El propósito no era lo que yo creía. Sharoni Rosenberg
le dio algo de pudor, aceptó su invitación a salir. Ahora está muy activa buscando a alguien que la ayude en el cuidado de sus hijos, ya que con la hernia que tiene en la espalda le resulta casi imposible seguirles el ritmo.
3) Rafael no terminó sus estudios, pues decidió emprender muy joven. Es buen amigo pero algo soberbio, por lo cual, cuando le toca hablar, no escatima en partir contando lo que ya todos saben por la prensa: que su imperio del retail sigue expandiéndose, por lo que ahora abrirá nuevas tiendas también en Perú. Su nombre es recurrente en las listas de los hombres más acaudalados de la región y, cada tanto, aparecen fotos de sus propiedades en Nueva York o Milán en las revistas de decoración. Se ha casado y divorciado tres veces, y se acaba de comprometer con una mujer treinta años menor. Cuenta que por ningún motivo quiere tener más hijos. Le basta con los cinco que ya tiene, y que solo lo llaman para pedirle dinero. Agrega que, más que eso, lo que le molesta es que ninguno se comprometa con el futuro del negocio y está pensando en amenazarlos con desheredarlos si no se comportan con seriedad. El próximo mes tendrá que viajar a hacerse chequeos a Atlanta, ya que su diabetes sigue avanzando con bastante mal pronóstico.
Ahora que conocemos las historias de César, Ester y Rafael, veamos cómo son los resultados de bienestar para cada uno de ellos, tomando en consideración solo aquello que han dicho en la reunión:
Si miramos el indicador del dinero de manera aislada, sin duda, Rafael tendría la vida más deseable. Pero si sumamos al indicador del dinero, el de salud y relaciones, el escenario cambia por completo: Rafael no sería tan admirado como lo es actualmente. César y Ester tendrían un bienestar casi el doble que el de Rafael.
Pero, ¿necesitamos realmente una medición cuantitativa para darnos cuenta de qué vida es mejor para nosotros, o podemos arribar a la misma conclusión si nos conocemos mejor y usamos la consciencia para orientar nuestras decisiones? Quizá podremos responder a esta pregunta más adelante.
¿Y ahora qué?
Estaba muy contenta de estar respondiendo a varias de mis preguntas. Ya tenía más claro el “por qué” de la vida, y sentía que esta felicidad que buscaba se parecía muchísimo más a la eudemonía que a cualquier otra cosa.
Si bien sentía los avances, tenía la sensación de que esto era solo el comienzo. Si el dinero, el poder y la fama no me conducirían a la felicidad que estaba buscando, ¿qué tenía que buscar? ¿A qué se refería Aristóteles cuando hablaba de la felicidad del alma? Todo parecía indicar que estaba a punto de encontrarme con un nuevo mundo, hasta entonces absolutamente desconocido para mí. Algo menos racional y más espiritual estaba por venir.
Capítulo IV
Vacío existencial
Hasta aquí había logrado comprender que existía una brecha entre la forma en la que estaba viviendo, y aquella que necesitaba vivir para sentirme completa.
Durante un almuerzo familiar —esos infaltables de los días sábado— le comenté a mi cuñada psicóloga acerca de este vacío que estaba sintiendo, y me recomendó que leyera el libro de Viktor Frankl El hombre en busca de sentido31 . Le pareció extraño que no lo hubiese leído, pues es un clásico de todos los tiempos y un relato muy importante para el pueblo judío. Así que, sintiéndome bien avergonzada, partí en seguida a leerlo.
Viktor Frankl (1905, Viena, Austria), neurólogo y psiquiatra austríaco, fue sobreviviente del Holocausto durante la Segunda Guerra Mundial. En su libro, cuenta de manera autobiográfica su experiencia en el campo de concentración en Auschwitz, tiempo en el cual fue sometido a trabajo extremo, tortura, hambre y separación de su familia, además de presenciar infinitas muertes.
