Feminismo. El secuestro de una causa justa. Annemarie Haensgen

Feminismo. El secuestro de una causa justa - Annemarie Haensgen


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      He omitido muchísimos nombres, pero no es mi intención abarcar a todas las maravillosas mujeres singulares que han existido en el mundo porque, sin duda, sería un esfuerzo imposible. Mi intención al nombrarlas es dejar en evidencia su trascendencia, pese a las barreras que cada época impuso a su género.

      Los primeros manifiestos o escritos que abogan por la situación desmedrada de la mujer en la sociedad, y que trascendieron, se remontan a la Edad Media y surgen en el contexto religioso de una Europa sumergida en la religión y la superstición. La Iglesia Católica ejercía un control absoluto sobre la vida y costumbres de la época, imponiendo especialmente a las mujeres una pesada carga de restricciones y prohibiciones. Ellas sólo podían actuar en el ámbito privado y siempre bajo el amparo o dominación del padre, marido, o varón al que se hubiera otorgado su tutela. En la literatura y estudios de la época existía una creencia generalizada que las mujeres encarnaban el pecado, la lujuria y todos los vicios desatados desde la caída de Eva y la pérdida del paraíso. Para los historiadores y filósofos medievales era impensable considerar siquiera a la mujer como una persona humana. Jurídicamente su posición tenía el nivel de los esclavos y animales domésticos, desconociendo la posibilidad de que pudiera albergar un alma.

      Muchas estudiosas de la historia de la mujer sitúan el inicio del despertar colectivo de esta en la voz de Guillermine (o Guillerma) de Bohemia. A fines del siglo XIII, Guillermine cuestionó la interpretación que la Iglesia Católica hacía de las Sagradas Escrituras respecto del rol de la mujer en la sociedad cristiana y su eventual trascendencia después de la muerte.

      El motivo de su cuestionamiento era que ella sentía que la Iglesia no la representaba; tras un profundo estudio de la Biblia había concluido que, dado que no existía una deidad femenina en su doctrina, lo que se manifestaba en que Eva sólo constituía una extensión de Adán, el sacrificio de Cristo era un acontecimiento que sólo redimía a los varones. Por lo tanto ella -y toda la comunidad femenina- no podía ser alcanzada por la Gracia del Hijo de Dios, ya que la Iglesia mantenía a las mujeres al margen de la redención. En virtud de estos argumentos filosóficos decidió crear una Iglesia de Mujeres. Esta iglesia es conocida como un movimiento místico que también contó con numerosos hombres entre sus adeptos, y cuya finalidad era hacer una reinterpretación de las Escrituras e incluir el reconocimiento de las mujeres para la salvación de su alma. No podemos, sin embargo, considerarlo propiamente una revolución feminista, ya que su rebelión se enmarcaba en los límites de la teología y sólo pretendía el reconocimiento de la mujer como sujeto de redención dentro del culto eclesial romano.

      Si bien Guillermine no escribió ningún manifiesto ni dejó escritos, hay historiadores que ven en su vida, actuación y doctrina la responsable de levantar los primeros cimientos del feminismo. Con sus prédicas públicas y ejemplo de vida habría promovido una colectividad de mujeres que tenían una comunicación directa e igualitaria con Dios, salvando todas las jerarquías sociales y eclesiales de la época. Esta agrupación de fieles, que abarcaba todas las clases sociales, rompió con los paradigmas de la época en cuanto al valor y dignidad que se le asignaba a la mujer.

      Sus seguidores formaron una secta que se denominó “los guillermitas”. Mayoritariamente provenían de Milán y sus alrededores. Guillermine hablaba de la Biblia en términos perfectamente ortodoxos, al tiempo que reivindicaba para la mujer un papel en pie de igualdad con el hombre en la comunidad cristiana.

      Durante gran parte de su vida Guillermine vivió en la Abadía de Chiaravelle, en las cercanías de la ciudad de Milán, donde fue acogida por los religiosos, quienes le asignaron una casa dentro de los muros del convento para su protección; después de su muerte fue venerada por la orden como una santa. Una de sus más fieles seguidoras, Maifreda de Pirovano, se erigió como sacerdotisa del culto, lo que atrajo las iras de Roma cuando se supo que había celebrado una misa con ceremonia de consagración, tras la cual se la declaró papisa, por lo que se envió al Santo Oficio a investigar. Los inquisidores explotaron hábilmente las envidias y rencores que existían al interior de la secta y, utilizando todos los recursos destinados a extirpar la herejía, procesaron a los seguidores de Guillermine y Maifreda como herejes y los condenaron a la hoguera. Del rescate de algunas actas del juicio se pudo constatar que Guillermine también fue condenada como hereje no obstante ya estaba muerta, por lo que se ordenó exhumar su cuerpo que yacía enterrado en la Abadía para que fuera quemado junto al cuerpo vivo de Maifreda de Pirovano en el año 1300.

