Salvados para servir. Pedro Daniel Tabuenca

Salvados para servir - Pedro Daniel Tabuenca


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de la primaria, y primero y segundo del nivel secundario en la Escuela Normal. Siempre con guardapolvo blanco y pantalón corto, hasta el sexto grado, y ya en primer año ¡pantalón largo!

      Las clases eran de mañana, de lunes a sábado. Por supuesto, yo faltaba los sábados. Tenía que cruzar la plaza central de Reconquista para llegar a la Escuela Normal, y muchas veces escuchaba a los chicos que desde lejos me gritaban: “¡Sabatista, canilla de tero! ¡Adora la cabeza de chancho!”

      Eso no me molestaba; yo sabía que era diferente. Era muy flaquito y mis rodillas sobresalían debajo de los pantalones cortos. Los chicos, con la crueldad propia de la niñez, rotulaban con apodos poco amables a los que mostraban alguna característica diferente al montón. Además, faltaba a clases todos los sábados y alguien les había contado que los “sabatistas” no comíamos carne de cerdo porque “adorábamos la cabeza del animal”.

      Un 9 de julio, todos en fila, bien formados, fuimos a la catedral, que estaba frente a la plaza, para asistir al tedeum. Nos habían indicado que, estando en el interior de la catedral, cuando tocara la campanilla, teníamos que arrodillarnos. Yo me acordé del segundo mandamiento de la Ley de Dios: “No te harás imagen […] no te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios” (Éxo. 20:4, 5). Miré a mi alrededor y vi varias imágenes y estatuas allí, pero cuando tocó la campanilla, me puse detrás de una columna y me quedé parado.

      Me acuerdo, también, cómo disfrutaba de las clases de manualidades. La profesora nos hacía fabricar cuerpos geométricos regulares de cartulina. Me entusiasmé con la idea de hacer un dodecaedro, un cuerpo geométrico regular con doce caras pentagonales. Lo hice con cartulina negra y le pegué tiritas blancas en todas sus aristas. ¡Quedó precioso!

      Un día, la profesora de manualidades faltó. Todos los chicos salimos del aula y los varones nos fuimos a la plaza, frente a la escuela. De repente, uno de los chicos sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos entero. Lo abrió y comenzó a repartirlos, uno a cada uno. Se acercó y me ofreció un cigarrillo. Suavemente, con un gesto de la mano, le hice señales de que no quería. Otro chico entonces le ayudó a repartir y cuando llegó donde yo estaba me ofreció un cigarrillo. Le dije:

      –No quiero.

      Los cigarrillos de la caja se terminaron y un chico que acababa de prender el último cigarrillo se acercó y antes de llevárselo a la boca, me lo acercó a la cara y me dijo:

      –No seas pavote. ¡Prueba una pitadita!

      Entonces reaccioné y le grité en la cara:

      –¡No quiero!

      Y me dejaron de molestar.

      Aprendí desde entonces que la presión social es la primera causa para el inicio de los hábitos tóxicos. Yo tenía a mi favor el ejemplo de mi padre y el recuerdo del llanto de mi madre por la muerte de mi abuelo fumador. Y Dios me ayudó a decir: “¡No quiero!”

      Hace poco me invitaron a dar un Plan de cinco días para dejar de fumar ¡en Reconquista! ¡Qué alegría fue para mí volver a esa querida ciudad de mi infancia! Busqué a mis compañeros de la Escuela Normal, pero ya no quedaba ninguno. Habían comenzado a fumar a los catorce años, y el tabaco había tenido tiempo de sobra para matarlos a todos. ¡Qué tristeza!

      Mi día estaba completo: por la mañana, a la escuela. Por la tarde ¡a la clase de violín! Afortunadamente, ambas actividades me gustaban. Alcancé a tocar en una orquesta que dirigía el profesor Gamba.

      Cuando hacía mucho calor, Violeta y yo le rogábamos a papá que nos llevara a bañarnos al arroyo El Rey, que cruza entre Reconquista y Avellaneda. Varias veces fuimos y chapoteábamos en el agua; pero otras veces el calor se combinaba con grandes nubes y teníamos que volvernos antes de llegar porque la lluvia se nos venía encima.

