La violencia como marco interpretativo de la investigación literaria. Matei Chihaia

La violencia como marco interpretativo de la investigación literaria - Matei Chihaia


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cultural y hasta por una legislación desigual que puede propiciar actos violentos (Varela Olea 2010). Su vigencia para los estudios literarios está estrechamente vinculada con la historia de unas vanguardias o revoluciones que se definen como ‘masculinas’ (Ehrlicher/Siebenpfeiffer 2002: 8–9; Rodríguez 2016). Estas construcciones de una masculinidad hegemónica y sus vínculos con la violencia física serán el tema del capítulo que brindó a nuestro libro Miroslava Arely Rosales Vásquez.

      Otro tema de triste actualidad es la opresión de comunidades étnicas determinadas, que puede acabar convirtiéndose en guerra civil y genocidio.1 Carlos Humberto Celi Hidalgo comenta a este respecto que “las nociones de construcción de ciudadanía que devienen en ciudadanías étnicas que persisten en afirmar esquemas biopolíticos de inferiorización” (Celi Hidalgo 2016: 187). El borrado simbólico de la identidad y la exclusión de los sistemas de atención social son formas de violencia estructural cuyos efectos sobre el cuerpo y el bienestar de las minorías no se pueden negar.

      De la misma forma que la discriminación facilita las violencias físicas, estas últimas pueden solidificarse y permanecer. La duración del conflicto en Colombia, las políticas represivas contra las comunidades indígenas en varios otros estados latinoamericanos no se pueden analizar como una “realidad provisoria” o como una excepción, sino que representan la regla de un conflicto normalizado, fijado en estructuras duraderas, fortalecidas por redes de influencia nacionales y transnacionales y por los hábitos de la corrupción (Vélez Rendón 2003: 39). Incluso un fenómeno tan excepcional como la emigración y la expulsión de migrantes tiende a convertirse en una realidad estable, cuyas formas institucionales son analizadas, en el presente libro, por la contribución de Lizbeth Gramajo. La imagen de nuestra portada, extraída de sus investigaciones, muestra la representación pictórica del itinerario migratorio con sus riesgos y las formas de violencia que los refugiados encuentran en su camino. El uso del mural para esta representación, y el contexto en que se encuentra esta imagen son un buen ejemplo de la dimensión estructural contenida en los circuitos de personas desplazadas.

      El papel imprescindible de la literatura a la hora de mostrar la “presencia velada de la violencia cotidiana normalizada en las relaciones sociales y las vidas de los personajes” (Mackenbach/Ortiz Wallner 2008: 85) ha sido relacionado por Mackenbach y Ortiz Wallner con una “violencia presente en el lenguaje y las estructuras narrativas” (2008: 85). Un ejemplo clarísimo para la pertinencia de esta discusión en el campo de la poética es el concepto de “violencia estética” acuñado por la socióloga Esther Pineda para denunciar “ciertos discursos sobre el canon de belleza” que tienen un impacto directo en la imagen del cuerpo, en las emociones y pensamiento de sus receptores (Quijano/Vizcarra 2015: 15). La literatura, además de ser un lugar donde estas estructuras sociales, naturalizadas por el lenguaje, se pueden transmitir o discutir, contribuye por su propia dimensión estética a la construcción de estructuras semejantes: pensemos en la imagen –física, social– del autor promocionada por las editoriales o los escritores mismos, o la del lector, explícita en las estrategias de publicidad, implícita en los medios de comunicación elegidos para dirigirse al público. Véase para esto el capítulo de Laura Codaro en el libro presente. También emergieron nuevas ocasiones para abrir estas estructuras mediante formas de puesta en escena interactivas y permitir una discusión: ha sido desde algún tiempo el empeño fructífero y verdaderamente admirable de las bibliotecas de barrio, y sigue siendo la promesa –o, mejor dicho, la ideología– de los social media.

      En resumen, la categoría de violencia en los estudios literarios recientes debe explicar fenómenos bastante diversos: entre ontología y estética, heteronomía y anomia, acciones y estructuras se abre el panorama de una “cultura fracturada por la violencia” (Ortiz Wallner 2004: 226; cit. en Haas 2013: 21). ¿Cómo dividir este campo pluridimensional?

