Arriva Italia. Marcos Pereda
y el propio ciclista se lo ha recolocado, los de más allá hablan de una rodilla ennegrecida, tumefacta. Quizás haya un poco de todo. Los doctores del Giro se asustan por la gravedad de sus lesiones, y ordenan que abandone la carrera. El toscano esboza esa sonrisa sardónica suya, esa que la guerra le acabará quitando, y mira fijamente a los ojos de quienes visten color blanco. «Bartali no se marcha», dice. Y retorna a la carretera, no sin antes insultar en voz alta, para que todos lo puedan escuchar, al chucho que a esas alturas estaría asustado a varios kilómetros de allí. Bartali no se marcha, pero sus opciones de vencer en la carrera sí lo hicieron. No por los casi seis minutos que pierde en meta, sino, sobre todo, por el calvario de dolor que está a punto de comenzar para él.
Ese mismo día un gregario de Gino marcha en la escapada cuando el Piadoso cae al suelo. Pavesi decide no pararle, buscando una posible victoria de etapa que al final no llega, porque el chaval solo puede ser segundo. Con todo, Fausto Coppi consigue colocarse en el mismo puesto en la general. Pero nadie, nadie (quizás solo Cavanna) intuye lo que está a punto de ocurrir.
Lo que ocurre es un milagro, un ser mágico que surge entre la niebla, cunetas llenas de nieve, un rostro imperturbable, enfangado, que se ilumina eventualmente por la luz de los relámpagos que quieren romper el cielo de Toscana. Pavesi ha ponderado el riesgo, y decide dar libertad a su «cachorro». Coppi, como harán siempre los grandes campeones, aprovecha su oportunidad. No conseguirá quedarse solo a la primera, sino que lanza una serie de ataques sobre las rampas del Abetone, cada uno más potente, más severo que el anterior. Como si el ciclista estuviera aún inseguro de sus fuerzas, de su verdadero potencial, y lo descubriese poco a poco. Hasta que la tormenta se desata con toda su fiereza. Y Coppi se marcha, en solitario, a una escapada que durará varios años…
El impacto es inmediato en lo deportivo (Fausto gana la etapa con casi cuatro minutos sobre el segundo, y se viste de rosa), pero aún más en lo simbólico. Orio Vergani se zambulle ya desde el principio a loar virtudes, y en su crónica dirá que jamás había visto a nadie subir con esa seguridad, con esa fluidez en su pedaleo, con esa aparente falta de esfuerzo. Parecía un águila que volase sin experimentar ninguna fatiga. Parecía volar, claro.
Coppi sufre el resto de la carrera para mantener el liderato. Es joven, es inexperto, y comete errores de principiante, como ingerir demasiados alimentos (posiblemente en mal estado) antes de la gran jornada dolomítica. Allí, con la maglia rosa vomitando en la cuneta y los mejores marchándose sin remedio, todo parece estar perdido. Pero entonces un brazo aparece sobre los hombros de Fausto. Es Gino Bartali. Le tranquiliza, nada hay perdido, juntos aún podemos lograr la victoria. Y Coppi se levanta, empieza a pedalear. El hombre de moral frágil ha encontrado en el Piadoso su mejor inspiración. Ahora como compañeros, en el futuro será diferente. Pero en este momento, en este año de 1940, Fausto Coppi está disfrutando del mejor gregario que jamás nadie pueda soñar.
Y lo consiguen, capturan a la cabeza de carrera, Fausto pierde apenas cuatro segundos con sus rivales. Al día siguiente, en el tappone, Pavesi no tiene dudas de la fortaleza de sus hombres: son los mejores y los que están más en forma. Nada se les puede oponer. Antes del comienzo de la etapa se adelanta hasta el bar que hay en la cima de Falzarego, el primer puerto de la jornada, y deja pagados dos cafés al dueño. Son para mis dos ciclistas, llegarán aquí antes que nadie. ¿Y cómo sabré que son precisamente los tuyos?, responde, preocupado, el mesonero. El día es frío, la nieve hormiguea por el camino de entrada. Pavesi sonríe. Es fácil, dice, uno viste de rosa y el otro con la maglia tricolor de campeón de Italia. Bartali y Coppi vienen escapados, juntos, hasta la cima de Falzarego. En el coche Pavesi fuma satisfecho. La prueba está ganada.
