Arriva Italia. Marcos Pereda
apenas torrente con furiosas y gélidas aguas que bajan rumoreando de los Alpes. Bartali marcha a rueda de Giulio Rossi, su compañero de equipo, cuando todo ocurre. Ruedan a velocidad endiablada y Rossi cae en una curva, a la entrada de un puente. Gino lo esquiva, choca contra el pretil y sale volando hacia el abismo. Aguas heladas, corriente alocada en deshielo alpino. Será Camusso, otro italiano, quien se lance para salvar la vida de un Bartali conmocionado que se hunde sin remedio. Será también Camusso el que vuelva a subir a Gino en la bicicleta, maillot de oro manchado con sangre y barro, ojos cegados por el miedo, respirar descompasado. Vayamos despacio, Gino, no te preocupes, estoy aquí, contigo. Vayamos lentos, tranquilos, quedan solo treinta kilómetros a la meta.
Bartali llega a Briançon. Su jersey es rojo, rojo como será el de la Wilier años más tarde. El rostro pálido como manto del Santo Padre. «Estaba totalmente mudo, no decía nada. Solamente mi mente me llevó a la línea de meta. El impacto era tan fuerte en lo físico como en lo psicológico». El miedo se podía leer en su mirar, el miedo a la muerte que pudo ser, a la que podría acabar siendo. Bartali se tumba en su cama. Sobre una silla, el maillot amarillo lleno de barro, babas y sangre. Su ventaja en la general era tan autoritaria, tan inmensa su dominación de días anteriores, que, pese a perder más de nueve minutos en meta, aún sigue de líder con un tiempo sustancial sobre el segundo. Nada está perdido. Pero Gino tose, tose mucho.
A unos kilómetros de allí Rossi, su équipier, yace en la cama de un hospital. Sus brazos y piernas parecen, como dirá Nino Nutrizio al día siguiente en Il Popolo d´Italia, filetes sanguinolentos. El dolor es tan grande que deben sedarlo para que pueda dormir…
Al día siguiente se afrontan los colosos Izoard, Vars y Allos. Territorio Bartali, aquel donde acabará escribiendo algunas de las mayores gestas de la historia del ciclismo. Solo que Gino, hoy, no puede. Sigue enfermo, tosiendo trocitos de pulmón y orinando sangre. Pierde más de veinte minutos en meta. Pero llega, Gino siempre llega. Queda mucha carrera por delante. Los periodistas se relamen: Bartali sería capaz de recuperarse y lanzar una frenética batalla en los Pirineos. Pero la Federación Italiana no piensa igual.
Los jerarcas temen que su gran apuesta, ese hombre de hierro que han mandado a Francia para mostrarle a todo el mundo la fortaleza del régimen, no pueda concluir con éxito su intentona. Prefieren que abandone, que lo deje pasar. Que se retire como un mártir, aún en la memoria su recuerdo ensangrentado. Un verdadero atleta fascista, alguien que pudo dejarse la vida en el torrente y consiguió alcanzar la siguiente meta. Pero, ay, las heridas fueron demasiadas, somos hombres, qué digo, somos superhombres, héroes, pero no dioses. También la fatalidad puede ponernos contra las cuerdas. Es ley de vida, volveremos aquí para someter, para conquistar Francia con nuestras ruedas, nuestros escudos, nuestras camisas negras… Obligan a Gino a retirarse. «Es la mayor injusticia que he vivido en toda mi carrera deportiva», dirá muchos años después, cuando hablar sea más seguro. Pero es 1937, y en aquel entonces las palabras vinculan casi tanto como los hechos. Así que ahoga lágrimas, hace maletas, parte para Italia. Cuando llegue al país transalpino dará gracias a la Virgen, «sin Su ayuda hubiera muerto ahogado en el Colau, Ella me guarda».
El éxito de la aventura francesa queda emplazado para el año siguiente. Pero en esta ocasión la Federación Italiana de Ciclismo, órgano más propagandístico que deportivo por esas fechas, no quiere correr ningún riesgo. Un transalpino debe vencer en el Tour por encima de cualquier otra consideración… no puede ser que nuestro único ganador sea socialista como Bottecchia, eso sí que no. Así que, aquel invierno, los representantes de la Federación se reúnen con Gino.
