El ruido de los jóvenes. José Libardo Porras

El ruido de los jóvenes - José Libardo Porras


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una vecina llegaba a contarle que su marido se había marchado o que su hijo reprobó en el colegio, ella suspendía sus labores y escuchaba. Escuchaba.

      —Ya volverá. Váyase tranquila. –La despedía, y se quedaba cavilando un momento tras cerrar la puerta, antes de retomar su oficio.

      Un cuarto de siglo antes se juntaron para hacer una sola vida entre ambos.

      —¡La más boba! –replicaba mamá cuando él, para explicarnos la razón de su larga convivencia, decía: “Ofelia es la mujer más inteligente de la Tierra”.

       La tienda de don Pablo

      Soy un niño. Acabamos de llegar al barrio y por primera vez entro a la tienda de don Pablo. Él deja de cepillar su sombrero de paño, me observa con minucia, me pregunta el nombre, de dónde vengo y cuál es mi familia. Respondo. Le devuelvo las preguntas y escucho.

      No sé cuántos años atrás, don Pablo Márquez había venido de Segovia, que es una tierra encantada donde las gallinas cagan pepitas de oro.

      Lo veo alejar tempestades y sequías, desgusanar el ganado y aliviar el dolor con solo pronunciar una letanía secreta; veo duendes y brujas, almas en pena...

      —Llegaban a la media noche –alcanza a decir antes de atender a una clienta.

      Se desentiende de mí. Sin embargo, sus palabras resuenan. En el aire flotan los interrogantes. ¿Esos seres de ultratumba le causaban miedo? Si era así, ¿qué sentía? ¿Temblaba?, ¿sudaba a chorros?, ¿perdía el entendimiento y el habla?

      Después supe que el asma, durante la noche, le ponía la pata en el pecho. No obstante, en la mañana abría su tienda para seguir participando a lo hombre en la guerra de la vida. Supe que estaba perdiendo la vista. Supe que era un hombre cansado.

      La tienda de don Pablo tenía cuatro puertas: las dos que daban a la avenida 76 eran nuestra trinchera contra el aburrimiento: ahí nos parábamos a ver pasar a San Bernardo; la tercera tenía en el dintel una penca sábila que pervivía verde y fresca sin que la alimentaran. Pero la puerta más grande, la que nos llevaba más lejos, era la que don Pablo construía con palabras:

      —Les trenzaban las crines a las bestias, se les sentaban a horcajadas en el pecho a los hombres y les dañaban el sueño, escondían los objetos o hacían ruidos con ellos, extraviaban a los viajeros…

      ¿Cómo eran?, ¿dónde vivían?, ¿cómo las atrapaban?, ¿cómo se libraba uno de ellas?... Las respuestas nos llegaban desde el otro lado del mostrador, donde había un cajón repleto de puntillas torcidas, billetes rotos, monedas de un centavo, algunas herramientas, novenarios viejos y quién sabe cuántas cosas más. Al modo de una frontera, el mostrador preservaba un mundo de misterio, empezando por la libreta de los fiados que sabía todo sobre las familias del barrio.

      La tienda de don Pablo, con su almanaque de Pielroja y su cuadro de El hombre que vendió a crédito y el que vendió al contado, que él parecía no ver, era el núcleo de nuestra calle: ahí fuimos creciendo, como robles, mientras veíamos a las colegialas del Montini y La Inmaculada ofrecer al aire sus pelos sueltos, mientras veíamos envejecer a Ismael y al Ganso, mientras se nos iba ensanchando el mundo.

      ¡La tienda de don Pablo! Es una frase de hermoso sonido.

      En su sitio emplazaron una cacharrería y después un bar solo para adultos.

       Don Carlos

      Aunque en vez de revolotear por el patio ya estábamos en fila, como él lo ordenaba a través del micrófono, don Carlos nos llamaba “¡Mequetrefes!”. Mequetrefes, ¡mequetrefes esto y aquello!, ¡mequetrefes eso y lo de más allá! Los grandes nos hacían gestos obscenos y comentaban que estábamos temblando y a punto de mearnos en los pantalones. Era el primer día de escuela.

