho de lo cual sería retomado un siglo después por la religiosidad New Age de la segunda mitad del siglo XX, con un nuevo ímpetu más simplificado, hasta hacerlo formar parte de una cultura popular globalizada.
Esto no significa, como algunos equivocadamente afirman, que la propuesta teosófica de Blavatsky sea igual que la de New Age, pues, para empezar, cien años de secularidad y dos guerras mundiales las separan, y esto no es un detalle menor en el panorama religioso occidental. En todo caso, el Zeitgeist teosófico tiene más que ver con el romanticismo de inicios del XIX (al que de alguna manera continúa) que con el hippismo de la segunda mitad del XX. Esos dos libros mencionados (Isis sin velo y La Doctrina Secreta) y otros más, como La clave de la teosofía y La voz del silencio, muy pronto estuvieron traducidos al español, desde finales del XIX e inicios del siglo XX, por teósofos ibéricos, así como muchos de los libros de la segunda generación teosófica,3 la de Annie Besant y C. W. Leadbeater, con lo que se facilitó su expansión en España y América Latina.
Si bien Blavatsky estuvo traducida al español muy pronto, los libros que dominaron en el área no fueron tanto los suyos como los de la segunda generación, o neoteosofía, en los que se dio una cristianización del discurso teosófico de la rusa (que dejó de lado las propuestas no teístas originales para alojar una divinidad antropomórfica y personal). Además, con esta nueva ola posblavatsky de Besant y Leadbeater se impuso en el área teosófica el proyecto Krishnamurti, de tipo mesiánico, por el cual dicho personaje fue propuesto como futuro vehículo para la encarnación de un nuevo avatar divino, equivalente al retorno del Cristo en Occidente o al del Buda Maitreya en Oriente. Dicho proyecto dominó la mayor parte del mundo teosófico en las tres primeras décadas del siglo XX, incluso con una organización paralela, la Order of the Star in the East, que funcionó por varias décadas en la zona hispanohablante como la Orden de la Estrella de Oriente.
En mi libro México heterodoxo di cuenta de este proceso de influjo de las ideas y prácticas espiritistas y teosóficas en los medios artísticos y literarios de España y América Latina en el siglo XIX y en las primeras décadas del XX, sobre todo, para el caso de las letras, por medio del modernismo, que vino a modificar en buena medida el paradigma positivista y/o católico imperante en la sociedad. Remito al lector interesado en abundar en el asunto a los dos primeros capítulos de ese libro, para no repetir aquí dicho material.
Lo que en aquél quedó como argumento y citación, en este nuevo libro quiero que quede como antología, como lectura directa y contextualizada, como abanico de textos de poco más de una veintena de autores “literarios” representativos del área panhispánica (en especial de cuatro países: España, México, Costa Rica y Argentina), que permita al lector del siglo xxi acceder directamente a una muestra de escritos de época, de 1890 a 1930 aproximadamente, los cuales testimonian sus intereses teosóficos y espiritistas, a veces con un enfoque periodístico informativo, pero en otras ocasiones con uno de tipo espiritual e intelectual que afectaba la propia obra literaria, como ocurrió en los casos de Rubén Darío, de Leopoldo Lugones o de Amado Nervo, para citar tan solo a tres de los más famosos. Con respecto al periodo señalado,