Salvados para servir. Pedro Daniel Tabuenca

Salvados para servir - Pedro Daniel Tabuenca


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de conciencia.

      ¡Gracias a Dios! ¡Cómo cumple él sus maravillosas promesas! De este modo lo cantaba David: “Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará” (Sal. 37:5). Así fue como ingresé en la carrera de Medicina en la Universidad Nacional de La Plata.

      El primer año de mi carrera llegó a su fin. Papá me había advertido que quizás hasta allí podría ayudarme con los ochenta pesos por mes que entregaba a la familia Basanta. Yo tenía muy buen apetito, y una vez oí que don Ángel le decía a su esposa Emma, en broma por supuesto, y mirándome a mí: “A este es más barato hacerle un traje que darle de comer”. Hasta hoy recuerdo con gratitud la bondadosa hospitalidad de la familia Basanta.

      La pregunta que venía a mi mente una y otra vez era: ¿qué voy a hacer el año que viene?

       Eximido del servicio militar

      Tenía veinte años recién cumplidos cuando me llegó la citación. Como mi domicilio estaba registrado en Rafaela, tenía que presentarme en el cuartel de Santa Fe para ser incorporado al servicio militar.

      Yo era muy delgado y medía 1,80 m, así que un día antes de presentarme tomé un purgante con la esperanza de que, por no entrar en el índice de Pigné (relación peso-altura-perímetro torácico), pudiera librarme. Luego me pesé, me medí, y para mi decepción, todavía entraba. Oré para que Dios me guardara y si era posible me librara de esa actividad militarizada que nada agregaría a mi vida personal y espiritual. Mis padres también oraban. Fui a Santa Fe y me presenté. La orden que recibimos fue:

      –¡Desnúdense! Vamos a tomarles el índice de Pigné.

      Primeramente me midieron:

      –Un metro ochenta –cantó el oficial a cargo.

      La altura no me sirvió para salvarme. Me pesaron: 53 kg. El mismo peso que tenía antes de presentarme. Entonces me midieron el perímetro torácico, ¡y el oficial cantó nueve centímetros menos de lo que yo había medido en casa!

      –Espere allí –me dijeron.

      Dos minutos después me entregaron la libreta de enrolamiento, donde escribieron: “Inepto para el servicio militar”. ¡Salvado para servir! Agradeciendo a Dios, fui a despedirme de mis padres, y viajé a La Plata.

      Papá se había jubilado, ¿cómo podría yo seguir estudiando? En la iglesia de La Plata conocí al Dr. Ubricio Palau. Era el director de Asistencia Pública de La Plata. Hacía poco que se había incorporado a la iglesia. Un día, caminando por la calle, pasé frente al edificio de Asistencia Pública, y por un portón que estaba abierto, vi a unos hombres con botas de goma que lavaban las ambulancias con mangueras y fuertes chorros de agua. Y se me ocurrió una idea: “Necesito conseguir un trabajo para seguir estudiando, ¿y si le pido al Dr. Palau el trabajo de limpiar ambulancias?”

      Así que un sábado, al salir de la iglesia, me acerqué al doctor, y le dije:

      –Doctor, para continuar mis estudios de Medicina el año próximo, necesito conseguir un trabajo. ¿Podría darme el trabajo de limpiar ambulancias? Me miró bondadosamente y me contestó:

      –Bueno, vamos a ver qué se puede hacer.

      Varias semanas después, al salir de las reuniones en la iglesia, me llamó y me dijo:

      –Tengo buenas noticias para ti.

      –¿Voy a limpiar ambulancias? –le pregunté.

      –No –me contestó.

      Y enseguida agregó:

      –Vas a trabajar en la Administración. Y ¿sabes cuánto ganarás?

      Y sin darme tiempo para pensar, me dijo:

      –Doscientos pesos por mes.

