El no alineamiento activo y América Latina. Jorge Heine

El no alineamiento activo y América Latina - Jorge Heine


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a empresas como Huawei y otras. Con todo, no ha salido mal parada de 2020, siendo de las muy pocas economías del G20 con crecimiento positivo ese año. Y, después de la debacle de 2020, EE. UU. ha vuelto al ruedo con una exitosa campaña de vacunación, y algunos proyectan que podría crecer hasta un 6% en 2021, la cifra más alta en muchos años.

      En este cuadro, la pregunta es si los Estados Unidos está en la disposición de competir con China, tanto en materia de producción de bienes y servicios, como en su relacionamiento con el resto del mundo, o si va a ir por un desacoplamiento. Ello significaría cortar los lazos con China, en comercio, inversión, intercambio de personas y tecnología, hasta crear dos mundos paralelos. Algunos creen que ya vamos en camino a ello, como indicaría la batalla por la utilización de la tecnología 5G, y la exigencia de “redes limpias” a muchos países, esto es, la no utilización de tecnología china en redes de telecomunicaciones.

      Por ahora, pareciera que Washington está optando por ambas opciones. En el Congreso se contempla legislación para asignar fondos significativos para apoyar la investigación y desarrollo en materias como baterías y semiconductores, así como legislación limitando la inversión extranjera a países como China. Irónicamente, China, mientras tanto está abriendo su mercado de capitales, así como tratando de identificar debilidades en las cadenas de valor de la industria. Los esfuerzos por avanzar en áreas tecnológicas de punta, identificadas en el plan “China 2025”, como computación en la nube, robótica, inteligencia artificial y biotecnología se aceleran, si bien sin darle mucho bombo, dadas las críticas que provocaron en el pasado los anuncios, en la misma línea del plan “China 2025”.

      En la era digital, en que dependemos cada vez más de la conectividad, el mayor peligro en este diferendo entre Estados Unidos y China ya no es una guerra. Lo es la posibilidad de una fragmentación tecnológica, de un mundo dividido. Diferentes países y regiones adoptando distintas tecnologías e imposibilitados de comunicarse entre sí, una receta para la regresión y el retroceso, sino el desastre (Stuenkel 2021).

      Y es en este marco que surge la cuestión de si estas crecientes tensiones entre los Estados Unidos y China (que, si algunos pensaron que disminuirían con el fin del gobierno de Trump y la llegada del de Biden, han tenido que revisar su opinión) califican o no como una nueva Guerra Fría. Los argumentos iniciales en contra de la utilización del término “Segunda Guerra Fría” fueron que el diferendo era más bien uno comercial que escaló al plano tecnológico, pero que no pasaba de ello. Al escalar el mismo al plano diplomático, con el cierre de consulados y la expulsión de periodistas, el argumento cambió. Si bien habría una confrontación diplomática, esta en realidad no sería ideológica, dado que la competencia entre los Estados Unidos y China no era entre sistemas diferentes, sino entre dos tipos de capitalismo, lo que le daba otro carácter a lo que fue el diferendo de los EE. UU. con la URSS.

      Con la ofensiva de los Estados Unidos en relación a las libertades civiles en Hong Kong, los derechos humanos de los uigures en Sinkiang y la autonomía de Taiwán, todos temas con al menos una connotación ideológica, tampoco es tan obvio que el conflicto no tenga ribetes ideológicos. En uno de los esfuerzos más recientes por despejar la temática de la Segunda Guerra Fría, Thomas J. Christensen ha dejado atrás lo de los planos del conflicto, para entrar en sus dinámicas (Christensen 2021). Admitiendo que en el curso de 2020, el gobierno de Trump le declaró una Guerra Fría a China, su argumento es que, en la práctica, no se dan las condiciones para reeditar lo que ocurrió entre los EE. UU. y la URSS. Ello, por tres razones: 1) la falta de confrontación ideológica; 2) la existencia de un mundo globalizado que no puede ser dividido en dos mitades o compartimentos estancos; y 3) la ausencia de un sistema de alianzas por ambas partes, que pudiese recrear algo equivalente a lo que fue la división bipolar Este-Oeste en los cincuenta y sesenta.

