La música de la República. Eva Brann T.H.
y Caliente, Par e Impar) se aplica ahora de forma incuestionable al alma en relación con el cuerpo. La Vida y la Muerte son contrarias. Las cosas que «contienen contrarios» se comportan como lo hacen los contrarios mismos: se excluyen mutuamente y son hostiles entre sí. Lo que no admite Muerte debe, sin embargo, ser inmortal, y el alma, que aporta la Vida a lo que posee, debe «contener» lo contrario a la Muerte. Por tanto, «el alma es algo inmortal». ¿Se ha demostrado suficientemente esa conclusión? Cebes, habitualmente escéptico, parece creerlo. Responde con un entusiasta «Muy adecuadamente demostrado, Sócrates». Sócrates añade una condición más cuestionable al argumento: que el alma se muestre tan imperecedera o inmune a la decadencia como inmortal. Cebes acuerda de buena gana que en verdad lo inmortal debe ser inmune a la decadencia. Sócrates concluye: «Cuando la Muerte le llega a un hombre, su parte mortal, como es probable que ocurra, muere, pero su parte inmortal sale y queda a salvo, sin decaer, apartándose del camino de la Muerte». Entonces Sócrates regresa a su punto anterior, uno de los constantes estribillos de su canción filosófica: si el alma «sale», debe haber un lugar al que salga. Ese lugar es el Hades, lo Invisible.
Cebes dice que ahora ya no desconfía de los argumentos anteriores. Anima a Simmias «o a cualquier otro» a hablar en voz alta mientras haya tiempo. También Simmias dice que ya no desconfía, «dado lo que se ha argumentado», pero matiza su acuerdo con Cebes. Confiesa una persistente desconfianza basada en la magnitud de lo que han estado hablando y, por contraste, la debilidad de la naturaleza humana. Sócrates responde reforzando esa desconfianza al tiempo que la transforma en una tarea de por vida. Despeja las vagas ansiedades de Simmias por la flaqueza diciéndole que se ponga a trabajar. Incluso nuestras «primeras hipótesis», dice Sócrates, «deben examinarse con más claridad». Presumiblemente se refiere, en particular, a la hipótesis de las formas.
Previamente en el diálogo, Sócrates había invocado la figura de Penélope. El verdadero filósofo no era como Penélope, cuya red se tejía solo para deshacerse. No dejará, una vez libre de enredos corporales, que su alma se repliegue vergonzosamente en el cuerpo. Pero aquí, al final de los argumentos del Fedón, Sócrates recuerda y rehabilita de forma indirecta la figura de Penélope. El verdadero filósofo es, de hecho, como la mujer de Odiseo. Al final de un argumento, cuando se ha «tejido» una conclusión, debe volver al principio, separar las hebras de las que se compone el argumento y deshacer la red del lógos. El lógos, cuyo regreso a la vida ha intentado lograr el nuevo Heracles, perdura precisamente en esa oscilación entre tejer y destejer. El argumento sigue y es, en cierto sentido, inmortal, no solo porque las almas valerosas lo conservan, sino porque el lógos filosófico es en sí mismo inherentemente incompleto y nunca «llega al final».
XIII LA VERDADERA TIERRA (107 b-115 a)
Sócrates pasa ahora del argumento, y de nuestra confianza y desconfianza en el argumento, a su mito sobre la verdadera tierra. Como los mitos que Sócrates presenta en otros diálogos, este tiene como punto central la importancia extrema de cuidar nuestras almas en nuestra vida mortal. El mito presenta un «cosmos» genuino, un todo bellamente ordenado. Podríamos decir que logra, aunque de modo mítico, lo que la Mente de Anaxágoras no había logrado. En lugar de las muchas referencias anteriores al Hades, Sócrates presenta una descripción elaborada de la forma y funcionamiento del Todo. Combina el lenguaje del cuerpo en proceso, el lenguaje de la física, con un relato de la suerte que corren almas distintas en el Todo.
Según el mito de Sócrates, la tierra en sí presenta tres capas: la tierra real, los huecos interiores donde moramos (creyendo que vivimos en la superficie) y la tierra bajo nosotros. La Tierra en sí, redonda, pura y resplandeciente, permanece en reposo como un todo en medio de los cielos. Para mantenerla en su sitio no se necesitan empujes ni tirones, Atlas ni aire, en otras palabras, fuerza externa. La «autosemejanza», es decir, el equilibrio de los cielos y el propio equilibrio de la tierra, es suficiente para mantenerla en reposo. La vida en la superficie de la verdadera tierra refleja esa situación cósmica. No se encuentran allí tiras ni aflojas, la agitación y violencia que marcan nuestras vidas en los huecos. La verdadera libertad, en otras palabras, es la escapatoria de todos los procesos y su seriedad correspondiente. Los habitantes de la superficie de la verdadera tierra flotan libres, residiendo sin disimulo, deleitándose en la percepción de las cosas que son, como turistas en unas vacaciones eternas. No hay ciudades montadas sobre facciones, de hecho no hay ciudades en absoluto sobre la superficie de la verdadera tierra.