      La palabra “mequetrefes”, gritada por el director en frases amontonadas e inconclusas, me suscitaba temor y vergüenza, y deseos de que eso no fuera sino una pesadilla para despertar al instante en mi cama, en mi habitación, en mi casa. Veía claro que ese no era mi lugar ni esa mi gente, y no entendía que los estudiantes de los grados superiores se pudieran divertir.

      En el aula, la señorita Orfilia nos distribuyó por parejas en pupitres grises, y a continuación pasó por cada puesto preguntándole a cada uno quién era y qué quería ser, por qué iba a estudiar. Yo contesté que era uno de los menores en un mundo de hermanos y hermanas, que hacía poco habíamos llegado de una finca, donde nacimos y desde donde nuestro papá nos enviaba semanalmente un bulto de frutas, y que aún no sabía lo que quería ser cuando creciera. Los otros se carcajearon y alborotaron. A la señorita Orfilia le costó restablecer el orden.

      La cara se me incendió, el sudor me corría por la espalda, la boca se me llenó de arena y espuma, gagueé y enmudecí. Una sensación de cansancio me agobiaba y no podía sino pensar en lo tonto que fui al contar lo que conté. “¡No lo vuelvo a hacer!, ¡no lo vuelvo a hacer!”, me decía. Las historias personales de los demás me entraban por un oído y me salían por el otro. Solo a fuerza de lidias logré escuchar a la señorita Orfilia cuando nos leyó el cuento La ninfa y el eco y nos pidió dibujar en el cuaderno de rayas, que olía a nuevo, lo que más nos había gustado de su lectura.

      Preguntándome qué sería una ninfa decidí ser un inventor de cuentos como ese y, sin pensarlo, delante de todos le revelé mi decisión a la maestra.

      Nuevamente las carcajadas desordenaron la clase. Por mi culpa, el universo se tornó un caos.

      Al lunes de la semana siguiente, en el patio, volvimos a ser mequetrefes y la ira de don Carlos, sus ojos echando candela y su rostro enrojecido, nos intimidaron casi tanto como el primer día. Pero ya no estábamos solos. Mientras el director nos regañaba e insultaba por el micrófono, la señorita Orfilia patrullaba las filas de estudiantes cuidándonos de los coscorrones y demás ataques de los grandes, haciendo de nuestro grupo el más organizado. De esa manera se iniciaba la rutina del estudio, que es madre de todas las rutinas. El tiempo pasaría y el primer día del año venidero nos burlaríamos del temor de los recién llegados, de los nuevos “mequetrefes”, pues ya habríamos visto a la señora del aseo sacar botellas de aguardiente vacías de la oficina de don Carlos y a él le habríamos sentido un tufo agrio en el aliento, y sabríamos que sus improperios no eran sino su forma de rogar, de pedir una mano que nadie iba a brindarle.

       Hermana mayor

      A la hora en que llegaba a San Bernardo el vendedor de periódicos, ya Nelly iba lejos en su Pfaff, dele que dele, por la ruta de la aguja.

      —¡Buenos días! –saludábamos los hermanos menores, más de media docena de estudiantes.

      —¡Buenos días!

      Me gustaba el faro que se encendía cuando ella contestaba “¡Buenos días!”.

      A una la apuraba, a otra le ponderaba lo bonita que luciría con el uniforme nuevo; a uno, el más avispado, le recordaba que debía ir a comprar la leche y demás cosas del diario antes de marcharse, y a otro lo apuraba también. Yo esperaba el anuncio de que iba a darme para comprar la cartilla de lectura. Pero no. Por lo visto, se me venía otro mes interminable en la lista negra, otro mes aplastado por la vergüenza, otra eternidad de treinta días padeciendo el estigma de ser uno de los que carecían de cartilla de lectura y al momento de los ejercicios tenían que arrimarse a uno que sí la tuviera.

      Nosotros en nuestros respectivos colegios o escuelas idos por las nubes, a la espera de que acabara la jornada, Arabia en el hospital, donde trabajaba desde nuestro arribo a la ciudad, y Nelly ante su máquina de coser, imbuida en el leve traqueteo del motor, que no era


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