Salvados para servir. Pedro Daniel Tabuenca

Salvados para servir - Pedro Daniel Tabuenca


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lo nombraron director de colportaje de la Unión Incaica, que en ese tiempo abarcaba las repúblicas del Perú, Bolivia y el Ecuador. Yo tenía dos años, pero recuerdo muy bien ese viaje.

      Iniciamos la travesía cruzando la cordillera de Los Andes en tren, desde Mendoza hasta Santiago de Chile, en medio de un paisaje profusamente nevado. Papá sacó su brazo por la ventanilla del tren y me mostró su mano llena de nieve. Me quedé extasiado: era la primera vez que veía nieve.

      Recuerdo también que en Valparaíso, República de Chile, unos amigos nos dieron el saludo de despedida desde el muelle. No recuerdo cuántos días dormimos en el camarote, con su ventanilla redonda que daba casi al nivel del mar, pero al fin llegamos al puerto del Callao, y de allí, nos dirigimos a Lima, la capital peruana.

      Vivíamos en el barrio de Miraflores, cerca de la Huaca Grande y la Huaca Chica, unas montañitas junto a las cuales pasábamos cuando volvíamos del centro de Lima. Otro recuerdo vívido que tengo es el de la playa La Herradura, donde por primera vez me metí en las aguas marinas, esta vez del océano Pacífico.

      El cielo de Lima se presentaba casi siempre nublado, así que de vez en cuando íbamos a pasar unos días en Chosica, donde había lindo sol y montañas.

      Un día, mientras mamá me tenía en su falda me contó la historia de Jonás: “Cuando Jonás cayó al agua, un gran pez abrió su inmensa boca… y se lo tragó”. Mamá abrió exageradamente su boca para que yo entendiera bien la historia, pero me asusté, y comencé a llorar. Entonces, mamá me dijo: “Tontito, ¿cómo puedes pensar que mamita te va a comer?” Lo cierto es que desde muy niño, mis padres me contaron las interesantes historias de la Biblia, y me enseñaron sus preciosas verdades.

      No recuerdo si me lo advirtieron o no, pero una noche me dejaron en la casa de la tía Ida Rode, “Pochola”, hermana de mamá, casada con Enrique Pidoux. Ellos habían llegado desde la Argentina para enseñar en el Colegio Adventista de Lima. Al día siguiente, papá vino a buscarme para llevarme a la Clínica Americana de Callao, y me explicó que íbamos a ver a mi hermanita que había nacido esa noche.

      Recuerdo que la vi en brazos de mamá, que estaba acostada en la cama de una de las habitaciones de la clínica. Ella me dijo: “Esta es tu hermanita y se va a llamar Violeta Argentina”.

      Yo tenía cuatro años entonces, y de una cosa estoy seguro: que la quiero mucho más ahora que cuando la vi por primera vez.

      Papá viajaba mucho para cumplir sus tareas en Perú, Ecuador y Bolivia. Hacía varios días que no estaba en casa. Mamá supo que el pastor Juan Plenc iba a viajar a Puno, donde se iba a encontrar con papá que volvía de Bolivia, y se le ocurrió una brillante idea: mandarme en tren con el pastor Plenc hasta Puno, para darle a papá la sorpresa de verme allí. Y así lo hicimos.

      Llegamos a Puno ya de noche, y recuerdo la alegría y el abrazo de papá sorprendido de encontrarme. El pastor Plenc tuvo que explicarle que no había sido un “secuestro” sino que la brillante idea había sido de mamá.

       Vacaciones y llanto en Tingo, Arequipa

      La Unión Incaica tenía una casa para vacaciones en Tingo, un barrio de Arequipa. Allí había árboles grandes, un lindo jardín y una terraza desde donde podía verse, como si estuviera cerca, el maravilloso volcán Misti, con su doble cima cubierta siempre de blanquísima nieve. ¡Qué felices nos sentíamos allí! Hasta que llegó un telegrama desde la Argentina: “Murió de un infarto el abuelo Daniel Rode”.

      Yo no leí el telegrama, pero sentí el llanto de mi madre y me conmovió. Daniel Rode e Ida Köhly eran mis queridos abuelos, los únicos que yo conocía. En ese momento vivían en Nogoyá, Entre Ríos. Tenían diez hijos. Siete varones y tres mujeres. Una de ellas era mi mamá.

