Sombra roja. Rodrigo Castillo

Sombra roja - Rodrigo Castillo


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yo todavía vivía en el Otro País y guardaba mi silencio como si fuera un Silencio de Años, me imaginaba, con frecuencia, a alguien así.

      Tenía dos nombres en lugar de uno. Y dos manos. Y tres piernas. Y cuatro ojos. Y demasiado de todo lo demás.

      Bífida, como se dice a veces de la lengua para indicar que está llena de peligros.

      Irresoluta, como se califica a menudo a las novelas sin final feliz.

      Fluida, como la condición Posmoderna o como la vida misma.

      Fumaba cigarrillos de esa manera en que he mencionado antes y, por eso, la reconocí. Esa grisura. Ese terco callarse. Su ropa del famoso clóset de 1940 y la mirada más allá del ventanal. Siempre. Su aleteo demencial. Su arremolinarse. Su no quedarse quieta.

      Le decíamos arándano aunque olía usualmente a Eau de Cartier.

      La llamábamos Abril aunque solía convertise en Noviembre o en Marzo con la misma realista docilidad. Era una mujer o una mujer. Soberana como la miel que le prestó el color a sus ojos. Cielística. Inacabada. A-punto-de.

      Bastaba con evocarla en la congregación del nosotras para que su cuerpo hiciera un nosotros.

      Viajaba a toda velocidad y no sola. Una de sus manos iba siempre en una de las manos de la muerte. Así se sentía a salvo. Protegida de las alas del mediodía y del pesar más blanco.

      Cuando yo vivía del Otro Lado de la Línea, silenciosa y exhausta, dentro de un Silencio de Años y sucia de días, me preguntaba, con frecuencia, si existiría alguien así.

       VII

       el gesto de la verdadera adicta

      A veces el Mar del Norte se transformaba en manto y había que verlo como algo ajeno.

      A veces se lo podía uno colocar sobre los hombros como cosa muy usada o querida, y sentir, dependiendo de incógnitos elementos, su calor o su extravío.

      A veces era posible sentarse en su orilla,

      sosegadamente. Y volverse escultura súbita o nube

      desmemoriada. O arena con filos.

      Todo podía pasar ahí en realidad. A veces había que sobrevolarlo como a un desastre. O alejarse como de la epidemia. O resignarse como ante la enfermedad.

      En más de una ocasión vimos la manera inesperada y no por ello menos natural en que emergió del agua la cabeza de Concha Urquiza.

      –Pero si usted está muerta –le recordábamos de inmediato.

      Y ella, sin ponernos atención, interrumpía cualquier comentario para pedirnos, con ese gesto desesperado del verdadero adicto, un cigarrillo. Por el amor de dios. Por lo que más quieran. Ya que había dado la primera chupada –honda, con placer, toda ella en otro lugar– y ya que había dejado desaparecer en el aire la bocanada gris, el humo de artificio, entonces nos pedía una toalla.

      –No saben la clase de frío que hace ahí –nos aseguraba sin atreverse a volver la vista atrás. Cuando constataba la sorpresa en nuestros rostros no era capaz de aguantar la risa.

      –¿Qué? ¿Ustedes son de las que creen

      que Los Sumergidos nunca tenemos frío?

      Éramos de ésas, ciertamente.

      Y, por serlo, guardábamos un silencio inconfesable y vergonzoso mientras bajábamos la vista.

      –Por lo menos –murmuraba luego en son de paz–

      podrían ofrecerme algo de vino.

      Entonces, sin que se lo pidiéramos, sin que lo esperáramos siquiera, La Sumergida alzaba su copa y brindaba y chupaba ávidamente de su cigarrillo, todo a la vez, todo como si ya no tuviera tiempo o como si se le estuviera acabando el tiempo, mientras se quedaba como nosotras, sentada sosegadamente sobre la orilla de arena del Mar del Norte, resignada ante la enfermedad del agua y sobrevolando el desastre con la Mirada Oblicua de la que ha muerto más de una vez, de la que todavía no acaba de morir o de la que, muriendo, reincide como una verdadera adicta, con ese gesto de pordiosero y de mártir cruel y de princesa degollada.