A diferencia de la gran mayoría que estaba en su situación, Frankl logró sobrevivir. Cuando le preguntan a qué le atribuye el que haya logrado soportar tanto sufrimiento y por tanto tiempo, él responde haciendo alusión a esa capacidad de aferrarse a lo realmente importante de la vida: a su propósito. Frankl señala que para aquellos compañeros de desventura que no lograron sobrevivir, acuñó el término “vacío existencial”, que describe como un sentimiento desgarrador que hace que la vida no tenga ninguna razón de ser. Un lugar donde solo hay sufrimiento y desconexión con el mundo exterior, y que hace que uno pierda las fuerzas para aferrarse a la vida.
La situación que describe Frankl en su libro es de las más extremas que haya escuchado nunca. Ese sentimiento desgarrador que describía, cuando ya no había esperanza o razón para querer vivir, parecía ser el fin de la existencia, y no así la muerte, como era de suponer. Y por otro lado, dejaba entrever que cuando tenemos suficientes razones poderosas para querer vivir, no importa lo que suceda en el exterior, porque nuestra alma, espíritu, llama interior, energía, fuerza, o como la queramos llamar, nunca se apaga.
Guardando las proporciones en cuanto a las circunstancias, mientras leía su biografía no podía dejar de identificarme con esa sensación de vacío que describía Frankl cuando hablaba sobre sus compañeros que no tenían razón para aferrarse a la vida. En mi caso era diferente. Si bien tenía muchas razones —mis hijas, mi marido y mi familia, sin duda, lo más importante de mi vida— igualmente sentía ese vacío. Para mí, esa sensación era señal de que había algo más por qué vivir.
Era una vacío que estaba íntimamente vinculado a esa brecha en mi felicidad, una distancia que tenía más que ver con una necesidad espiritual que material. Como si hubiese un abismo entre estas dos dimensiones. Y con Frankl aprendí que esta necesidad espiritual no la sentía por ser yo particularmente especial. Él mismo señala que los humanos no somos solo seres biológicos, sociales y psicológicos, sino también seres espirituales capaces de trascender las limitaciones físicas a través del propósito de la vida y la espiritualidad32.
Pero, ¿qué significaba esta dimensión espiritual del ser humano? Me costaba entenderlo. Me hacía sentido que hubiese algo más, aunque no lo podamos percibir por los sentidos o comprender a través de la razón. No es algo que siquiera tenga plenamente incorporado hasta el día de hoy, pero había una dimensión, algo oculta, que no tenía que ver con la religión ni con nada que conociera de antes.
Leyendo a distintos autores me vine a encontrar con la noción de “sentimiento oceánico”, que ha sido, en mi caso, lo más elocuente para llegar a entender nuestro plano espiritual. Romain Rolland, escritor y Premio Novel de Literatura el año 1925, acuñó el término en su correspondencia con Sigmund Freud hace casi un siglo33. He escuchado por ahí —pero no he podido confirmar la fuente oficial— que le puso ese nombre para referirse a la analogía de que “al igual que una gota en el océano, somos uno con el todo, en el cual cada persona es una gota y el océano es el universo.”
Este sentimiento se manifiesta en cada uno de nosotros como la percepción de que las fronteras entre el yo y el mundo se diluyen, aunque sea por un instante. Esta fusión que se genera, nos permite captar el mundo como una totalidad orgánica, interdependiente y bella en sí misma. Nos cuesta advertir esta unidad, ya que confiamos demasiado en nuestros sentidos, pero la consciencia universal34 no es perceptible por los sentidos ni comprensible por la razón. A esto se suma que vivimos vidas frenéticas que nos impiden la paz necesaria para sentir la conexión entre todo lo que existe.
Si bien la forma de lograr esta unidad es algo muy complejo y escapa a lo que estoy en condiciones de compartir, veremos más adelante —al desarrollar el concepto de trascendencia— que una de las formas de alcanzarla es a través de nuestro actuar, nuestra correcta forma de vivir y de relacionarnos con los demás35.
Yo no era la única
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