Colombia frente a los escenarios del pacífico. Ricardo Mosquera Mesa

Colombia frente a los escenarios del pacífico - Ricardo Mosquera Mesa


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de educación se mantuvo hasta 1952 en un grado y cuarto por persona.

      No obstante, el tránsito del Frente Nacional a la Constitución de 1991 y el paso de un país agrario a uno urbano, han ocurrido con más sombras que luces debido a crecimientos siempre modestos y arrítmicos; violencias organizadas recurrentes y severas; volatilidad ideológica; procesos de paz intermitentes y nunca definitivos; crisis severa de los partidos muy dependientes de grandes caudillos; liderazgos mesiánicos; juegos de suma cero; avances y retrocesos en el aprendizaje de la democracia local; curiosa aleación de cierta racionalidad en el manejo económico del Estado con la persistencia de mentalidades y prácticas clientelistas más exacerbadas y fuera de control en contextos de polarización; progresos cuantitativos en la ampliación de la escolaridad, pero muy lentos avances en la calidad sustancial de la educación con un defecto pavoroso: la ausencia de rigor en la apropiación crítica de la historia, supuestamente compensada con un énfasis exagerado en el fomento de actitudes que hoy llamaríamos políticamente correctas, pero con ausencia de rigor en el equilibrio entre la apropiación de derechos y la responsabilidad que ellos demandan dadas las fricciones entre los distintos derechos y la escasez de recursos. Todo ello no es ajeno a un escalofriante crescendo de la polarización política, ante la cual quien ha vivido tantos años se limita a una frase tajante: ¡pronóstico reservado, paciente en estado grave y sometido a continua y escrupulosa observación crítica de sus signos vitales!

      Doy un testimonio de lo anterior: hacia 2009 escribí, en una muy difundida revista de orientación radical de la Universidad del Tolima, que yo como pensador social no podía, ni debería, ni querría declararme como uribista o antiuribista, pues no soy juez y como analista debo mantener la cabeza fría para que el pensamiento pueda calar hondo en lo que es Colombia, independientemente de lo que uno quisiera que fuera. Declarar una vez más esta independencia de juicio hoy en día suena como a suicidio intelectual o a doble lapidación por parte de unos o de otros, cuando en pensadores clásicos como fueran Max Weber y Emilio Durkheim, esta serenidad de juicio era condición ineludible para elaborar ciencia social.

      Y es de aquí de donde se extraería el primer y más crucial aviso de alerta para que no seamos tan ingenuos, tomado por cierto fuera del libro de Ricardo Mosquera, pero que nace de ahí mismo si el libro es bien leído en sus entrelíneas y en sus márgenes y aunque ello no aparezca nunca explícito en sus páginas, pero que está bien presente por el tono objetivo y mesurado de la escritura del libro: si no se logra morigerar la polarización tan espeluznante que se advierte en la sociedad colombiana, correremos el riesgo de una precipitación en un abismo insondable como no se ha experimentado en la historia republicana. La única manera de salvar este paso por el Escila y el Caribdis de tantas fuerzas enfrentadas, consiste en confiar absolutamente y en un ciento por ciento en la majestad de la justicia. Si, como ocurrió ya en noviembre 6 de 1985, se violan la autonomía y el libre dictamen de las cortes, solo cabría volver a pensar en una frase célebre de Cicerón que sirvió como epígrafe a un díptico con un memorial del holocausto elaborado por mi antigua compañera y esposa, la artista Gloria Bulla:

      Inter arma enim silent leges.

      Callan las leyes cuando irrumpen las armas.

      Triste enunciado que eclipsó la frase del general Santander que lucía en el frontispicio del edificio de la Justicia:

      Si las armas os dieron la independencia, las leyes os darán la libertad.

      Entonces solo cabría solicitar el socorro divino, porque ninguna fuerza humana podrá liberarnos de nuestros demonios. Y ello no es un pedido que debiera extrañar, pues el mundo parece girar en estos últimos tiempos cerca del vórtice de la locura, entre otras causas porque el ejercicio de la política y en general del poder, incluso del micropoder —como se revela en las redes sociales—, adopta hoy con mayor frecuencia y profundidad la dimensión del simulacro, manifiesta entre muchas otros flancos en las denominadas fake news, falsas verdades. ¿Cuándo se ha visto en la historia universal que un candidato sea elevado a la primera magistratura con el record de haber afirmado que la única solución radicaría en asesinar a 30 000 personas? ¿O que se permita siendo presidente burlarse de la consorte del presidente francés por fea y vieja? ¿O que despache sin vergüenza las acusaciones de que prohíja los incendios forestales para favorecer a los exportadores de ganado, a los madereros y a los productores de soya? No es empero el único. Mike Pompeo declara con toda seriedad que el derretimiento del Ártico significará un progreso mayor que la construcción del canal del Suez o el del de Panamá por las posibilidades de explotación de oro, petróleo y otros minerales.