      ¡Casi no lo podía creer; podría seguir estudiando! El gerente de Asistencia Pública era el Sr. Lerange. Yo trabajaba en su oficina. Tenía que pasar a un libro las facturas de todos los gastos y sumar al fin del mes para informar el total, bien documentado. Había una señora que trabajaba como secretaria en la misma oficina.

      Una mañana sonó el teléfono cerca de mi escritorio y lo levanté para atender. Alguien quería hablar con el Sr. Lerange. Extendiendo el teléfono hacia donde estaba el gerente, le dije:

      –Sr. Lerange, es para usted.

      –Dígale que no estoy.

      Quedé con el teléfono en la mano, levantado en el aire, sin saber qué hacer.

      –Señora, dígale que no estoy -fue la orden de Lerange.

      Le alcancé el teléfono a la secretaria, y ella contestó de acuerdo con el pedido del jefe. Después de esa experiencia, ya Lerange sabía que no podía contar conmigo para mentir. Así que, si sonaba el teléfono y él no quería atender, me decía:

      –No atiendas.

      Y dirigiéndose a mi compañera le decía:

      –Señora, dígale que no estoy.

      El reglamento para un empleado estudiante indicaba que debía trabajar seis horas por día. Por supuesto, yo tenía el sábado libre. En caso de tener que rendir examen, me daban libre el día anterior al examen y el día que rendía hasta terminar el examen.

      Dios me estaba dando los recursos para seguir estudiando. Ya no necesitaba recibir dinero de mis padres. Ya no pagaba ochenta pesos por mes a los Basanta, ni a los Marcenaro, ni a los D´Argenio, todas familias de la iglesia de cuya hospitalidad disfruté sucesivamente. La iglesia de La Plata me consiguió alojamiento gratuito en la cocina ubicada detrás del salón de jóvenes.

       Estudiante de Medicina, ¿y casado?

       “La casa y las riquezas son herencia de los padres; mas de Jehová la mujer prudente” (Prov. 19:14).

      Ya estaba cursando mi tercer año de Medicina y hacía seis años que estaba de novio con Jenny. Nos veíamos dos veces por año: en julio ella venía a La Plata y paraba en la casa del pastor Armando Bonjour, yo iba en enero a la casa de mis padres en Rafaela a gozar de mis dos semanas de vacaciones laborales y, por supuesto, para encontrarme con Jenny.

      En algún momento, durante los últimos meses de 1949, pensé: “¡Cómo me gustaría casarme el año que viene!, pero ¿adónde vamos a vivir?” Yo vivía en la cocinita que estaba detrás del salón de jóvenes de la iglesia. ¿Cabría allí una cama de dos plazas? El piso era de baldosas de 20 cm por 20 cm, así que tomé bien las medidas de la pieza, y fui a ver qué medidas tenía una cama de dos plazas. Y… ¡Sí! ¡La cama entraba!

      Claro, había que ponerse de costado para pasar “raspando” frente a la estufita de una hornalla y llegar a la piletita con una canilla que había en la esquina. Además, si poníamos una cama, había que sacar la mesita en la que yo estudiaba y donde tenía mis libros. ¿Y si ponía la mesita un poquito hacia afuera, cerca de la puerta de la cocina, en el salón de jóvenes? El asunto era si la iglesia me lo permitiría, y si Jenny aceptaría casarse conmigo para vivir en esas condiciones.

      Pensé que antes de hablar con el Pr. Bonjour, tenía que escribirle a Jenny. Así que en una hoja de papel cuadriculado, le mandé un plano de la cocina, mostrando cómo entraba la cama y se podía llegar a la piletita pasando al ras de la estufita. Y le dije que si ella aprobaba el proyecto, entonces yo hablaría con el pastor para obtener el permiso para sacar mi mesita al salón de los jóvenes, y así podríamos casarnos en enero del año siguiente.

      Jenny recibió mi carta y se la mostró a su mamá, doña Eloísa, que ya me quería mucho. Ella le dijo:

      –Y, ¿qué piensas hacer?

      Mucho después, Jenny


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