El ruido de los jóvenes. José Libardo Porras
por pagar…
Desde temprano llegaban clientas a probarse los vestidos y a referirle sus heridas, y Nelly escuchaba con un silencio balsámico.
Rara vez salía de casa si no era para ir en busca de agujas, hilos, botones, adornos y otros insumos. En todo caso, a nuestro regreso todavía se encontraba ahí, firme en su puesto.
Nelly encendía las bombillas al anochecer, de modo que en casa no escaseara la luz.
A la hora del sueño, Nelly continuaba haciendo volar su máquina, cosiendo alas a las vidas nuestras.
Nadie la veía dormir. Si Nelly dormía, o parpadeaba siquiera, no cumpliría a cabalidad esa vida de hermana mayor que Dios le dio.
Como las piernas de las colegialas del Montini al subirse el uniforme para coquetear con los muchachos durante su regreso a casa, el día, de pronto, se llenaba de luz, y sucedía porque Arabia salía a tomar el carro que la llevaría al trabajo.
Su turno comenzaba a las seis de la mañana, igual que el turno de los pájaros, igual que el del sol que asoma por las montañas de oriente.
No es blanca ni negra y, por parecérsele, los panes querían seguir un rato más en el horno.
Aunque se llama Arabia le decimos Ara.
Algún día, una constelación también llevará ese nombre.
Cuando acompañaba a Nelly a una diligencia, a comprar telas y elementos de modistería al almacén Mil Variedades, o simplemente a pasear por Junín, la gente suponía que eran dos amigas.
Como dos amigas, las dos hermanas mayores tenían sus secretos: en la alcoba que compartían se las oía hablar de asuntos que uno no entendía y, a ratos, sonreír bajito como quien, sabiéndolo todo, no suelta prenda.
A la vuelta del hospital, a las tres y media o cuatro de la tarde, siempre traía algo: una vasija nueva, tres metros de tela para una cortina, un florero que adornaría la mesa de centro de la sala. Las fechas de pago, cada quincena, traía una cornucopia.
Su novio era un colega y se casarían el día menos pensado, en silencio, sin ceremonias.
De a poco se estaban ajuarando.
Ara reiteraba que a pesar de su matrimonio seguiría ayudando para que los menores pudiéramos estudiar y para que en casa, sin importar qué vientos soplaran, nada se viniera abajo.
¡Ojalá haya sido feliz!
Arabia y Nelly recibían a sus novios en la sala, audacia que constituía un salto generacional largo, o triple, hacia el amor libre si se considera que a papá y mamá les tocó tratarse y conocerse a través de la ventana.
Los turnos eran martes y jueves para una y miércoles y viernes para la otra. Los sábados no sé adónde iba a parar cada pareja por su lado.
Por ser todavía un niño, mi tarea era rondar por ahí, con ínfulas de policía, estar en la escena sin estar en la escena con el propósito de que en la escena los actores y las actrices no traspasaran el límite de la manicura.
Las manos eran lo máximo que se podía tocar del otro sin incurrir en inmoralidad, de ahí que dominar las artimañas de la manicura y saberlo todo sobre cutículas y albugos fuera parte de la primera educación sentimental de las muchachas, una asignatura que ellas se autoimpartían.
Porque un novio con uñas redondeadas, perfectas, era el hombre ideal, las novias se volvían manicuristas expertas.
Los viejos se rascaban la cabeza al enterarse de que un joven entraba a la casa de su novia y se arrellanaba tranquilamente en el sofá de la sala, al cobijo de una incierta penumbra. “¡Dónde iremos a parar!”, mascullaban cuando les describían los manoseos y pormenores de la manicura.
Los Restrepo eran de los más vaciados de San Bernardo, que no es decir poco, pero al cruzarse con ellos uno creía estar ante alguien de otro barrio, un habitante de Laureles o de El Poblado, o algún extranjero que por accidente había caído en nuestro bullicio.
Eran cuatro rubios de ojos verdes. El primero se mantenía bronceado y le encantaba pavonearse en pantaloneta y sin camisa por la calle; la segunda parecía un cromo del álbum de artistas donde salían Violeta Rivas y Gigliola Cinquetti y, como su hermano, usaba bluyines Lee y tenis americanos y nunca saludaba.
Según las lenguas voraces, con tal de comprar las prendas que vestían se resignaban a no probar carne y a comer huevo solo los domingos.
En la mayoría de nuestras casas, por supuesto, padecíamos restricciones iguales o peores, mas, merced a su actitud, en ellos constituía motivo de burla esa circunstancia común.
Los otros dos, Felipe y Luisa, que sí eran amigos nuestros, decían con orgullo ingenuo que su hermano mayor tenía una novia de plata.
Un domingo estábamos en casa de doña Mira pugnando por ver Tarzán a través de la ventana, pues la vieja solo dejaba entrar a ver televisión a quienes compraban sus helados de agua azucarada y anilina, cuando el papá de los rubios nos sorprendió discutiendo cómo Tarzán lograría salir de esas arenas movedizas y llegar a tiempo para salvar al jefe negro. Venía de la tienda de don Pablo con dos bolsas de parva en las manos; se detuvo a contemplar el tumulto como incrédulo de que sus descendientes estuvieran allí, entre la guacherna, y se les aproximó sin que ellos lo advirtieran. Los demás guardamos silencio intercambiando miradas de curiosidad. Felipe seguía hablando.
El hombre le entregó los paquetes a la niña, agarró al otro hijo de una oreja, retorciéndosela, y lo arrastró hacia su casa. El arrastrado no se quejó, no dijo ni mu, pero Luisa no pudo soportar el dolor de su hermano y se fue tras ellos sin importarle que en la carrera se le cayeran algunos panecillos.
Aunque eran las vacaciones, por varios días ninguno de los dos salió a jugar pelota envenenada o los interminables partidos de bate. Nosotros nos preguntábamos qué cosa horrible habrían hecho Felipe y Luisa para que los castigaran con esa severidad. Debían de haber cometido el pecado más mortal.
Al finalizar la semana aparecieron con su padre, quien traía una escalera por la que él mismo subió al tejado a instalar una antena de varillas de aluminio de varios cuerpos, más grande que cualquiera de las que veíamos en las casas de los ricos cuando íbamos a ver los entrenamientos del Atlético Nacional y el DIM.
Viendo esa antena, ninguno era capaz de concebir cómo sería el televisor. Los rubios decían que el papá lo tenía en una revista, que se veía inmenso, como dos veces el de doña Mira, que las imágenes aparecían en colores como en el cine, y aseguraban que tan pronto lo trajeran y lo instalaran podríamos ir a ver en él los programas que nos gustaban.
Mientras llegaba ese día, continuamos arremolinándonos en la ventana de la casa de doña Mira para ver Tarzán, Batman, Hechizada y Lassie. Felipe y Luisa, en cambio, se la pasaban encerrados esperando que retornáramos a nuestros juegos para salir e integrarse con nosotros a la vida de la calle.
A ese televisor fabuloso quizá lo habríamos visto si no es porque una mañana llegan a la casa de los Restrepo unos señores acompañados de policías y, después de leer papeles y teclear actas, la desocupan.
En la acera quedaron apilados muebles con el paño roto y los resortes partidos, colchones manchados, cajas de ropa entre las cuales se veía algún bluyín marca Lee, ollas sucias de tizne, un juego de pesas...
Los