El ruido de los jóvenes. José Libardo Porras
y negro, donde los niños tenían el cabello pasudo y la piel casposa y las señoras eran tan amigas de la invención y el chisme.
La antena siguió erguida en el tejado como para testimoniar que en ese sitio la vida les dio caramelo a unos niños, hasta que el nuevo inquilino bajó lo que de ella quedaba y en su lugar puso una antena más pequeña, de las que sí nos eran familiares.
La noche se insinuaba en San Bernardo al término de Kalimán, entonces era la hora de la guerra libertada.
Como en todos los juegos, dos ases de la barra seleccionaban, uno a uno, a los integrantes de sus respectivos equipos:
—Escojo a Fernando –decía Alfa 1, el goleador.
—Escojo a Guillermo –decía Alfa 2, el que trepaba a las copas más altas y cogía los mangos más sabrosos.
Alternadamente iban escogiendo a los mejores. Pedro, Pablo, Chucho, Jacinto, Jaime, Miguel. Si el número de jugadores disponible era impar, no importaba que uno de los equipos quedara con un miembro de más, al fin y al cabo era el último, el más lento, un debilucho, una nadería y, en ciertos casos, un estorbo. Enseguida se negociaban las condiciones, que nunca variaban, y a cara o sello se definía el derecho a ser los primeros fugitivos, Los sin-camisa.
A nadie le gustaba ser del ejército perseguidor, del bando de los buenos. ¿Por qué? Tal vez desde esos tiempos fuera más divertido y diera más estatus ser malo y contravenir la ley.
A la cuenta de tres, Los sin-camisa se dispersaban a lo largo de la calle y tomaban sus posiciones en los lugares más propicios para el escape. El líder de Los con-camisa impartía instrucciones –por ejemplo, tenderle una redada a Zutano, el gordo lento– y ordenaba el inicio de la persecución.
—¡No te dejés coger!
—Voy a intentarlo.
—¡Tenemos que ganar! ¡No podés dejarte coger!
–¿Y si me cogen?
Éramos de Los sin-camisa.
Los mayores, sentados en butacas junto a sus casas, fumando y refrescándose, viéndonos agazapados entre las matas, no entendían qué gusto le podíamos sacar a ese correr y esconderse sin ton ni son. Pero a nosotros no nos afectaban sus burlas y comentarios.
El juego siempre se alargaba y las madres tenían que salir a llamarnos para ir a comer.
Éramos de Los sin-camisa.
Desde un antejardín, disueltos en la luz infeliz del alumbrado público, divisamos a los nuestros de espaldas al paredón, cautivos tras un anillo de seguridad conformado por los más robustos de Los con-camisa, los que podían resistir cualquier embate nuestro.
—Cogieron a los otros –dije a mi compañero, Alfa 1.
—Lancémonos en tumulto a libertarlos –dijo él.
—¿Y si nos cogen?
—Después ellos harán lo mismo.
—¿Pero si nos cogen antes de llegar y tocarlos?
Tocar con la mano al camarada cautivo bastaba para ponerlo en libertad, así que los buenos levantaban una muralla humana en torno de los malos caídos en sus redes y se disponían, a toda costa, a impedirles el contacto con sus copartidarios que aún anduvieran libres. Por esa razón cada uno se cotizaba de acuerdo con su velocidad y fuerza para no dejarse alcanzar ni agarrar del adversario, o para alcanzarlo y agarrarlo a él según fuera un perseguido o un perseguidor.
—¡Perdemos! –expuso en tono seco, en un golpe. Y añadió —:¡Ya otras veces ganamos!
Era una orden de Alfa 1. ¿Cómo no cumplirla?
Los mayores no entendían la guerra libertada. Esa guerra que, se ganara o se perdiera, nos dejaba empapados de sudor y entre pecho y espalda una llama encendida por el presentimiento de haber jugado a la vida y a la muerte.
Mi primer impulso fue echar a correr, esfumarme, cuando Pecoso, en tono de secreto, dio el aviso:
—¡Huy! Ahí viene Ismael.
Todos buscamos los ojos de Pecoso y, en efecto, reflejado en sus pupilas, lo vimos venir. Mecánicamente, cada cual recogió su trompo y dejamos en suspenso la partida.
—No se vayan, pelaos –dijo el famoso, el temible.
Tal vez por ignorar si se trataba de una orden o una invitación, ninguno desobedeció. No nos fuimos. No podíamos: de pronto, nos habían sembrado en la tierra.
Así conocimos a Ismael, aunque ya lo habíamos visto pelear a cuchillo en la esquina del bar Orión.
—Présteme su trompo, pelao –me dijo.
Ismael, el mito, se dirigió a mí. Desconcertado, imbuido en una amalgama de pavor y orgullo, antes de pensarlo dos veces, se lo entregué. Él lo enrolló, lo lanzó y lo hizo bailar en la palma de la mano; enseguida repitió su número tirándolo bajo la pierna y por sobre el hombro: destrezas que ya dominábamos; sin embargo, ejecutadas por uno cuyo nombre causaba terror, eran una novedad.
Tiró mi trompo así y asá, disfrutaba exhibiéndose, y solo cuando él mismo se aburrió de su show me devolvió lo mío. Enseguida sacó de la chaqueta una baraja.
—Vean y aprendan –dijo y comenzó a mezclar los naipes, a veces despacio, a veces a una velocidad mayor que la de los ojos. Por momentos nos prestaba el mazo para que ensayáramos la proeza que él acababa de ejecutar, daba instrucciones, corregía. Por último, nos enseñó las reglas del remis: diez cartas para conformar dos ternas y una cuarta, o dos quintas.
Y mientras formaba ternas, cuartas y quintas didácticas iba refiriendo sus peripecias de tahúr en el café Amarillo y otros salones de juego que desconocíamos: no decía “rosa” sin que los rosales de la memoria se llenaran de sangre; no decía “hombre” sin que un niño pudiera enorgullecerse.
Más tarde nos tocó sufrir las recriminaciones de los mayores que, al verlo con nosotros en círculo, no habían podido creer en tanta mansedumbre, pues sabían que su mano, que en fecha de madres cortaba una flor, en tiempo de guerra se hacía de acero y derramaba sangre.
Después, al coincidir con él en la calle, no nos saludaba, quizá ni siquiera nos veía. No obstante, en la escuela faroleábamos diciendo que éramos amigos de Ismael, que él nos había enseñado a barajar las cartas y a jugar remis, y eso nos ayudaba a ganar respeto.
San Bernardo era el reino de Ismael y ningún pillo alteraba su orden; él mismo daba ejemplo realizando sus trabajos en los barrios de los ricos: en las noches, como un gato, iba de expedición a Laureles o a El Poblado a buscar “el tesoro de Morgan”, según decía, y regresaba a gastarse el botín en el Amarillo o en el Orión.
Un día, tras bailar la danza más humana y homicida, la danza del hombre y el cuchillo, y salir perdedor, se marchó al país más habitado.
Desde luego, parientes, conocidos, amigos y hasta enemigos lo velaron con todos los honores: con lágrimas, historias y aguardiente, como se velaba a un hombre en San Bernardo.
En algún momento de ensueño deseé ser un Ismael.
Cuando una llama se resiste al viento, su nombre tiembla en mi boca.
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