En el mundo inferior, situado bajo lo que llamamos tierra, las cosas son muy distintas. La fuerza y la restricción, la agitación y la violencia caracterizan tanto el «aspecto» de ese mundo como las «vidas» de los que están forzados a quedarse allí. De hecho, las subidas y afluencias de líquidos a gran presión, la ausencia de luz excepto en la presencia de gran calor, parecen reflejar la agitación interior de los habitantes más desesperados de ese mundo, a los que a su vez se arrastra, siempre a merced de algo o alguien distintos.
Pese a su aparente caos, el mundo inferior tiene una estructura: no orden y desorden, sino diferentes principios de estructura compensan la diferencia entre arriba y abajo. El orden del mundo inferior es el orden de la oscilación, del movimiento que restringe o gobierna un punto; en este caso, el centro de la tierra. El centro de la tierra es también el centro de un gran tubo que atraviesa la tierra, el canal del Tártaro. Ese tubo y su centro determinan todo fluido en el mundo inferior. La posición del Tártaro define, en general, el sendero del fluido, el significado «de aquí para allá». Canales llenos de todo, desde agua hasta fuego líquido, colman el mundo inferior, pero cada canal, por muy tortuoso que sea su sendero, debe salir y volver a entrar en el Tártaro antes o después. El centro del Tártaro, a su vez, define la posible extensión del fluido: igual que la lenteja de un péndulo no puede, en el transcurso de su movimiento, terminar en un punto más elevado que su punto de liberación, el fluir líquido del Tártaro en un momento determinado no puede volver a entrar en él desde más allá del centro más que por el punto inicial de desagüe.
En esa estructura de subidas ordenadas, sobresalen cuatro ríos junto con el Tártaro. El Océano («Fluir veloz»), el Aqueronte («Desolador»), el Piriflegetonte («Resplandor de fuego») y el Cocito («Chillido»). Aquí, también, hay un orden, un orden de contrarios, por decirlo así. El Océano y el Aqueronte se emparejan el uno con el otro, como lo hacen el Piriflegetonte y el Cocito. Circulan en direcciones contrarias y tienen sus desembocaduras «justo enfrente» el uno del otro, es decir, en posiciones diametralmente opuestas a uno y otro lado del centro. Además, el punto en el que el Piriflegetonte y el Cocito se aproximan más es cuando pasan por el lago Aquerusíade. Aquellos que han cometido grandes fechorías, pero curables, pasan la mayor parte de su tiempo moviéndose de manera violenta dentro del Tártaro y se les arrastra más allá del lago Aquerusíade a los ríos solo para pedir perdón a quienes hicieron daño. En otras palabras, esa constelación de ríos parece funcionar como el centro moral de la tierra inferior.
¿Dónde estamos nosotros en esa imagen de la tierra? Las cosas más hermosas que nos rodean son meros fragmentos, aunque fragmentos de las cosas de arriba. Aunque nuestra visión esté nublada, vemos los mismos cielos que ven los que moran en la superficie. Algo de la belleza moteada de su mundo viene de la neblina y el aire que nos rodea, el «sedimento» del éter. Pese a ello, parecemos vinculados por igual a la tierra que hay debajo; de hecho, a veces es difícil decir dónde terminan los huecos y comienza el inframundo en el relato de Sócrates. Que las aguas de nuestro Océano se gobiernen y mezclen con las mismas leyes que sus aguas, que su Piriflegetonte en ocasiones aflore en nuestro mundo, son señales suficientes de la vinculación. Nuestras vidas regulares están suspendidas de esos dos extremos y cómo vivimos ahora tiene que ver por completo con la región en la que viviremos o tal vez vivimos.
Debemos señalar que el mito se dirige a Simmias, quien, como se ha dicho, parece ser el más lírico y menos dialéctico. Sócrates concluye su discurso a Simmias con una exhortación. Habla del «noble riesgo» que implica tomar el mito en serio, es decir, no en creer todos los detalles míticos, sino en hacer todo en la vida para «participar de la virtud y la prudencia». De nuevo, Sócrates vuelve al «buen encantador» que sabe cómo conjurar al coco, el Miedo a la Muerte; pero ahora el encantador somos nosotros. Debemos tomar en serio nuestras almas creyendo