      3. Dividir el campo de la violencia

      La primera división que se opera es de orden geográfico. Aunque el tema de la violencia es un lugar de encuentro para investigadores de todo el mundo, hay relativamente pocos estudios que se atreven a establecer comparaciones –salvo, desde luego, en la tradición de la literatura comparada (p.e. Lowe 1982, Ahrens/Herrera-Sobek 2005). El proyecto de investigación de Markus Klaus Schäffauer y Joachim Michael sobre África y América, del que emergen varias publicaciones en los últimos diez años (p.e. Borst/Michael/Schäffauer 2018), anticipa en Alemania el actual reparto geopolítico de los estudios literarios, que se institucionaliza luego con los centros y proyectos de investigación sobre el Sur Global (por ejemplo el Global South Studies Center de la Universidad de Colonia).

      Al mismo tiempo, con la ampliación de la categoría de violencia, resulta cada vez más difícil circunscribir el tema geográficamente. Hasta cierto punto, la atención centrada en las guerras civiles y dictaduras permite localizar el fenómeno violento (p.e. Tittler 1989, Foster 1995; Vivanco Roca Rey 2013). En cambio, en las zonas de homicidios vinculados con el narcotráfico o la guerra civil, las redes de la violencia van más allá de los contextos regionales y no se pueden vincular con lugares específicos. No obstante, la crítica se centra principalmente en Colombia (cf. López Bernasocchi 2010; López de Abiada 2010; Ospina 2010; Rueda 2011; Lienhard 2015; Adriaensen/Kunz 2016; De la Cruz Lichet/Ponce 2018) y el “espacio anómico” (Quijano/Vizcarra 2015: 21) de la frontera norte de México. Es todavía más complicado proponer una ubicación o división espacial cuando consideramos “la violencia cotidiana normalizada en las relaciones sociales y las vidas de los personajes” (Mackenbach/Ortiz Wallner 2008: 85) y las formas de violencia cultural o simbólica: estas no se proyectan sobre determinados territorios nacionales sino que se manifiestan como estructuras transnacionales y muchas veces –cuando hablamos de la discriminación de género, por ejemplo– globales.

      Las migraciones y los medios de comunicación tienden a matizar la oposición tradicional entre campo y ciudad (cf. Spiller/Schreijäck 2019). Celina Manzoni ha destacado la importancia de los ‘no lugares’ (Marc Augé), de la errancia en la ficción reciente: formas por las que la violencia se imprime en el espacio y desestabiliza sus fronteras (Manzoni 2015: 111–112). Por cierto, la literatura de la violencia cambia también la topografía, y sobre todo las proporciones del mundo que representa:

      En principio, una paradoja se establece de inmediato: lo que es afuera y suburbano se convierte, en la obra literaria, en centro ígneo donde confluyen todas las coordenadas de la imaginación y la palabra. Y la paradoja llega hasta tal punto que, en esta narrativa, la violencia marginal se vuelve vasta representación de la realidad nacional. Representación a la vez cabal y fragmentada a través de espacios literarios donde la muerte es lo único real. (Montoya 2000, 50)

      Por lo tanto, no deberíamos asumir de forma automática que obras individuales, La virgen de los sicarios (1994), por ejemplo, una de las novelas más citadas a este propósito, proporciona ni una imagen adecuada de lo que es la violencia en Colombia, ni un prototipo de la narrativa colombiana contemporánea. De hecho, el marco interpretativo elegido por algunos de los comentarios más destacados de esta obra, como los de Herlinghaus (2009) o los contenidos en el volumen editado por Teresa Basile (2015), queda contextualizado en el género discursivo y no en el espacio urbano elegido como escenario de ficción.

      Por cierto, el género literario como marco interpretativo no está menos contrastado que la división por países y el contexto geográfico. Podemos observar que, al mismo tiempo que el concepto de la violencia se amplía también lo hace el concepto de “narrativa”. Pasa de la definición de un conjunto de textos pertenecientes a la “narrativa de la violencia” (Liano 1997) al substrato simbólico de aquel fenómeno multiforme que describimos en el apartado anterior. Por lo tanto, Oswaldo Estrada utiliza

      “narrativas” en el sentido más amplio de la palabra, en tanto todas ellas “narran”, desde diversos géneros, situaciones históricas y posicionamientos ideológicos, múltiples historias de violencia, episodios traumáticos, catástrofes personales o comunitarias. (2015: 19)

      Por un lado, se perfilan géneros muy específicos, en los que la violencia forma parte de la definición: el narcocorrido o la “sicaresca”1, la novela negra y la novela neopolicial (cf. Forero Quintero 2010; Adriaensen/Grinberg


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