Salvados para servir. Pedro Daniel Tabuenca
por el estudio era grande. Ya tenía un ideal en mente: predominaba en mí la idea de ser médico. Otros muchachos miraban a las chicas. A mí no me interesaban. Y les dije a mis amigos: “Yo no vengo a mirar a las chicas. Yo vengo ¡a estudiar!”
Un día, a la hora del almuerzo, en el otro extremo del comedor, dos semanas después de haber llegado al colegio, vi a una chica. Había muchas, pero yo vi a una. Hoy estoy seguro de que fue Dios quien me instó a mirarla, porque de inmediato este pensamiento llenó mi mente: “Cómo me gusta esa chica… Con ella me voy a casar”. De inmediato busqué a mi alrededor alguien que la conociera, y un muchacho me dijo: “Esa es la Jenny Pidoux”.
Esa información me tranquilizó: “Entonces es prima de Desirèe, va a ser más fácil conseguirla”, pensé. Yo tengo una prima muy querida, Desirèe Pidoux, hija de mi tía Pochola, hermana de mamá. Así que me quedé tranquilo, pensando en cómo hacerle llegar una cartita con mi declaración de amor. Jenny tenía 13 años; y yo, 16.
Un día, la preceptora del Hogar de Niñas, mi querida tía Sara, también hermana de mamá, me dijo:
–Pedrito, ¿tú estás enamorado de Jenny Pidoux?
Y yo le contesté:
–Tía, ¿por qué me dices eso?
Ella razonó:
–Por la forma en que la miras.
¡Tenía toda la razón del mundo! Al fin me animé a escribirle. Solo me acuerdo de una frase de esa primera cartita: “Necesito de tu amor más que del aire para respirar”. No me acuerdo con cuál miembro del “correo estudiantil” le mandé la carta. Pero sí me acuerdo de que la respuesta tardaba… Días después, me llegó el “chimento”: ¡No, ella no quería saber nada! Y yo tocaba en el violín Penas de amor, de Fritz Kreisler…
Sucedía que antes de mandarme a Puiggari, allá en Reconquista, mi mamá me había comprado un mameluco marrón. Para que me quedara bien de largo (yo medía 1,80 m de estatura), el mameluco era varias tallas más grande, y con un cierre “relámpago” adelante. Me bailaba con el viento mientras yo caminaba apurado por el jardín del colegio. Ese atuendo no era nada elegante para entusiasmar a Jenny. Me animé a escribirle dos veces más, ¡pero sin respuesta! Así que decidí hablarle, pero ¿qué le iba a decir? y ¿cuándo sería el mejor momento?
Esa noche preparé un discursito, corto, poético y bonito, y decidí que le hablaría durante el tercer recreo del día siguiente. Por la mañana, cuando me desperté, lo repasé. Sí, ya lo sabía muy bien, solo había que esperar que llegara el tercer recreo. Y llegó. Me arrimé a un corrillo de chicos y chicas entre los cuales estaba Jenny. Le hice señas como queriendo hablarle, pero ella no me vio. Uno de los chicos le dijo: “Quieren hablarte”.
Ella se dio vuelta, salió del corrillo y se me acercó. Recuerdo cómo me temblaban las rodillas y los labios… ¡Y el discurso se me había olvidado totalmente! Así que le dije:
–Tú ¿sabes que yo te quiero?
–Sí –fue su brevísima respuesta.
Tomé coraje y me animé a preguntarle:
–Y ¿puedo tener esperanza?
Jenny me contestó:
–Y… Puede ser…
En los meses siguientes me dediqué a estudiar, a sacar buenas notas y a tocar el violín. Una tardecita, paseaba con mi hermana Violeta por el llamado “camino de los hermanos”. No iba con el mameluco marrón, sino bien vestido. Después supe que Jenny estaba dentro del hogar de niñas, espiando por la puerta de alambre tejido. Al verme pensó: “¡No está tan mal…!”
Realmente creo que Dios guió mis sentimientos y también los de ella. El caso fue que, en agosto, el día que cumplí 17 años (Jenny ya tenía 14) ¡recibí una cartita! ¡Jenny me decía que sí!