Cuando la carrera corona a Coppi como su nuevo dueño en Milán todo son sonrisas. Pero flota un clima raro en el ambiente. Pese a que Bartali ha trabajado para su joven compañero, el toscano se descuelga con unas declaraciones en las que da a entender que sin esas obligaciones hubiera podido remontar su desventaja y llegar de rosa a la capital lombarda. Muchos le creen, por algo es el mejor ciclista del mundo. Y sin embargo… sin embargo alrededor del nuevo, del piamontés, del chavalín de Castellania que se ha erigido como vencedor más joven del Giro en toda su historia, hay un halo especial. No parece alguien que se haya aprovechado del marcaje sobre su líder. No es, desde luego, uno que ha gozado de ventaja concedida por los grandes en una escapada bidón. No. Otra cosa. El Abetone. Allí. En el Abetone se pudo ver otra realidad. Etérea, aérea, casi sacra. Coppi no dice nada, sus piernas hablan por él. Muchos creen que ha llegado para quedarse. Se frotan las manos pensando en batallas por venir. Imaginan, sueñan. Es diferente. A nadie se le escapa la visión mitológica del duelo, esa que volverá a aparecer alrededor de Coppi tantas y tantas veces. Fausto ha matado al padre en su debut, Edipo reina. Italia parece contar con los dos grandes campeones del deporte en su tiempo. El futuro es, nunca mejor dicho, color de rosa aquel nueve de junio de 1940.
Al día siguiente el país declara la guerra a Francia e Inglaterra y entra definitivamente en la Segunda Guerra Mundial.
UN SCHINDLER A PEDALES
Con amor o con odio
pero siempre con violencia.
Cesare Pavese. El Oficio de Vivir.
Cuando empieza la Segunda Guerra Mundial Gino Bartali es, sin lugar a dudas, el mejor ciclista del mundo, el más popular, aquel elegido por los dioses para amasar un palmarés como nunca antes se había visto. Es, además, un hombre que ha conseguido zafarse de los intentos fascistas por politizar sus victorias, quien se ha negado, gentil pero firmemente, a ponerse la camisa negra a vuelta de sus grandes éxitos franceses. Él, Gino, se mantuvo fiel a sus ideas, a su religión, a su propia personalidad, y no ha permitido que músculos, rostro y sonrisa pudieran ser utilizados para ejemplificar algo que no siente como propio. Es hombre piadoso, sí, es hombre de derechas, pero no es un fascista, y eso, lo vimos antes, le acabará provocando algunos problemas.
Pero, en mitad de la guerra, en el mismo corazón del mayor conflicto que jamás haya contemplado la Humanidad, a Gino Bartali se le ocurrió ser otra cosa, se le ocurrió ser un héroe. Forzado por las circunstancias, claro, empujado por viejas lealtades, por amistades forjadas desde joven, pero héroe al fin y al cabo. Porque cuando todos podían haberse negado él dijo «sí», y cuando todos hubieran temido él siguió pedaleando, siempre furioso, siempre convencido, más allá de donde lógica y prudencia aconsejaban. Muchos se escondieron, pero Gino Bartali dio un paso al frente, y seguramente cientos de personas deben sus vidas al potente movimiento de sus piernas sobre la bicicleta. Y si eso no te convierte en un héroe yo ya no sé qué puede hacerlo…
El nueve de octubre de 1940, pocos meses después de que Italia entre en la Segunda Guerra Mundial (una gran catástrofe se avecina, dicen que dijo Bartali al enterarse de la noticia), el joven Gino es requerido para hacer el servicio militar y queda, oficialmente, movilizado. Viajará a unos barracones cerca del Lago Trasimeno, allí donde la genialidad de Aníbal derrotó a los romanos, no muy lejos de «su» Florencia. Bartali tiene suerte, ya que uno de sus superiores, Olesindo Salmi (quédense con el nombre), es un aficionado al ciclismo que idolatra al toscano y permite dos prebendas fundamentales para el del Legnano: portar pistola y fusil descargado (Bartali odia las armas y tiene temor reverencial por ellas) y realizar entregas de documentos entre los diferentes cuarteles en bicicleta en lugar de en moto, lo que le permite seguir un cierto entrenamiento. Aunque fuese de aquella manera.
Esta situación cambiará en septiembre de 1943, cuando tras el desembarco anglo-americano en Sicilia, el Gran Consejo Fascista destituya a Mussolini de todas sus funciones y el rey de Italia negocie la paz con los Aliados. De un día a otro el rostro del Duce desaparece de cuadros, pintadas y libros en todos los pueblos del país, calles con su nombre cambian placas y los presos del fascismo abandonan las cárceles. Italia se abandona a una especie de alivio durante varias horas, una euforia que, seguramente, añadirá crueldad a lo que más tarde vendrá. En pocas palabras: Mussolini es liberado por paracaidistas alemanes y retoma el gobierno de lo que se ha convertido, de facto, en estado títere de los nazis, uno que ocupa el tercio norte de Italia y es denominado República Social Italiana. En este contexto los soldados