Salvados para servir. Pedro Daniel Tabuenca
y al siguiente sábado, por supuesto, volvimos a visitarlo. ¡Qué desilusión! Nos dijo: “Estas cábalas numéricas no tienen ninguna importancia”.
Cuán cierto es lo que nos dejó escrito San Pablo en 2 Corintios 4:4 y 6: “En los cuales el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo [… ] Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo”.
En otra ocasión, nos encontramos en la calle con un hombre español. Le mostramos la Biblia que teníamos, y le ofrecimos estudiarla con él. Rechazando totalmente nuestro ofrecimiento, nos dijo: “La Biblia es un libro malo, dice que la virgen María era una prostituta”. Era evidente que había emigrado de España en la época posinquisición.
Una noche yo volvía en tren de mi guardia en la Asistencia Pública de La Plata. Sentado cerca de mi asiento iba un sacerdote, y me acerqué para darle un folleto misionero. Lo recibió, pero con toda firmeza me dijo: “Ustedes no tienen derecho de predicarle a nadie, Cristo les dio esa orden solamente a sus apóstoles y a aquellos sobre los cuales ellos pusiesen sus manos”.
Me quedé mudo; no tenía respuesta alguna que darle. Llegué a casa, al Hogar de Estudiantes Universitarios. Estaba muy preocupado. ¿Cómo no tuve respuesta alguna para ese sacerdote? Al día siguiente la encontré, y nada menos que en 1 Pedro 1:1 y 2, y 2:9: “Pedro, apóstol de Jesucristo, a los expatriados en la dispersión en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, elegidos según la presciencia de Dios […]. Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable”.
Estos textos enseñan que si ya salimos de las tinieblas y tenemos la luz, tenemos también la responsabilidad y el privilegio de anunciarla y compartirla.
Como practicante de urgencias en la Asistencia Pública de La Plata, aprendí muchas cosas: suturé varias heridas, atendí un parto a domicilio en un rancho y también una apendicectomía. Claro, bajo la dirección del Dr. Abella, que me dijo mientras me ayudaba: “Tienes las manos bastante torpes todavía”, y tenía razón.
Algunos domingos iba al Hospital Salaberri, en Buenos Aires. Allí siempre hacía falta un practicante más. A los recién llegados nos llamaban “ultra perros”. La tarea que con más frecuencia me tocaba era ser el “anestesista” para alguna cirugía de urgencia, para eso usábamos el aparato de Ombredanne que nos facilitaba insuflar éter con oxígeno en los pulmones del paciente, con una máscara que le cubría la boca y la nariz, mientras manteníamos bien extendida hacia atrás su cabeza. ¡Cómo han cambiado hoy, para bien, las cosas!
CAPÍTULO 9
Llamado a servir en el Sanatorio Adventista del Plata
“Entonces tus oídos oirán a tus espaldas palabras que diga: Este es el camino, andad por él” (Isa. 30:21).
Se estaba acercando el final de mi carrera de Medicina, y también Jenny estaba terminando Enfermería, y a menudo nos preguntábamos dónde iríamos a trabajar. Era nuestro sueño ir a la Patagonia para abrir una nueva institución médica adventista. Al menos ya habíamos comprado un microscopio, portaobjetos, cuentaglóbulos y una lanceta para tomar muestras de sangre. Jenny se había dejado pinchar el dedo más de una vez, y yo había aprendido a contar muy bien los glóbulos rojos y también los blancos. Por supuesto, la compra se había realizado mediante un préstamo bancario y un pago mensual de las cuotas.
Una tarde vino a visitarnos al Hogar de Estudiantes Universitarios el Dr. Carlos Westphal, director del Sanatorio Adventista del Plata, y me dijo:
–Lo estamos invitando para que, en cuanto termine sus estudios, venga como médico al Sanatorio Adventista del Plata, en Puiggari.
–Sí, doctor, pero yo primero quiero aprender cirugía –fue mi respuesta.
–Tiene razón, no cometa la locura que cometí yo, de ir a “enterrarme” a Puiggari –fue su comentario.