      Otras estudiosas de la historia de la mujer consideran a las predicadoras y “brujas” como precursoras del feminismo. Se trataba de mujeres que oficiaban de curanderas, parteras o sanadoras que vivían al margen de la comunidad que atendían.

      En los Países Bajos -Holanda, Flandes- surgieron también alrededor del siglo XIII, para luego extenderse por casi toda Europa, mujeres que buscaban una vida más allá del matrimonio o el convento. Convivían en grupos pequeños, administrando sus bienes en comunidad, escribiendo sobre temas espirituales, asistiendo enfermos y haciendo obras de caridad. Se las denominó “beguinas”. Cristianas laicas con orígenes aristocráticos o burgueses, tenían conocimientos en griego y latín. Muchas hacían traducciones de textos religiosos a las lenguas vulgares, desarrollando prácticamente la única literatura existente en esos días. Estas mujeres vivieron, para los cánones de la época, libremente, sin acatar reglas ni obediencia al orden jerárquico social o eclesial. Su vida transcurría al margen de la familia y de la autoridad religiosa mientras duraba su apostolado, y podían marcharse cuando lo quisieran.

      Entre ellas destaca la francesa Margarita Porete (1260-1310), cuyo libro El espejo de las almas simples fue el primer manual espiritual escrito en lengua vernácula en lugar del latín.

      En algunas regiones, las beguinas alcanzaron la misma fama que los trovadores, siendo fundadoras de la primera literatura flamenca, francesa y alemana.

      Debido a su autonomía de pensamiento y acción, además de sus orígenes nobles, lograron un acceso limitado a la propiedad privada, pudiendo explotar sus tierras en forma independiente para su autosustentación. Ello significó que fueran vistas como peligrosas por la jerarquía eclesiástica, provocando que estuvieran permanentemente bajo sospecha. Muchas fueron enjuiciadas como brujas o herejes y condenadas a la hoguera por la Inquisición.

      Escritora y filósofa francesa, Christine de Pizan responde al claro desprecio hacia la mujer que imperaba en el cristianismo temprano. Ella se rebeló ante la discriminación teológica que percibía en la interpretación de la Biblia por la Iglesia respecto de las mujeres, a las que sentía que dejaban fuera de la redención y el paraíso.

      Nació en Venecia, Italia, pero durante su niñez su familia se trasladó a Francia, donde fue educada y vivió hasta su muerte. Fue la primera mujer en ser reconocida como escritora profesional, además de una gran polemista, participando en encendidos debates literario-teológicos de la época. En sus numerosos escritos abordó temas como la violación y el derecho de las mujeres al conocimiento, dejando a su muerte, en 1430, en el Convento de Poissy, numerosas obras que trascendieron a la historia.

      La obra más conocida de Christine de Pizan fue publicada en 1405 y se tituló La ciudad de las damas. Se trata de un texto que abre una brecha importante en los parámetros culturales desde el propio pensamiento cristiano. La escritora ataca el discurso de la inferioridad de las mujeres en la Iglesia y la sociedad y ofrece una visión alternativa basándose en la Virgen María como defensora, protectora y guardiana de esa ciudad alternativa. Esta idea generó una nueva conciencia acerca de la dignidad de la mujer como persona humana. Aunque la Pizan no cuestionó directamente la jerarquía eclesiástica ni exigió la igualdad social entre los sexos, se le puede considerar como una de las primeras voces feministas, ya que su discurso atacó las ideas dominantes de su tiempo sobre la inferioridad e intrínseca maldad que se le atribuía a la mujer. El discurso buscaba elogiar la superioridad de las mujeres sobre los hombres desde un punto de vista moral, atribuyendo el vicio a lo masculino y la virtud a lo femenino, reflexionando cómo sería una ciudad donde no existieran ni las guerras ni el


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