La música de la República. Eva Brann T.H.
esquemático, ¿cuál es la naturaleza de lo que nos hace prudentes? ¿Es una condición emergente del cuerpo o un alma separable e indestructible? ¿Qué papeles desempeñan los sentimientos y las impresiones sensoriales a la hora de inducir a la reflexión? ¿Se consideran las principales incitaciones al pensamiento puntos muertos a los que se llega por medio del discurso explicativo? ¿Qué alcanza el discurso humano cuando nombra objetos? ¿Es la respuesta formular hipótesis sobre estables seres ideales detrás de las cambiantes apariencias? En ese caso, ¿cómo se vincularía con ellos el mundo sensorial? ¿Cómo surgen los números, son modelos de nuestras explicaciones de la naturaleza? ¿Cuáles son las causas de la generación y la descomposición y del cambio temporalmente ordenado? ¿En qué términos se explican mejor los efectos de la naturaleza: a través de elementos del mismo orden que esos efectos (como cuando la materia mueve a la materia), de poderes naturales de un nivel diferente (como cuando la fuerza mueve la materia) o de causas metafísicas (como cuando el intelecto mueve a la materia)? ¿Es posible una exhaustiva explicación racional de nuestro mundo o siempre lo tiene que completar una historia que lo circunde? Sobre todo, ¿es la filosofía una profesión moralmente neutral o necesariamente implicada en la virtud?
Sería tentador llamar a esas cuestiones «problemas», puesto que incluso hoy en día son asuntos reconocibles de la filosofía, aunque tal vez en términos sumamente desarrollados. Para nosotros un problema es una pregunta que se formula con vocabulario técnico fijo y que espera una solución satisfactoria. Creo que hemos obtenido ese significado de Aristóteles, que, como el primer historiador de la filosofía, establece una lista de problemas recibidos en su Metafísica (III). No obstante, sigue usando el término de Sócrates aporia para referirse a ellos, aunque en un sentido más estricto.
Sócrates, por otro lado, aunque hubiera filosofado en un tiempo en el que todas las preguntas hubieran tenido una historia bien trabada, seguiría estando –imagino– al principio. No le preocuparía tanto idear elaborados desarrollos para problemas recibidos como quedarse admirado con el estudio en su origen. No invita a esos jóvenes, que confían en él, a resolver problemas que entren en el cementerio de la historia suplantada; más bien les pide que mantengan sus perplejidades vivas. Eso es lo que la filosofía significa para él.
3.
La ofensa de Sócrates: Apología
I Una primera lectura de la defensa de Sócrates ante el tribunal de los atenienses, según la cuenta Platón, suscita un sentimiento exaltado a favor de Sócrates.1 Esa es mi experiencia y, creo, la experiencia de la mayoría de los estudiantes: oímos a un filósofo haciendo frente noblemente a un pueblo que lo persigue.
Es una percepción perenne. Por citar solo dos entre los muy numerosos testimonios,2 uno del siglo XIX y otro del XX: John Stuart Mill, refiriéndose a la Apología en su ensayo Sobre la libertad, dice que el tribunal «condenó al hombre que probablemente de todos los nacidos menos se merecía que la humanidad lo condenara a muerte por criminal», y Alfred North Whitehead afirma que Sócrates murió «por la libertad de contemplación y la libertad de comunicar las experiencias contemplativas». En general, los defensores de Sócrates se encuentran entre aquellos que razonablemente podrían llamarse liberales, con más seriedad o ligereza.
Sin embargo, una relectura del discurso pone a prueba ese primer sentimiento y suscita sospechas que confirman las lecturas siguientes. Me sorprende la intransigencia con la que se muestra a Sócrates a la ofensiva, convirtiendo su defensa ante el tribunal de la Heliea en una acusación a los «hombres de Atenas». Una pequeña formalidad marca el tono: ni una sola vez se dirige al tribunal con el acostumbrado «Jueces»; lo reserva para los que votan por su absolución (40 a).
