El no alineamiento activo y América Latina. Jorge Heine
por el principal país miembro, se fue por su cuenta. Durante el gobierno de Trump el mensaje fue fuerte y claro. Estados Unidos no cree en la Unión Europea, no está convencido que la OTAN sea necesaria, ni que la alianza transatlántica tenga razón de ser. Es más, el gobierno de los Estados Unidos alentó al Reino Unido a abandonar la Unión Europea, prometiendo a cambio algún tipo de acuerdo comercial con los Estados Unidos. Y si bien no había razón para dudar del nuevo enfoque hacia Europa anunciado por la nueva administración, tampoco es obvio que este vaya a durar (Crowley y Erlanger 2021). En cuatro años más, con la vuelta de un nuevo gobierno republicano, ya sea liderado por Trump o por otro líder, se podría volver a fojas cero. En esas condiciones, ¿valdría la pena echar por la borda siete años de negociaciones sobre algo tan importante para el futuro económico de la UE, solo para acomodar un cambio de gobierno en Washington? En la alianza transatlántica se ha roto la confianza mutua, algo no fácil de recomponer.
Dicho esto, también es obvio que la propia China no ha sabido calibrar ello adecuadamente, ni cómo gestionar esas diferencias. Al sobrerreaccionar a sanciones impuestas por la UE a algunos funcionarios chinos por violaciones a los derechos humanos en Sinkiang, e imponer sus propias sanciones a integrantes del Parlamento Europeo, académicos y centros de estudio europeos, China terminó sepultando el tratado de inversiones China-UE. A poco andar, el Parlamento Europeo anunció que no lo ratificaría.
El punto fundamental, sin embargo, es que para aquellos que pensaron que la elección de Donald Trump era solo una anomalía temporal, esto sería la mejor demostración de lo equivocado que estaban. El año 2016, el del referéndum sobre el Brexit en el Reino Unido, y de la elección de Trump en Estados Unidos, sería un punto de inflexión (Heine 2020a). Aun después de cambios de gobierno y nuevas elecciones en ambos países, el mundo continúa por el rumbo trazado desde entonces, el de un cada vez mayor retraimiento de las potencias angloparlantes, que otrora lideraron el mundo, ahora volcadas cada una hacia adentro, absortas en sus propios problemas. Por otra parte, a su vez, surge un mundo nuevo,liderado por potencias emergentes, que plantean alternativas diferentes a las del orden internacional liberal que rigió al mundo por siete décadas, con planteamientos que abren otras posibilidades a los países del Sur Global (Stuenkel 2016).
El inicio del gobierno de Biden y su relación con Rusia y con China
Más allá del episodio sobre el tratado de protección de inversiones China-UE, a poco andar del inicio del gobierno del presidente Biden, dos incidentes, casi simultáneos, ilustraron el grado al cual el legado de la administración anterior, con sus luces y sus sombras, sigue marcando la política exterior de los Estados Unidos, para bien o para mal. El inicio de un nuevo gobierno constituye una gran oportunidad para replantear las relaciones con otros países e instalarlas en términos distintos, y, presumiblemente, más favorables a los anteriores. Esto es válido tanto para las relaciones con aliados como con adversarios. Dada la compleja relación del gobierno de Trump con el resto del mundo, uno pensaría que esto habría sido sencillo de lograr, a lo que contar con un equipo de política exterior y de seguridad nacional mucho más experimentado y profesional que el de Trump, debería ayudar. Sin embargo, lejos de ser así, tanto las relaciones con Rusia como con China, los dos adversarios principales de Estados Unidos en el mundo de hoy, partieron en un mal pie, dificultando su desarrollo futuro.
En una entrevista en la cadena de televisión ABC, a una pregunta del periodista George Stephanopoulos, sobre si él consideraba que el presidente de Rusia, Vladimir Putin, era un asesino, Biden respondió que sí. La reacción en Moscú no se hizo esperar. El Kremlin mandó llamar a su embajador en Washington, Anatoli Antonov (algo que no hacía desde 1998), y Putin respondió con un dicho ruso, señalando “el que lo dice, lo es” (Sahuquillo 2021). Para muchos, ello llevó a la peor situación en las relaciones ruso-estadounidenses en treinta años.
