Colombia frente a los escenarios del pacífico. Ricardo Mosquera Mesa

Colombia frente a los escenarios del pacífico - Ricardo Mosquera Mesa


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al país por medio de otro y al mundo como cuarto vicepresidente de la Junta Ejecutiva de Unicef, y que sabía lo que era el poder político y hacia dónde naufragaba ya como el Titanic en la plaza de Bolívar —como simulan los lienzos del pintor Gustavo Zalamea—, no quería en adelante ningún poder distinto al poder de un saber humilde, nacido del humus. Pude andar los caminos de los saberes y de la vida como mi modelo de entonces, Jean Jacques Rousseau, y con la plena voluntad libre que tanto admiraba Kant en el ginebrino. Desde entonces van los mismos años que la Constitución de 1991, casi treinta, los últimos cuatro vividos en una periferia de la periferia, un seminario abandonado en un corregimiento de Arauquita de nombre La Esmeralda, desligado de cualquier poder mayúsculo o minúsculo, pero siempre muy atento a los signos del orbe y de la nación.

      Por lo cual, torno a redondear la presentación y a demostrar la importancia extraordinaria de esa Guía para perplejos, como somos todos en materia de economía política, que Ricardo explaya como un mapa milagroso para salir del laberinto de nuestra secular pobreza franciscana colombiana, en este su último libro. Porque en esas aventuras como “negro”, escritor fantasma y por tanto como el doble invisible de un presidente, leí todos los discursos de posesión y muchos mensajes al Congreso de los presidentes de Colombia y en general todos aquellos discursos que enunciaran claves cruciales de nuestro destino como Estado Nacional.

      Fue así como leí por primera vez el discurso inaugural de Simón Bolívar en la instalación del Congreso de Angostura y quedé tan impactado por su mensaje, por ser como una lettre en soufrance, carta en sufrimiento, como dicen los franceses, enviada por el Libertador a la posteridad, que con apoyo de la Rectoría de la Universidad Nacional, con el entusiasmo de Dolly Montoya, organizamos un Encuentro Internacional, Nacional y Regional en el municipio de Tame, el 15 de febrero de 2019, a los exactos doscientos años de haber sido pronunciado en lo que entonces era Angostura y hoy es Ciudad Bolívar, cerca del Orinoco. Investigadores de Marruecos, Venezuela, México y Colombia, movimientos sociales, Iglesia, profesores y estudiantes de colegios públicos y autoridades municipales convergimos durante dos días en la Biblioteca Pública Coronel Fray Ignacio Mariño y Torres, en aunar razones y voluntades a favor de la continuidad de diálogos de paz con el Ejército Nacional de Liberación y por el desarrollo socioeconómico de una región tan afectada por los conflictos armados.

      Sin modestia alguna afirmo que fue la celebración más digna entre todas las habidas hasta ahora y presiento que en todo el año en torno al bicentenario, oficiales o académicas. Y la menos publicitada. Y la de sentido más urgente y contemporáneo porque el clamor de Bolívar —con el numen de su maestro don Simón—, era clarividente: si no se funda la soberanía política en la educación del soberano, acostumbrados a largas y cruentas guerras, una vez vencido el enemigo exterior emprenderíamos derrotas en guerras fratricidas. Con visión de cóndor avisó: urgía para erigir la educación como cuarto poder público, el poder moral y ético de la nación para formar una conciudadanía democrática solidaria y curada de pasiones tristes y violentas.

      ¡Solo hace falta ver la hondura de nuestras fracturas y la continuidad de los viejos y queridos odios para advertir lo contemporáneo del mensaje de Bolívar! Y para reparar el malgasto, tan trágico significado en la corrupción política y social, lo mismo que el costo letal de las violencias al por mayor y al detal y el significado de ambos fenómenos para la mengua de la confianza en el destino del Estado Nacional. Como menciono adelante, el libro de Ricardo expone, como si fuera con ábaco, esta aritmética de las restas y de las divisiones y este alfabeto de los desastres con la sobriedad propia de las cifras y la mesura proverbial de su talante, tan opuesta a mi retórica cuando me dejo tomar ventaja del “negro”, ese escritor fantasma que todavía llevo bajo la piel.

      ¿Hemos dejado pasar inanes, sin aprendizajes y sin efectos las lecciones universales desde aquella coyuntura inédita como pocas, de las transformaciones napoleónicas en los inicios de nuestro Estado Nacional? La respuesta no puede ser tan unívoca en sentido negativo como predicarían los pesimistas, ni tan optimista como se apresurarían a decir los elogiosos. Como diría el siempre mesurado historiador Jaime Jaramillo Uribe, nuestro estilo y personalidad son las de un talante de ritmos y de estampas intermedias: la áurea medianía que elogiaban los latinos, a veces empero tan propicia a degenerar en mediocridad.