Es más, el discurso intensifica su provocación hacia el final. En la sección, pronunciada después de la condena, donde Sócrates se vale de la oportunidad que le otorga la ley ateniense para proponer una pena que contrarreste la que solicita la acusación, sugiere primero mantenerse a expensas públicas, porque así tendría más ocio para exhortar a los atenienses; luego sugiere una multa irrisoria equivalente al rescate de un prisionero y, solo al final, apremiado por Platón, Critón y otros amigos, ofrece con reluctancia una suma razonable treinta veces mayor. Como consecuencia previsible, ochenta jueces del jurado, claramente convencidos de que este Sócrates, una vez condenado, debe ser ejecutado, votan por la pena de muerte (Diógenes Laercio ii 42). Más tarde, tras el juicio, cuando se permite a Sócrates hablar una vez más, lanza oscuras amenazas contra la ciudad a través de sus hijos (39 d).
Esa perspectiva sobre el acontecimiento, contraria a la causa de Sócrates, también tiene un linaje de testimonios. Sus fuentes varían, en su mayoría, de respetablemente conservadoras a intolerantes e incluso reaccionarias: de Jacob Burckhardt, que llama a Sócrates «el sepulturero de la ciudad ática», pasando por Nietzsche y Sorel, al escritor nazi Alfred Rosenberg, que considera su defensa una muestra de la degeneración de Grecia. Esta ruda división de puntos de vista tiene algo que ver con lo que voy a decir.
La variedad y volumen de comentarios acerca de la Apología es en sí misma significativa. Pero el descubrimiento que verdaderamente podría sobresaltarnos –lo que Sócrates dijo en realidad–está por completo más allá de nuestro alcance, como lo estuvo de un contemporáneo como Jenofonte. En su Apología, que al mismo tiempo contrarresta y complementa la versión platónica, juzga deficientes todos los relatos del discurso de Sócrates y dice que el único aspecto en el que están todos de acuerdo es su «grandeza de expresión» (§ 1). Así que volvemos a la consideración y reconsideración de la versión principal, la de Platón, que seguramente es lo que Platón quería.
II Puedo ver una razón principal y dos secundarias para ofrecer otra lectura de la Apología. La primera de las razones más débiles se encuentra en la posición especial que ocupa la Apología en las obras socráticas de Platón. Es el único discurso en ellas; los oyentes participan solo a gritos y su único interlocutor, el reluctante testigo Meleto, es empujado a un diálogo. Es la única obra en la que el autor, explícitamente ausente incluso en la muerte de Sócrates (Fedón 59 b), informa que estaba presente, un hecho que Jenofonte omite. Entiendo que esas circunstancias indican que lo que Sócrates dijo e hizo aquí proyecta su sombra sobre las demás obras, incluyendo las que preceden al juicio en la fecha dramática. No me refiero solo a los diálogos que se asocian de forma explícita a la Apología, a saber, su prólogo, la conversación de Sócrates con Eutifrón sobre la piedad; su complemento, sobre el patriotismo, con Critón, y su consumación, sobre la muerte, con Fedón y otros. Tampoco me refiero en particular a las obras que contienen claras alusiones al juicio, como las amenazas de Ánito en el Menón (94 e) o la predicción de la muerte del filósofo en la República (517 a). Más bien, su defensa tiñe todas las conversaciones platónicas, incluso aquellas en las que Sócrates está ausente; de qué manera es la cuestión que hay que discutir.
III Una segunda razón para prestar atención a la Apología es que pertenece a un grupo de obras cuyo asunto constituye un tema de la educación moral, aunque no sabría si llamarlo un género literario por la solemnidad de la ocasión. Son relatos de los juicios de quienes han ofendido a las autoridades con el pensamiento o el discurso, pero no con hechos reales. Por ejemplo, dos días antes de su condena por alta traición y menos de dos semanas antes de su ejecución, Helmut von Moltke escribió una carta a su mujer detallándole su juicio ante el Tribunal Popular Nacionalsocialista. En la carta, que salió clandestinamente de la cárcel, decía: «Estamos limpios de cualquier acción práctica; nos van a colgar porque pensamos juntos».3 Prosigue alabando al, por lo demás, despreciable juez por su claridad de percepción al respecto.
Todo aquel que muere por sus actos también lo acaba haciendo por su pensamiento. Pero lo que distingue esas muertes solo por pensar y hablar, sin intención probable de incitar a ninguna acción en particular, es la aguda forma que dan al problema de la función del pensamiento en el