CAPÍTULO 5
Todavía ocurren milagros
“Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Juan 16:8).
Alguien me dio la fórmula de la pólvora: clorato de potasio, azufre y carbón. Era divertido llenar con ese explosivo un tintero, hacerle un agujerito en la tapa, pasar por allí un “choricito” de papel higiénico, prenderle un fósforo y tirarlo para que explotara. Pocos sabían que la “fábrica” de pólvora era el escritorio de mi pieza, que compartía con Isidoro Gerometta.
Una vez, sin querer, el montoncito de pólvora que estaba allí se me incendió. No hubo explosión, pero la pieza, de repente, se llenó de humo. Isidoro, mi buen compañero, no dijo nada. Ahora creo que el diablo quería matarme y me puso un pensamiento en la cabeza: “¿Por qué no hacer una bomba en serio y en vez de un tintero usar como envase un caño de hierro?”.
En el taller del colegio trabajaba un amigo, Alfredo Kalbermatter, así que le pedí que a un caño de hierro de veinte centímetros de largo, le hiciera rosca en ambas puntas para cerrarlo con dos tapones de hierro, y que también le hiciera un agujerito para pasar por allí la “mecha”.
El problema era cómo hacer “más segura” esta “bomba de tiempo”. Otro amigo, Rolo Dalinger, se me unió al proyecto y surgió una buena idea: usar un pedazo de espiral matamosquitos, atado al choricito de papel higiénico. Entonces completamos la investigación midiendo cuántos centímetros por minuto avanzaba la ignición en la espiral.
Ya teníamos todo. Solo faltaba decidir en qué momento haríamos el estallido, y en qué lugar.
Nos pareció bien hacerlo en el tercer recreo, y elegimos un buen lugar, para no dañar a nadie: un yuyal que había detrás del Pabellón Teológico, bien cerca del antiguo Hogar de Varones.
Ya habíamos calculado los centímetros de la espiral para que el estallido fuera diez minutos después del encendido. Yo me encargué de encender la espiral y de depositar la bomba en su sitio.
Nos fuimos al Hogar y esperamos los diez minutos, pero la bomba no estalló. Decidí ir de inmediato a ver qué pasaba. Y me acerqué por dentro del yuyal para ver la bomba. ¿Se habría apagado la espiral? No, comprobé que la espiral todavía estaba humeando, así que volví corriendo al Hogar de Varones, por la puerta de atrás, para no ser visto. Ni bien entré… ¡Bum!
Sentí que ¡todo el edificio tembló! Hasta yo me asusté. Fue una explosión tremenda. Así que salí para ver el lugar de la explosión, y allí me estaba esperando el preceptor, mi querido profesor de matemáticas, David Rhys. Cuando me vio llegar, me dijo:
−Otra vez que quieras hacer una bomba, la haces reventar en el arroyo pero no aquí, ¿entiendes?
−Sí, tiene razón, profesor −fue mi “inocente” respuesta.
No tengo ninguna duda de que mis padres, allá en Reconquista, habían orado por mí, y que un ángel del Señor me hizo ver la espiral entre los yuyos, que todavía humeaban, y me alejó inmediatamente del lugar. La tarde de ese mismo día, los muchachos me trajeron esquirlas de hierro y pedazos de la “bomba” que habían encontrado a más de cien metros de distancia. No tengo dudas, aquella vez Dios me salvó la vida. “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Cor. 9:15). “Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia” (Jer. 31:3).
Semanas más tarde, mientras íbamos caminando para celebrar el culto vespertino, un grupo de cuatro muchachos vimos cómo la campana de la institución producía su metálico sonido, balanceándose sobre la chimenea de la cocina. Y como era de temer, se nos ocurrió una idea “brillante”: “¡Qué lindo sería atar la campana, una noche de estas, para que no nos despierte a las 6!” En invierno, a esta hora era todavía noche cerrada.
A los cuatro nos entusiasmó la idea. La usina del colegio apagaba los motores a las 22. Todo quedaba a oscuras, y ¡todos a dormir! A las 6, cuando las chicas