El propósito no era lo que yo creía. Sharoni Rosenberg
al cabo, ¿quién no quiere ser feliz?
Me hacía mucho sentido todo lo que estaba descubriendo. Todos queremos ser felices, de eso no hay duda alguna, el problema es que, por alguna razón, hemos dejado de tomarle el peso a esa palabra. A pesar de lo importante que es para nuestras vidas, muchas veces nos referimos a nuestra felicidad casi mecánicamente, como quien pregunta a otro al saludar “¿cómo estás?”, solo por costumbre, sin realmente querer saber la respuesta. Hablamos de la felicidad, pero no nos damos el tiempo para pensar qué es realmente, su importancia para nuestro bienestar y cómo podemos alcanzarla.
Se podría decir que, hasta esta parte de mi búsqueda, ya tenía dos cosas claras y me servirían para responder la primera de las preguntas planteadas en un comienzo:
1. El propósito de todos los seres humanos es el mismo
2. Ese propósito es ser feliz.
Lo anterior, nos lleva a hacernos una pregunta clave:
Capítulo II
La felicidad
Existen cientos de miles de libros y autores que hablan sobre la felicidad. Desde siempre es un tema que ha obsesionado a filósofos, ensayistas, dramaturgos, y poetas. Existen miles de textos que hacen alusión a ella como tema principal y lo interesante es que, en mayor o menor medida, gran parte de ellos vuelve al origen del concepto, remontándose a la Antigua Grecia. En esa época se hablaba de dos tipos de felicidad2: el hedonismo, y la eudemonía.
La palabra hedonismo es de origen griego, y se compone por el prefijo hedone (placer) y el sufijo ismoque (doctrina). Como bien lo dice su nombre, consiste en una doctrina filosófica que coloca al placer como el bien supremo de la vida humana. El hedonista siempre busca acercarse al placer y alejarse del dolor.
Si bien fueron los griegos quienes mayormente desarrollaron el concepto, esta doctrina se origina incluso antes. Los antecedentes se remontan a la escuela filosófica Chárvaka, en India del siglo XI a. C., tiempos en los cuales postulaban que la felicidad existía en la medida en la que se pudiese pasar la mayor cantidad de tiempo disfrutando de los placeres sensoriales. Como ejemplo, hablaban del goce que les generaba una deliciosa comida, la compañía de jóvenes mujeres, el uso de finas ropas o de exquisitos perfumes. Para ellos, nada que implicase deprivación o penitencia contribuía a este tipo de vida3. Por lo mismo, Aristóteles consideraba que una vida hedónica, meramente basada en el placer personal, era primitiva y vulgar.
Este estilo de vida suele parecer atractivo para muchos, al menos a primera vista. Pero como dice Aristóteles, más que una vida feliz, es una vida fácil. Además, si bien puede ser un fin en sí mismo, no es estable en el tiempo, tampoco es algo propio del hombre (cualquier animal puede sentir placer) y muchas veces no depende de uno –características que para él son fundamentales acerca del propósito humano--. Por eso Aristóteles la desechó como opción filosofía de la felicidad, eligiendo la eudemonía en su lugar.
Eudemonía
Bienestar, florecimiento, plenitud o felicidad plena
Esta palabra —difícil de deletrear, pronunciar y entender— etimológicamente se compone de las palabras eu (bueno) y daimon (espíritu), y hace referencia al bienestar, que incluye tanto la felicidad, vista como placer sensorial, como la plenitud, entendida en su dimensión espiritual.
Este término atraviesa toda la Antigüedad Clásica y queda rezagado durante la Edad Media (época en la que impera casi sin contrapartida el dogma católico), pero aparece de nuevo cuando el sistema de pensamiento del catolicismo medieval se fisura —entre los siglos XII y XIII— y surgen los primeros filósofos humanistas del Renacimiento, situando al ser humano al centro de la vida. Esto último no supone negar la existencia de Dios, sino que es una relación no dogmática con la fe. A partir de ahí, la idea de felicidad es incorporada al repertorio filosófico del pensamiento ilustrado: Jean-Jacques Rousseau, Diderot, Kant, Condorcet, todos sostienen la idea de la perfectibilidad de la persona, esto es, que la humanidad puede, progresivamente y a través del uso de la razón, dirigirse hacia su propia perfección: la eudemonía.
Consiste en una vida bien vivida, tanto para uno como para quienes nos rodean. Es aquella felicidad propiamente humana, que no solamente nos invita a vivir una vida placentera desde lo sensorial, sino que también incluye el bienestar en su dimensión más espiritual. Se trata de una felicidad que da sentido a nuestras vidas4, en la cual no basta con procurar mi propio bienestar, sino que va más allá.
Si la felicidad hedónica se reduce a un sentirse bien, la eudemonía se define como ser y hacer el bien.
La eudemonía transcurre en el hacer, en la experiencia humana en relación a nosotros y a los demás. Radica en nuestras acciones virtuosas y no en el mundo de las ideas, como afirmaba Platón. Somos felices cuando somos justos, solidarios, generosos, tolerantes, promovemos la igualdad, la belleza y, sobre todo, el amor y la bondad.
No basta, por lo tanto, saber cuál es el fin último de los seres humanos, sino que lo importante son las acciones que emprendemos para llegar a él. Pero no cualquier tipo de acción, sino que debe tratarse de aquellas virtuosas que nos conducen a obrar correctamente.
Aristóteles piensa que una vida virtuosa no es algo reservado solo a aquellos personajes importantes que ostentan cargos de poder o que han logrado grandes hazañas. En su concepto, cualquier forma de servicio a los demás tiene la potencialidad de ser una actividad acorde con la virtud.
Para el filósofo griego la eudemonía es un fin en sí mismo: es el bien supremo de la vida. Es aquello que las personas escogen antes que cualquier otra cosa, a diferencia, por ejemplo, de la riqueza, el éxito profesional o el poder, que son deseados como medios para alcanzar ese fin, pero no como fines en sí mismo. Este tipo de felicidad, cuando está presente, nos hace sentir completos, es decir, que en cierta medida estamos viviendo de la manera que hemos de vivir. Como si sintiéramos una certeza profunda de estar haciendo lo correcto y estar transitando por el camino que es propiamente nuestro.
A diferencia del mero placer, la felicidad que proviene de la eudemonía tiene un efecto duradero, pues es un estado que se mantiene en el tiempo. Alcanzarla requiere de un proceso de reflexión por el cual integramos acontecimientos que ocurren en distintos momentos, pero que dotan de sentido a nuestra vida, aunque haya esfuerzo o dolor de por medio5. Por ejemplo, una persona que está haciendo un doctorado muy exigente, en un país extranjero, sin dominar bien el idioma y que por eso tiene que esforzarse dos o tres veces más para estar a un nivel aceptable, decide tomar este camino que es mucho más difícil que estudiar en su propio país por la satisfacción que le genera el alto nivel de exigencia académica pues lo considera mucho más formativo, además del hecho de vivir en otro país.
Quizá lo que más distingue a la eudemonía de otras formas de concebir la felicidad, es que trasciende al individuo mismo. Supone esa necesidad de amar o entregarse más allá de uno mismo, de lo físico o lo que puede ser comprensible a través de la razón.
Por eso mismo, Aristóteles consideraba que la eudemonía era la auténtica forma de felicidad, la más noble y honorable de todas.
Lamentablemente, a partir del siglo XX este concepto desaparece como tal, y la felicidad queda más bien reservada a la esfera de lo individual, en el sentido de una relación armónica del sujeto con el mundo, basada en la satisfacción de necesidades y en el placer.
En la sociedad de consumo en la que vivimos, existe una