Salvados para servir. Pedro Daniel Tabuenca
de labor, con el propósito de que todos, conociendo la verdad en amor nos dejemos conducir por Dios, y así lleguemos a disfrutar juntos de la restauración final de todas las cosas.
Tabla de abreviaturas
Versiones de la Biblia
BJ: Biblia de Jerusalén
DHH: Dios habla hoy
NVI: Nueva Versión Internacional
RV 1909: Reina-Valera 1909
Libros y devocionales de Elena de White
CC: El camino a Cristo (ACES, 1985)
CRA: Consejos sobre el régimen alimenticio (ACES, 1969)
CS: El conflicto de los siglos (ACES, 1993)
CSS: Consejos sobre la salud (ACES, 1989)
DTG: El Deseado de todas las gentes (PPPA, 1966)
Ed: La educación (ACES, 1964)
JT 2: Joyas de los testimonios, tomo 2 (ACES, 1970)
MC: El ministerio de curación (PPPA, 1967)
MCP 2: Mente, carácter y personalidad, tomo 2 (ACES, 1990)
MeM: Meditaciones matinales (devocional, ACES, 1953)
PE: Primeros escritos (PPPA, 1962)
PP: Patriarcas y profetas (PPPA, 1971)
PVGM: Palabras de vida del gran Maestro (ACES, 1991)
Prefacio
¿Por qué quise escribir este libro? Porque soy testigo de las misericordias de Dios para con aquellos que, en muy diversas circunstancias de la vida, permitieron ser perdonados, enseñados y sanados por el Médico divino, y de ese modo fueron salvados para servir.
Este proceso comenzó con la conversión de mi padre, que de monaguillo católico se transformó en misionero adventista. Siguió luego con mi infancia, y sobre todo con mi “terrible” adolescencia como estudiante del nivel medio en el Colegio Adventista del Plata, donde Dios me salvó la vida y me llevó a la conversión y al bautismo. De ese modo, yo también fui salvado para servir.
Desde entonces y hasta hoy, Dios sigue obrando milagros en mi vida, y capacitándome para servir. Sea colportando en bicicleta por el campo en la provincia de Santa Fe, o permitiendo algo que en ese tiempo era imposible: el ingreso a la carrera de Medicina en la Universidad Nacional de La Plata para quienes observábamos el día sábado, o eximiéndome de hacer el servicio militar en el cuartel de Santa Fe, o consiguiéndome trabajo remunerado y formativo en la Asistencia Pública de La Plata para continuar mis estudios cuando ya mis padres no pudieron apoyarme financieramente, o abriéndome el ingreso a la residencia en cirugía con el Dr. Ricardo Finochietto, o conduciéndonos, a mí como cirujano y a mi esposa como enfermera al Sanatorio Adventista del Plata. A lo largo de todos esos años y de todas las experiencias que me permitió pasar pude ver muchos milagros en vidas sanadas, transformadas y salvadas para servir.
Hoy, sigo agradeciendo a Dios por la forma en que guía y desarrolla su iglesia, especialmente a sus administradores y a la obra educativa en la Unión Austral, que transformaron al Colegio Adventista del Plata en la pujante Universidad Adventista del Plata de la Unión Argentina, con más de 30 carreras, entre las cuales se ha consolidado y acreditado a nivel nacional e internacional la carrera de Medicina, que para algunos era un ideal imposible, pero que por voluntad divina hoy prepara a jóvenes de muchos países que también han sido salvados para servir y salen como médicos misioneros para rescatar vidas de la enfermedad, de la muerte y del pecado.
CAPÍTULO 1
Mis raíces
“Porque tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi madre” (Sal. 139:13).
Un memorioso aseguró que “los que olvidan el pasado no tienen futuro”, por eso quiero comenzar mis “memorias” honrando mi pasado, mis raíces, humildes en bienes materiales, pero ricas en seres honestos y trabajadores, poderosos respecto de los inamovibles valores morales que me legaron como valiosa herencia. Honro mi pasado porque quiero tener futuro.
Por tradición, mi familia se dedicaba al arte de cultivar vides y elaborar vino, allá en Ainzón, a orillas del río Huecha, al oeste de la provincia de Zaragoza, en España. Allí se enclavaron mis raíces.
Juan Tabuenca y Antonia Romanos se unieron en matrimonio y tuvieron seis hijos. Menciono solo dos nombres: Andrés el mayor y Pedro, el menor.
Como ya señalé, cultivaban sus vides, cosechaban las uvas y hacían el vino que fermentaba en sus propias bodegas, unas cuevas cavadas en las laderas de pequeños cerros, cercanos a ese pueblito rural que era Ainzón. Desde Francia venían los que compraban el apreciado producto de sus bodegas.
Andrés, el mayor, se casó con Marcelina Gracia y tuvieron dos hijos: Emilio y Alejandro. Pedro, el menor, disfrutaba asistiendo a la Iglesia Católica, donde tuvo el privilegio de llegar a ser monaguillo, aunque creo que en el fondo de su corazón tenía la aspiración de ser sacerdote.
Como a tantos, también llegó para ellos la oportunidad de “hacer la América”, y con ese propósito, Andrés viajó a la Argentina para trabajar en alguna huerta. Marcelina y sus pequeños hijos quedaron en Ainzón a la espera de que Andrés consiguiera el dinero necesario para pagar el viaje de su familia, ahora lejana.
En estas circunstancias, aparentemente desfavorables, Dios permitió que Marcelina, analfabeta, como toda buena mujer española de aquel entonces, fuera visitada por un misionero adventista que le enseñó a leer con la Biblia. Por supuesto, en aquella época, posinquisición, en España, la Biblia era un libro prohibido.
Marcelina y su padre conocieron las grandes verdades de la Palabra de Dios, las aceptaron y fueron bautizados por inmersión, tal como lo indican las Sagradas Escrituras, pero no en el río Huecha que pasaba al lado del pueblo; hubieran corrido el riesgo de ser apedreados. Fueron bautizados en la bañera de su casa. Difícilmente hubiera ocurrido esto si Andrés, el esposo de Marcelina, hubiera estado allí.
Andrés Tabuenca, un campeón en el uso de la pala, la azada y el rastrillo, “hacía la América” trabajando con éxito en una quinta cercana a la población de Armstrong, en la provincia de Santa Fe, República Argentina. En dos cortos años pudo ahorrar suficiente dinero como para pagar los pasajes de su esposa y sus dos hijitos, para que vinieran de España.
Cuando Marcelina llegó a la Argentina era otra mujer: sabía leer, conocía la Biblia, era adventista del séptimo día y ya no bebía vino, pero respetaba a su marido, el quintero, ex viticultor, por supuesto moderado pero buen bebedor de vino. Marcelina se encargaba de que la botella de vino no faltase en la mesa.
Un día, a la hora del almuerzo faltaba el pan, pero la botella de vino estaba allí.
–Mujer, ¿no hay pan? −preguntó Andrés.
–Bien, tú sabes cómo estamos −contestó su esposa.
–Pues… No hay pan para mis hijos, ¿y yo con vino? ¡Nunca más!
Esa fue la sabia decisión de Andrés. ¿Le habrá leído Marcelina los consejos bíblicos sobre el vino y el alcohol, tales como: “No mires al vino cuando rojea, cuando resplandece su color en la copa. Se entra suavemente; mas al fin como serpiente morderá, y como áspid dará dolor” (Prov. 23:31, 32)? ¿O fue solo el