      Baste un breve balance a sobrevuelo. Si la independencia fue en su raíz y ha de ser siempre un proceso educativo y cultural antes que político y militar —como lo subraya tanto Ricardo Mosquera Mesa en las conclusiones luminosas de su libro—, entonces el fracaso ya asomó desde el inicio, pues solo a grandes trompicones reviviría la senda de la Expedición Botánica en la Corográfica, ella misma cegada también en su continuidad por tantas guerras civiles. Y ello no solo por el asesinato de Caldas y de otros próceres, sino porque el primer empréstito, el llamado de Zea, fue una aventura que sembró muy poco.

      Bien adelante, el régimen radical fundado teóricamente por la apropiación del primer tomo de La democracia en América de Tocqueville por ese factotum que fuera Florentino González en su libro de 1840 que clama por reedición, Elementos de administración pública (Bogotá, Imprenta Cualla, 1840), pereció sin duda más por falta de sustento económico que por su endeble arquitectura constitucional, siendo como fue muy frágil: muchos Estados soberanos, muchas naciones pero poco y precario estado nacional. Añil y quina fueron suplidos por la química sintética y el tabaco fue ya obsoleto por la competencia del oriente de Asia amparado en la agricultura orgánica. Con razón exclamó don Salvador Camacho Roldán en el Discurso inaugural de la Sociología, en el auditorio de la Facultad de Derecho el diez de diciembre de 1882:

      Quedarse atrás en la carrera de las ciencias es morir.

      Un predicamento que, pese a casi siglo y medio, mantiene su actualidad como si saliera nuevo y fresco desde el libro de Ricardo Mosquera Mesa. Empero, la fundación de la Escuela de Minas en 1888 sirvió de cerebro para que la exportación del café se invirtiera en la organización industrial. El enorme salto fue lastrado, como ya lo advirtiera Alejandro López en Problemas colombianos de 1926, por la ausencia de voluntad de la élite hacendataria de transformar la condición agrícola semiservil. A falta de la cual el mercado interno fue siempre precario, la industria fue morosa en el tránsito hacia bienes intermedios e impotente para coronar en bienes de capital.

      Todavía se extrañaría un debate a fondo en torno al modelo de desarrollo agrario privilegiado en medio siglo por Lauchlin Currie —personaje crucial tan alabado en parte con razón, pero tan necesitado de mucho criba—, con su negativa a optar por el ideal del farmer de Estados Unidos, muy fascinado por el contrario con el prototipo Junker de lenta y penosa transición al capitalismo, tal cual lo expusiera Karl Kautzky en La cuestión agraria a fines del siglo antepasado y que, por cierto, fuera lectura obligada en los años de estudiantes de nuestra generación. Vinculado el modelo de Currie a un hipercrecimiento del sector financiero en el plan de Las Cuatro Estrategias de la administración de Misael Pastrana, desde entonces con sus variantes proteccionistas o desde 1991 aperturistas, este camino privilegió las rentas del suelo y del dinero, sin tocar el régimen hacendatario de ganadería extensiva, asunto agravado por el narcotráfico y el paramilitarismo. Con ello se explica la pavorosa inequidad que registra muy bien el libro de Ricardo Mosquera Mesa, con la triste posición de Colombia como la tercera peor distribución en el mundo, y no menos se entenderían las desventuras de Chirajara y de la Ruta del Sol, que arriesgarían a echar a perder indudables logros del progreso en el sector financiero —uno de los componentes institucionales donde mejor le va bien a Colombia en el índice de competitividad—, porque desde Aristóteles se advirtió que la ganancia debida a la especulación nubla la visión y empaña la acción, tal como sucedió en Estados Unidos con el abuso del manejo de los créditos hipotecarios, pasaje muy bien examinado en el libro de Ricardo.

      De no ser por la gesta heroica de Gabriel Betancur Mejía, con la fundación de Icetex y con la elaboración del primer plan decenal de educación del mundo, junto con el español radicado entonces en Colombia, Ricardo Díez Hochleiter, elaborado hacia 1957-1958 y articulado con el plebiscito instituyente del Frente Nacional con el mandato de destinar el diez por ciento del presupuesto a la educación como un propósito de paz; y de no ser por la atemperación de parte de la violencia, la interpartidista, aquella hidra hubiera arrastrado al país a la condición que ha rozado,


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