      Como familia, habían conocido el evangelio por un misionero adventista cuando todavía vivían en el campo, en la provincia de Buenos Aires. Solo mi abuelita Ida, sus tres hijas: Elvira (mi madre), Sara y Pochola, y Andresito, el menor de los varones, se convirtieron. ¡Salvados para servir!

      Mi abuelo Daniel había fumado durante muchos años. Tres meses atrás había comenzado a sentir una molestia en el pecho y había ido a ver a su médico en Nogoyá. El profesional, que también fumaba, al examinar a mi abuelo le dijo: “Bueno, don Daniel, usted debe dejar de fumar”, pero el doctor estaba fumando… ¿Cómo le iba a hacer caso mi abuelo? Siguió fumando, pero solo tres meses más, pues murió repentinamente de un infarto. Todavía me parece oír el llanto de mi madre.

      Debo aclarar que años después, mi querido tío Pedro Rode y su esposa Quica también se convirtieron. Hoy, varios de mis primos y primas, hijos de Pedro, de Luis y de Julio Rode se regocijan en la bienaventurada esperanza del regreso de nuestro Señor, que traerá a la vida a sus hijos que hoy duermen en el polvo, a fin de reunirlos con los amados que estén vivos y llevarlos a todos a la casa de su Padre, allá en los cielos. ¡Salvados para servir!

      Recuerdo las muchas veces que oía las oraciones de mi abuelita Ida: “Jesús, bendice a mis hijos e hijas, yernos y nueras, nietos y nietas… Amén”. Yo sé que Dios oye y contesta las oraciones de los padres y las madres que oran por sus hijos, y de los abuelos y abuelas que oran por sus nietos. “¿Será rescatado el cautivo de un tirano? Pero así dice Jehová: Ciertamente el cautivo será rescatado […] y tu pleito yo lo defenderé; y yo salvaré a tus hijos?” (Isa. 49:24, 25).

       De regreso a la Argentina

      Yo tendría ya seis años cuando lo llamaron a papá para trabajar nuevamente en Argentina, como director de colportaje de la Asociación Argentina Central, en ese entonces con sede en Paraná.

      Papá tenía que viajar mucho por su trabajo, así que fuimos a vivir a Puiggari, en la casa de mi abuelita Ida, de modo que al año siguiente yo pude asistir a la escuela primaria Domingo Faustino Sarmiento, que aún pertenece al Centro Educativo de la actual Universidad Adventista del Plata.

      Recuerdo con mucho cariño a mi maestra de primer grado. Me parecía muy linda, se llamaba Catalina Fischer. Antes de comenzar las clases nos preguntaba: “¿Qué himno quieren cantar?” Muchas veces contestábamos a coro: “El 200, señorita” (en el Himnario adventista de entonces figuraba con ese número y se titulaba “En la cruz”). Entonces cantábamos con todas nuestras fuerzas:

      “Perdido, errante, fui a Jesús, él vio mi condición.

      En mi alma derramó su luz, su amor me dio perdón.

      Fue primero en la cruz donde yo vi la luz,

      y mi carga de pecado dejé; fue allí por fe

      do vi a Jesús, y siempre con él feliz seré”.

      Hoy, ese himno se titula “Perdido, fui a mi Jesús” y se encuentra bajo el n° 291, en la edición 2009 del Himnario adventista.

      Al fin de ese año, papá, ya cansado de tanto viajar para cumplir su responsabilidad como director de colportaje, pidió trabajar como obrero distrital. Accediendo a su pedido nos mandaron a la iglesia de Concordia, Entre Ríos. Allí hice el segundo grado, en la escuela Vélez Sarsfield.

      No recuerdo por qué mis padres un día me llevaron al médico. El doctor ordenó un análisis, cuyo resultado indicó que tenía parásitos. Entonces me recetó un purgante y un tratamiento adecuado. Además, el médico aconsejó que me llevaran a vivir en el campo. Así que mis padres se comunicaron con mis tíos Andrés y Marcelina, y al año siguiente viví en Puiggari con ellos y con mis primos José, Juan y Luis. Nuevamente asistí a mi querida escuela adventista Domingo Faustino Sarmiento, donde cursé el tercer grado.

       Más mudanzas

      Luego de estar en Concordia, a papá lo designaron para trabajar en la iglesia de Paraná, y allá fuimos, así que cursé el cuarto grado en la legendaria Escuela del Centenario. Luego estuvimos


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