Al día siguiente, en la primera reunión de alto nivel entre autoridades del nuevo gobierno de los Estados Unidos y las de China en el área de política exterior y seguridad nacional, realizada en Anchorage, Alaska, se produjo un altercado rara vez visto en encuentros diplomáticos. En respuesta a la intervención inicial del secretario de Estado Anthony Blinken, quien reiteró los reclamos de Estados Unidos a China en cuanto a la situación de los derechos humanos en Hong Kong, Sinkiang y el futuro de Taiwán, el director de la Comisión de Relaciones Exteriores del Comité Central del Partido Comunista Chino, Yang Jiechi, señaló que China no estaba dispuesta a ser tratada en forma condescendiente por los Estados Unidos (Wright 2021). Subrayó que la continua injerencia de Washington en los asuntos internos chinos era inaceptable, y que bastantes problemas tenía Estados Unidos en materia de derechos humanos, incluyendo la discriminación racial que había llevado al movimiento Black Lives Matter, como para criticar a otros. El que veinticuatro horas antes de la reunión en Anchorage, Estados Unidos haya anunciado sanciones en contra de una veintena de funcionarios chinos por el papel que han jugado en la represión de las protestas en Hong Kong, no ayudó.
Al final, como señala el dicho, “la sangre no llegó al río”, y las tres reuniones programadas duraron bastante más que las tres horas previstas para cada una de ellas. El encuentro concluyó con la formación de varios grupos de trabajo, incluyendo uno sobre cambio climático, el desafío global más significativo, y que requiere atención urgente de ambas potencias, que juntas representan un 40% del producto mundial, y por ende son claves para resolverlo.
Con todo, ambos incidentes reflejan un problema más de fondo. La pregunta no es si el gobierno ruso manda o no a matar personas en el extranjero. En 2006 se aprobó en Rusia una ley para esos efectos, y el asesinato de adversarios extranjeros ha sido una práctica habitual tanto de los Estados Unidos como de Israel, entre otros países, que lo hacen en forma rutinaria. Asimismo, las violaciones de los derechos humanos en Sinkiang y las limitaciones a las libertades civiles en Hong Kong son una realidad indudable. La pregunta es otra.
¿Contribuye el poner estos temas en el centro de las relaciones bilaterales y airearlos en público a mejorar las relaciones entre Estados Unidos y China y Rusia, especialmente al inicio de un nuevo gobierno en Washington?
Muchos dirían que ello no es así, y que sería más productivo tratarlos en privado, o al menos no instalarlos como temas centrales de la agenda. La perspectiva europea sobre ello es distinta (Crowley y Erlanger 2021). En esos términos, la interrogante que surge es por qué ello ocurre, lo que nos lleva a nuestro planteamiento anterior, sobre el volcamiento hacia el interior tanto de los Estados Unidos como del Reino Unido. Desde la elección del presidente Trump, la preocupación en los Estados Unidos ha dejado de ser la política exterior como tal, no digamos ya la mantención y cuidado de un determinado orden internacional. La meta es otra: cómo desplegar la política exterior para afianzar apoyo electoral interno, al margen del daño que ello pueda causar a la posición internacional de Estados Unidos. El abandono de los Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico en enero de 2017, proyecto al cual tres administraciones anteriores en Washington habían dedicado nueve años de negociaciones, dio la pauta. Ello ha seguido sin grandes variaciones desde entonces.
La acusación hecha a Putin responde a la necesidad de diferenciar al nuevo gobierno de la curiosamente estrecha relación que Trump tuvo con el líder ruso. La línea dura con China, a su vez, intenta competir con las denuncias anti-China del mismo Trump, por mucho que ellas hayan contribuido a crear un peligroso clima antiasiático en los propios Estados Unidos y a numerosos atentados en contra de ciudadanos de ese origen en el país (Cai, Burch y Patel 2021).
La relación China-Estados Unidos en perspectiva
Dado que el mundo depende en parte importante de estas dos potencias, que entre ambas representan un 40% del producto mundial, hay mucho en juego. Con los desafíos globales que enfrenta el mundo de hoy, en el cambio climático, las pandemias, la reactivación de la economía mundial y la no proliferación nuclear, un mínimo de cooperación entre los Estados Unidos y China haría una gran diferencia.
En adición a estos temas, están los de confrontación, como los indicados más arriba, y los de competencia mutua, como en tecnología y comercio. Todos cuentan, pero para avanzar en la agenda bilateral, poner todos los huevos en la canasta de la confrontación,