      Es justamente este cambio orbital en los últimos decenios el que sirve de telón al examen de Ricardo Mosquera, para que tras la mayor crisis de la economía política de toda la historia de la especie, la de la depresión de 2008, el lector desconcertado pueda develar los sentidos de los saltos de una aguja de marear que pareciera brincar de un lado al otro, esquiva a referirse a un norte preciso. Hoy más que nunca, desde la época turbulenta de Maimónides, se experimenta el imperativo de transformar la perplejidad en complejidad pensada, tarea de enorme dificultad pues esta es una sociedad del riesgo y del caos. Y la economía pese a ser la más dura de las ciencias blandas sigue y seguirá siendo un saber que si bien es siempre muy informado, se mueve entre las incertidumbres, las conjeturas y las probabilidades, tanto más cuanto se aproxima al poder político siempre tan insólito por ser un surtidor de tan caprichosos temperamentos como el de la primera figura de la máxima potencia hasta ahora, Trump, una personalidad que solo se puede describir como la de un gambler y un tahúr de una cantina del medio oeste, de donde se amasara por cierto la fortuna de la familia, adicto como buena parte de la sociedad norteamericana a la segunda enmienda, esto es al interés prioritario de la Asociación Nacional de Rifle por mantener la libertad del porte de armas.

      Para poner un punto de comparación, y recurriendo de nuevo a las variaciones de nuestros mapas geopolíticos, basta mencionar la transición de la retórica de los presidentes gramáticos a la propia de la gravitación económica, tal como fuera escenificada en Colombia por el último de los retóricos latinistas, el admirable conservador Marco Fidel Suárez, quien ejerciera la presidencia entre 1918 y 1921, defenestrado del “Palacio” por esas amalgamas tan bizarras pero tan propias de Colombia entre el conservatismo más rancio personificado en Laureano Gómez y la avanzada ola de socialistas con los primeros brotes del partido comunista.

      Como advertirá el lector, tomo partido aquí por el esplendoroso bastardo de Bello, no sin aludir a conceptos anacrónicos de los prejuicios sociales —hijos legítimos contra hijos bastardos—, en forma irónica porque no olvido que en la definición platónica y socrática expuesta por Diotima en El Banquete, el amor —y de eso sabía Marco Fidel Suárez, amor a la patria, amor a la lengua, amor a la herencia humanista latina—, era el hijo bastardo de Poro, alegoría de la riqueza y de Penía, una mujer indigente.

      Como fuere, el caso es que la expresión respice polum, acuñada por el autor de Los sueños de Luciano Pulgar, pasó a definir el norte inequívoco de la brújula geopolítica de Colombia desde entonces, pese a que para ser exactos la sentencia latina dice que hay que mirar al polo, pero como hay dos —el norte y el sur—, termina siendo cómico el dicho porque el acto consecuente con la traducción literal significaría una especie de estrabismo, ya que unos mirarían para arriba y otros para abajo, defecto salvado empero cuando se especifica que se trata de mirar a la estrella polar del norte. Pero este lapsus del bautismo del dicho denota dos asuntos que trascienden la gramática y afectan la sinapsis de la comprensión global de nuestros tiempos históricos y de nuestro espacio cartográfico.

      El primero, la rigidez de la política exterior durante el siglo XX, porque definió un extraño síndrome de mantenerse la víctima —Colombia—, atada al victimario —el país del norte usurpador del territorio del canal—: el problema de una mirada mal adherida a quien causó la pérdida del istmo. Como si la misma mano que empuñó el gran garrote fuera indispensable para mantenernos seguros en nuestra fragilidad como Estado. Es como la esclava que, impotente para sacudirse del yugo del amo, se propone seducirlo, algo que entraña cierto encanto pero que devela una humillación asumida y que por cierto se manifestará en el tratamiento unilateral del tema de la droga, examinado solo desde el ángulo de la producción y no, como se debiera también, desde la perspectiva


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