«¿Qué correrá este año nuestro campeón?». Bartali responde irritado. Está exhausto, acaba de llegar de entrenar y no tiene ganas de hablar con aquellas personas. Su carácter se va haciendo más y más taciturno. «Empezaré con algunas pequeñas carreras de un día, como todos los años, me irán preparando para estar a pleno rendimiento en el Giro de Italia, que intentaré ganar por tercera vez. Luego iré a Francia y…». Uno de los oficiales interrumpe. «El Giro es suficientemente largo y duro por sí mismo, es una pérdida de fuerzas innecesarias si quieres vencer en el Tour. Quizás deberías renunciar a la carrera italiana y centrarte solo en la francesa». «¿Cómo?», responde Gino de forma un tanto abrupta. «Puedo hacer ambas, tengo las capacidades necesarias, este mismo año si no me hubieran obligado a irme…». Se calla, sostiene la mirada. El otro responde. «No hay nada que hacer, nada que discutir, veníamos solo para avisarte. El riesgo de no vencer en el Tour es nuestro, y a nosotros no nos gustan los riesgos. Prepárate y trae esa maldita carrera. Y hazlo por el Duce».
Cuando Gino Bartali acude al Tour de Francia de 1938 después de ausentarse, por obligación, del Giro ese mismo año, sus relaciones con el régimen de Mussolini son más tensas que nunca. Y, aunque una enorme multitud despide a los miembros de la selección italiana en la estación de Turín, de donde parten el 29 de junio dirección a París, los sentimientos del joven toscano son contradictorios, basculan entre una ambición deportiva y el enfado que tiene por la cada vez mayor manipulación de sus laureles. Bartali irá a Francia, sí, intentará vencer con todas sus fuerzas, sí, es lo único que sabe hacer, pero no permitirá que un éxito suyo sea un éxito de aquellos a quienes considera no representar.
Simbolismo perfecto para grandes escapadas: los ciclistas italianos se alojan en París en el Hotel Pavillon Enrique IV, en cuyas habitaciones el inmortal Dumas escribió El conde de Montecristo. Buen presagio, piensa Costante Girardengo, antiguo campionissimo y seleccionador italiano, ese puesto reservado para gente de prestigio y fortaleza mental, antaño grandes ciclistas, que tiempo más tarde ocupará Alfredo Binda…
Porque en aquellos años el Tour de Francia se corría por selecciones nacionales, una excepción en el panorama ciclista. La cosa venía de mediados de la década anterior, cuando Henri Desgrange, director de la carrera, se cansó de las componendas que se traían entre manos los equipos comerciales, y decidió suprimirlos de un plumazo, incorporando una pizca de épica patriótica a la carrera más prestigiosa (en la misma decisión, y para compensar los gastos que acarreaba este nuevo sistema, Desgrange tiene la genial idea de crear esa caravana publicitaria que hoy es uno de los rostros del Tour). Así que Bartali no competía ya para su marca Legnano, no llevaba en el pecho el precioso maillot verde, sino que defendía los colores de Italia. Nada, absolutamente nada, podía salir mal, sería intolerable para el régimen…
Desde el inicio la prueba va controlada por los transalpinos, y parece que ya en la primera etapa de montaña, el raid pirenaico clásico con final en Luchon, Gino Bartali va a dejar sentenciado el Tour. A la salida de Gourette, cuando empieza la parte más dura del Aubisque, el primero de los cuatro grandes cols, salta de forma violenta y se marcha solo a buscar una victoria de la que le separan unos 150 kilómetros. «Fue más potente que un esprint. Fue una especie de vuelo sobrehumano planeando a ras de suelo sobre una pendiente terrible», escribe un periodista. En el descenso le alcanzan los belgas Félicien Vervaecke y Edward Vissers. Empieza el Tourmalet, gran mito de la carrera, y Bartali se muestra obstinado. Tira con todas sus fuerzas, intenta dejar atrás a los otros, aprieta. Menos de un kilómetro a la cima, Barèges ha quedado muy abajo, y en una curva de herradura a la izquierda, Bartali lo consigue. Logra romper la resistencia de Vervaecke y marcha en solitario. A partir de ahí… la leyenda.
Subiendo el Aspin Gino empieza a notarse raro. «Sentía que mi corazón, que siempre llevo controlado por muy grande que sea el esfuerzo, se desbocaba. Golpeaba tan fuerte en el pecho que casi podía ver retumbar mi maillot. Mi respiración se hace más dificultosa, cada vez que inhalo aire me duele cual si me apuñalaran. Es como si algo dentro de mí se hubiera roto para siempre. En ese momento me invade un enorme miedo, miedo de estar muriéndome, temor de estar matándome».
Aquellos que siguen la carrera empiezan a darse cuenta. Algo no funciona bien en aquel hombre que avanza por los Pirineos. Empieza a levantarse y caer, a levantarse y caer. Y, en un momento dado, habla. Gino Bartali comienza a hablar consigo mismo. Allí, en mitad de la montaña, un poco más alto cada palabra, acabando en gritos. «Vamos, vamos, vamos», dicen que dice, «ahí arriba todo acaba, ahí arriba». Y aúlla de puro dolor, se vuelve a alzar sobre los pedales, se sienta, gime de nuevo, habla solo. El cielo, impasible, contempla los restos de la locura que