Se despidió y se fue. Así que la idea de hacer una residencia en cirugía y luego ir a la Patagonia, quedaba en pie. De todos modos, en Puiggari ya había tres médicos: Westphal, Hammerly y Drachenberg. Pocas semanas después, fue a visitarnos el Dr. Marcelo Hammerly, vicedirector del Sanatorio Adventista del Plata, y me dijo:
–La Junta Directiva del sanatorio votó una invitación para que, en cuanto usted se gradúe, venga de inmediato a Puiggari y trabaje allí algunos meses. Entonces lo becaremos para que venga dos años nuevamente a Buenos Aires para especializarse en cirugía.
¡Me pareció maravilloso! ¡Dos años becado por el sanatorio para aprender cirugía! Y comencé a pensar: “Voy a ir con el Dr. Ricardo Finochietto a la Escuela Quirúrgica Municipal para Graduados, que él dirige en el Hospital Rawson, de Buenos Aires”.
En julio de 1954 rendí mi última asignatura. Y tal como me lo había pedido el Dr. Hammerly (“venga de inmediato a Puiggari”), así lo hicimos. Viajamos en ómnibus y cuando llegamos, entendimos el por qué de tanta urgencia. El Dr. Westphal se había jubilado, el Dr. Hammerly había viajado a los Estados Unidos para tener un merecido año de estudios y actualización. En el sanatorio quedaba solo un médico: Carlos Emilio Drachenberg. Y cuando yo llegué, ¡ya éramos dos!
No había vivienda para el nuevo médico recién llegado, así que el sanatorio nos alojó en una habitación de lo que ahora es la Enfermería B. Allí estuvimos muy bien, pues ni siquiera habíamos traído mudanza. La pancita de Jenny ya estaba bastante grande, pues habíamos hecho los cálculos para que nuestro bebé no tuviera que pasar hambre, como hijo de estudiantes pobres.
Hacía tiempo que, como practicante de urgencias en la Asistencia Pública de La Plata, yo tenía una guardia de 24 horas un día por semana. Ahora las cosas habían cambiado. Éramos solo dos médicos así que cada uno estaba de guardia ¡24 horas cada 48! ¡Cuánto aprendí del Dr. Drachenberg! Lo primero realmente nuevo fue hacer amigdalectomías. En los adultos las realizábamos con anestesia local y el paciente sentado frente al cirujano; en los niños, con anestesia general, a cargo de los anestesistas Oreste Biaggi y Miguel Esparcia, que eran también técnicos en rayos X y en laboratorio. También hacíamos apendicectomías.
Recuerdo que un día, ya tenía hecha la laparotomía (corte de la pared abdominal que permite entrar a la cavidad del abdomen) pero no encontraba el apéndice. Entonces, en mi desesperación, pedí que lo llamaran al Dr. Westphal. Bondadosamente y bien pronto estuvo lavado, vestido y junto a la mesa de operaciones. Metió su dedo experimentado en la cavidad abdominal, revolvió un poco y me dijo: “Aquí está”. Era un apéndice retrocecal ascendente. Ya estaba a la vista, y seguí tranquilo haciendo la apendicectomía.
Apéndices y amígdalas, eso era todo lo que podíamos operar. El jefe de cirugía era el Dr. Pablo Crausaz, que venía los miércoles de Paraná. Toda la cirugía mayor se hacía ese día. Él era el único cirujano experimentado y el que hacía las operaciones mayores.
Yo soñaba con el momento de ir a Buenos Aires para aprender a operar con el Dr. Ricardo Finochietto, pero alguien que conocía las cosas me dijo: “Imposible. Con Finochietto no vas a poder, porque la reunión más importante de su servicio se llama ‘la sabatina’ y la hace los sábados por la mañana”.
Bueno, yo ya había aprendido: “[…] Para los hombres esto es imposible; mas para Dios, todo es posible” (Mat. 19:26).
Lo más importante que aprendí del Dr. Drachenberg fue a orar antes de iniciar cualquier operación quirúrgica, aun aquellas en que éramos solo ayudantes del Dr. Crausaz. Otra cosa que aprendí con él fue lo que llamé “encimología”, es decir, a estar “encima” del paciente, no como superior a él, sino como responsable de observarlo con la frecuencia que fuera necesaria, en su respuesta al tratamiento, en su evolución, en la necesidad de cambiar alguna indicación. Pasábamos