      Tenía un amigo que vivía del otro lado de la calle: Joanín Vicentín. Nos trepábamos a los árboles y hacíamos barriletes que remontaban muy bien. Después nos especializamos en hacer barcos de lata con una cuerda de goma que hacía girar la hélice y ¡también tenía timón! Nuestros barcos navegaban en un gran piletón que había en la casa de Joanín, y a veces “daban la vuelta al mundo” en la laguna de un conocido de la familia que vivía en el campo. Todavía somos amigos con Joanín. Cuando estuve en Reconquista para el Plan de cinco días para dejar de fumar nos encontramos, paseamos juntos y recordamos las alegrías de nuestra niñez.

       Hora de decisiones

       “Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar…” (Sal. 32:8).

      Yo quería mucho a mamá y a papá. Él era Pedro, y yo Pedrito. Papá era entonces misionero, evangelista y predicador, y en el fondo de mi corazón yo deseaba ser como él cuando fuera grande. Ese era mi mayor sueño.

      Tenía entonces catorce años, y mi hermanita Violeta, diez. Era verano, hacía mucho calor en Reconquista, y estábamos juntos chupando caña de azúcar en el patio de baldosas de casa. Pelábamos la caña con un cuchillo grande. Por supuesto, estábamos descalzos. Mi hermanita salió por un momento del patio y al ratito volvió corriendo. Sin darse cuenta, con el pie izquierdo pisó el mango del cuchillo, y con el filo se cortó totalmente el tendón de Aquiles del pie derecho.

      Dando un grito cayó al suelo. Vino mamá, la levantó, le envolvió el pie con una toalla y con la ayuda de unos vecinos que tenían auto, la llevó a casa de nuestro amigo médico, el doctor Itig. Cuando volvieron, después de un largo rato, supe que el doctor la había dormido, le había desinfectado la herida, suturado el tendón de Aquiles, que estaba totalmente seccionado, y también había suturado la piel. Violeta ahora “lucía” una botita de yeso. Tres semanas después, el doctor le sacó el yeso, y los puntos de la piel. Mi hermanita volvió a caminar, y pronto también pudo correr como lo hacía antes.

      Algunos meses después, una inyección intramuscular que le habían puesto a papá, le causó una infección en la nalga derecha. Esa vez llamaron al doctor Itig y él vino a casa. Papá estaba acostado boca abajo en la cama, y el doctor Itig me llamó y me dijo, mostrándome la nalga de mi padre: “Mira, esto está hinchado, colorado, caliente y dolorido. Aquí hay pus”. Entonces le echó un chorrito de un líquido muy frío para anestesiar la zona, clavó su bisturí en el lugar exacto, salió el pus y mi papá se sanó. Esto me hizo reflexionar acerca de mi futuro: “¿Seré predicador o cirujano?” Hasta ese momento había pensado ser predicador, pero ahora la indecisión me llevó a orar todas las noches, arrodillado junto a mi cama, antes de dormir: “Querido Jesús, ¿qué quieres que yo sea, predicador o médico?”

      Durante varias noches esa fue mi oración, pero Dios no me contestaba. Así que una noche, cuando terminé mi oración, le dije: “Señor, no me voy a dormir hasta que me contestes”. Pasaron algunos minutos, yo tenía sueño pero me resistía a dormir. Acostado, pensaba: “No me quiero dormir hasta…” Entonces vino a mi mente un pensamiento, casi como una voz clara que me dijo: “Sé médico, eso no te impedirá predicar”. Dios me había contestado. Desde entonces, mi oración fue: “Jesús, Dios mío, ayúdame para que pueda llegar a ser médico y también predicador”.

       Estudiante en el Colegio Adventista del Plata

      Ya tenía dieciséis años, había terminado en Reconquista el segundo año del secundario, y mis padres decidieron que ya era bastante grande como para salir de casa e ir al Colegio Adventista del Plata, en Puiggari, para continuar allí mi bachillerato. Así que en marzo de 1944 me mandaron a Puiggari.

      Era entonces director del colegio el Dr. Fernando Chaij, y preceptor de varones el Prof. David Rhys.

      Yo me sentía suelto como un pajarito, ya no estaban mis padres despertándome, llamándome a desayunar y diciéndome: “Ya es hora de ir a clases”, etc., etc. A las 6 de la mañana sonaba la campana, y después la campanita.


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