       IX

       momento que define el concepto de la felicidad idiota

      (en el que la Autora, con su característico –aunque falaz– distanciamiento, intenta describir un paisaje, y un evento dentro del paisaje, pero sólo atina a hacer una larga u oscura pregunta)

      La palabra delfín nunca me ha gustado. Ese predominio de las primeras letras del alfabeto –de e, efe, i– ese acento que le quita el punto a todas las íes, esa verticalidad forzada por las puntas de la de, la ele y el garfio apenas disfrazado de la efe, el mal gusto de terminar en ene. Bi-silábica. Aguda. Una palabra con todas las agravantes de la gramática y de la evocación. Aún peor, de poderse, en plural. Ur-Kitsch. Una verdadera aberración. Entonces, ¿cómo descubrir la manera lenta, distraída, en que Tres Personajes Femeninos salieron del Paralelo 3 después de tomar enorme tazas de café y de fumar innumerables cigarrillos encerradas, de forma por demás ficticia, dentro de una duermevela olorosa a sal, y cómo en ese momento en que, ya casi escaleras arriba, se detuvieron porque habían alcanzado a observar una sombra, para entonces inexplicable, en la marea mercurial de un océano gris y relativamente pacífico, cuya similitud –me atrevería a decir, su interpenetración– con el cielo –porque el cielo también era mercurial y gris y relativamente pacífico– hacía que la pregunta «¿existió, alguna vez, el horizonte?» pareciera no sólo natura sino, además, necesaria, o de cualquier manera inevitable, mientras ellas, los Tres Personajes Femeninos, seguían ahí, al pie del malecón, pronunciando la bi-silábica y aguda palabra con un gusto retrógrado, es decir infantil, o cuando menos pasado de moda, uniéndola, de manera por demás reverencial a los vocablos «signo», «divinidad», «destino», como si formaran parte del mismo universo semántico, como si la bi-silábica, que ya para entonces pronunciaban, para colmo, en plural, pudiera compararse de alguna manera, aunque fuera mínima, con ésas otras, firmes y volátiles, enteras y heridas, con las que se hace la pregunta «¿existió, alguna vez, el horizonte?»?

      [retrocederá…]

       X

       una pelea con dios

      La Emergida llegaba a veces extasiada de dolor, sola

      como sobreviviente, olorosa a crystal y a semen.

      Cuando le preguntábamos dónde había estado contestaba que venía de Allá y, en sus ojos de madrugada química en su descalza voz de Ex-Muerta, en cada una de las lanzas que perforaban su costado alguna vez adolescente o divino, Allá sólo quería decir Tijuana sin Luciérnagas. La Más Verdadera. La Arpía.

      Nuestro pudor, como lo llamaba, le causaba suspiros escandalosos y delicadas sornas punzantes. Nuestras costumbres burguesas.

      –Su mar de mierda –balbucía. Y nos miraba desde ese lugar donde sólo se oye el punzar de las venas, el rasgar de la respiración. Y nos seguía viendo desde los largos pasillos vacíos, desde los pasillos laberínticos y rencorosos por donde sólo avanzaba el viento de los bárbaros. Y no dejaba de mirarnos desde la pecera. Y nos observaba.

      Adentro.

      Más adentro.

      Debajo del agua y de la tierra.

      Debajo del paladar.

      –Su puto mar de mierda –reiteraba entre dientes, con ese cansino hacer de cosa que ronda, con algo de obscena gravedad en el tono de la voz, con cierto anhelo de crimen–. Su puta mierda –deletreaba hasta que, poco a poco, con toda seguridad de la manera más lenta, aburrida tal vez o aquejada ya de ese agotamiento radial que se asocia a menudo con los recién


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