      Con todo lo matizado y sofisticado del argumento de Christensen, no deja de ser cuestionable. Los crecientes ataques de potencias occidentales a China por temas internos, y los llamados a boicots de empresas y productos chinos asociados con ellas, toman un carácter cada vez más ideológico, como lo hacen las constantes referencias al accionar del “Partido Comunista Chino”, más que al gobierno chino o a China lisa y llana. Por otra parte, como se ha indicado más arriba, llamados de Washington a bloquear a lo largo y lo ancho del mundo la tecnología china, como la de Huawei en telecomunicaciones, así como en otras áreas, a lo que apuntan es precisamente a fragmentar este mundo globalizado. Lo mismo vale para llamados a “desacoplar” la economía estadounidense de la china. Medidas que prohíben el uso de aplicaciones como WeChat y, potencialmente, TikTok, en los Estados Unidos (y que responden, también, al veto de aplicaciones como Facebook, Twitter e Instagram en China) apuntan en la misma dirección.

      Y las razones utilizadas para ello, entre otras, son que, si la Unión Soviética nunca tuvo estudiantes de posgrado en MIT, no hay razón para que China tenga casi 400.000 estudiantes universitarios en los Estados Unidos. Estos estudiantes vendrían a desarrollar habilidades y adquirir conocimiento que luego, de vuelta en China, utilizarían para competir con Estados Unidos, y dejarlo atrás. Argumento que rompe, desde luego, con todo un modelo de lo que constituye la educación universitaria y el hacer ciencia en el mundo de hoy y el propósito que cumple, algo que, por definición, no tiene fronteras. Ello ya ha llevado a un creciente número de estudiantes chinos a preferir universidades inglesas, canadienses o francesas, y que refleja que, Guerra Fría o no, el hielo en las relaciones sino-estadounidenses están afectando casi todas las áreas de la relación.

      Más allá de la semántica, sin embargo, de lo que no cabe duda es que la atmósfera de confrontación entre Washington y Beijing, que quedó tan de manifiesto en la reunión de alto nivel en Anchorage, encarna peligros. Tanto así que el exsecretario de Estado Henry Kissinger, quien rara vez, si alguna, manifestó en público preocupación por el rumbo de la relación bilateral bajo Trump (quien no fue reticente en sus dichos sobre China) la ha expresado ahora, al inicio del gobierno de Biden. En palabras de Kissinger, “¿Es necesario tener una visión coherente de la gobernanza para tener un orden pacífico? ¿O es posible establecer un orden global en que los principios internos fundamentales varían…pero en que hay acuerdo en lo que se requiere para prevenir un quiebre del orden global?”.

      Y luego continuó: “Y si se añade a ello el elemento de la tecnología, de...la explosión revolucionaria de la democracia, el desarrollo de la inteligencia artificial, de ciber,…Y si uno se imagina que el mundo se compromete a una competencia eterna basada en la dominación de quien tiene la superioridad en un momento dado, entonces un quiebre del orden es inevitable. Y las consecuencias de un quiebre serían catastróficas” (Brennan 2021).

      El punto de Kissinger es que el crear una situación de competencia sempiterna con China, siendo que China no está “decidida a lograr la dominación mundial”, sino que a “tratar de desarrollar las máximas capacidades que pueden como sociedad”, no puede sino llevar al desastre.

      Ahora bien, a diferencia de Trump, quien, en el proceso de sortear sus diferencias con China, se las arregló para antagonizar a gran parte de los aliados de los Estados Unidos, la estrategia de Biden es distinta. Ella apunta a revitalizar esas alianzas, desde la OTAN en Europa hasta el Diálogo de Seguridad Cuadrilateral en el Indo-Pacífico. Lo mismo vale para el renovado compromiso con el multilateralismo. Ello se ha expresado en decisiones como el retorno de los Estados Unidos a la Organización Mundial de la Salud (OMS), al Tratado de París y en el llamado a una Cumbre sobre el Cambio Climático a realizarse en Washington a la que ha invitado a cuarenta jefes de Estado y de gobierno.

      Christensen señala que una de las razones por las que no se puede hablar de una nueva Guerra Fría es porque, a diferencia de los Estados Unidos, China no tiene una red de alianzas, imposibilitando una confrontación entre dos superpotencias y sus respectivas alianzas. Esto es cierto, pero ello se debe a un cierto enfoque en materia de política exterior seguido por China. Este no se basa en la tradicional dualidad entre aliados y adversarios, tan propia del enfoque occidental, sino que en la cooperación con todos los países dispuestos a tener relaciones diplomáticas y lazos amistosos con la República Popular China. Y estos lazos no están cementados por pactos militares ni bases aéreas o navales en el extranjero (China estableció su primera base naval en el extranjero


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