Arriva Italia. Marcos Pereda

Arriva Italia - Marcos Pereda


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EL PAÍS QUE RESPIRA CICLISMO

      Aunque me hiciera un daño insoportable

      lo que deseo es vivir.

       Alessandro Baricco. Océano mar.

      Hubo un tiempo en que una nación, una nación de la Vieja Europa, halló su identidad en el ciclismo. Momentos difíciles, oscuros, de esos que se susurran al oído en las familias, que dividen países, que abren zanjas imposibles de cerrar.

      Hubo un tiempo en el cual a toda una patria se la podía dibujar a partir de tres hombres, de tres ciclistas. Cuando los que eran católicos tifaban por el más viejo de todos, el del rostro severo, el de las pocas palabras. Cuando los de ideas más abiertas habían encontrado su mesías en un tipo de largas piernas, nariz aguileña, mirar trágico. Y los de la extrema derecha, los que habían vestido de negro, animaban a un hombre de cabellos ralos, de voluntad inquebrantable y sonrisa fácil.

      Existió un momento en el que Italia se pudo definir a sí misma a través de la bici. Y no fue uno cualquiera, sino, seguramente, los años más complicados, trágicos y recordados de todo el siglo XX. Cuando un continente entero estaba a punto de estallar en llamas, cuando la injusticia, la crueldad más absoluta, pugnaba por apoderarse del mundo. Cuando, sí, el equilibrio de las almas parecía a punto de desdibujarse para toda la eternidad.

      Y siempre, siempre, el ciclismo.

      Los ciclistas.

      Italia, durante el fascismo, vestía de rosa su primavera, ajena a las camisas negras que paseaban sus calles, que enseñoreaban senderos que acabaron siendo remembranzas de sangre. Italia, mientras Mussolini daba mítines airados e histriónicos dignos de un payaso, soñaba en julio con deportistas vestidos de azzurro tricolore, con el Izoard, con el Tourmalet, con un perfil afilado que hacía vibrar a todos, pobres y ricos, del norte y del sur. Italia se convulsionó entrando en la mayor guerra de todas las guerras, se agitó en un conflicto de apocalipsis, se mató a sí misma, se revivió y volvió a nacer. Y, mientras, todos pensaban en bicicletas, en rostros cortando el viento de la Maddalena, en una hora milanesa y eterna bajo bombardeos ingleses. Italia, claro, jugueteó de nuevo con la tragedia cuando la paz que no era paz del todo pareció haber llegado. Estuvo al borde del abismo, de ese abismo físico pero también moral, al borde de ese no saber si esto es un hombre, de la realidad desalmada que se le había puesto al mundo cuando dejó de sonreír. Y entonces, y quizá sobre todo entonces, los ciclistas fueron más importantes que nunca, y de un infierno de fuego en la península se pasó a hablar de un infierno helado en la Cisalpina, y donde pudo haber sido nunca llegó a ser, y lo que podía haberse roto consiguió mantenerse, pese a todo, unido.

      Esta es la historia de un tiempo sin tiempo, la historia de una nación joven, de apenas medio siglo de antigüedad, que anhelaba un imaginario común en el que soñar, porque, claro, ese es el mundo verdadero donde existen y son las naciones. Es la historia de un país que se entregó a la locura, que purgó sus penas de la forma más dramática posible, que aún pugnaba por rehacerse cuando estuvo a punto de terminar para siempre. Es una historia de Historias y de historias, sí, pero sobre todo de seres humanos, de vidas, de hombres y mujeres corrientes que, puestos en contextos extraordinarios, acabaron haciendo cosas extraordinarias. Entre ellas, nada menos que dibujar con trazo firme una patria.

      Este es el relato de tres personas y un país que estaba contenido en ellas, que comprendía a millones como ellas. Es la historia de Gino Bartali, el Vecchio Gino, Gino el Piadoso, el hombre católico, ferviente, el que pedaleaba heroísmo, el que exudaba tenacidad. Es la historia de Fausto Coppi, la clase, la elegancia, la entrega absoluta del aficionado, el mito, la leyenda, el mártir. Es la historia de Fiorenzo Magni, el del pasado oscuro, el de los secretos a medio decir, el de las victorias tristes, el de las derrotas gozosas.

      Es, claro, y sobre todo, el relato de un país, de todo un país, que se pensó a sí mismo a partir de la bicicleta en el momento más delicado de su existencia. Es la historia de Italia en los años treinta, cuarenta y cincuenta del siglo XX. Es fascismo, es Guerra Mundial, es nazis, bombardeos, Solución Final, cuerpos en las cunetas y devastación, sí, pero también adversarios abrazándose, actos de valentía inmensa, lucha frente a la sombra, pecado y redención. Es la historia de todos los italianos, de tres de ellos, de cada uno de ellos.

      Es una Historia en bicicleta, nada más y nada menos.

      La de un país que imagina sus campeones para no recordar sus desdichas. Que vibra con sus mitos para celebrar su vigor.

      Es la historia de Italia, del Giro, de Bianchi, de Bartali, de Legnano, de Coppi, de la Wilier, de Cottur, de Binda, de Bottecchia, de Magni, del Stelvio, del Pordoi, de los tifosi, de Monte Cassino, de Trento, Trieste y Corvara, la de Alcide, la de los Goldenberg, y Togliatti, la de Mussolini o Skorzeny. Es la historia de Pavese y Moravia, de Buzzati y Calvino, pero también la de Pasolini, la de Petrarca, la de Visconti, Baricco y Fellini. Todas esas historias.

      Nada más que esas historias.

      Silencio.

      Arriva Italia.

       LOS ANTECESORES: BOTTECCHIA Y BINDA

      Manda el que puede

      y obedece el que quiere.

       Alessandro Manzoni.

      Cuando una nación es tan joven como lo era Italia a principios del siglo XX (la conquista de Roma, donde muchos ven final del proceso unificador, data de 1870) los mitos surgen por doquier. Y algunos de ellos encuentran un espacio en ese imaginario colectivo que se reserva a los retazos de la realidad. Las naciones no pueden existir sin antes ser imaginadas, y este trenzado de fantasía hasta convertirla en carne de libros de historia no es, en modo alguno, algo que puedan realizar reyes, generales o políticos. No, al contrario, solamente a través de las palabras del pueblo, a través de lo visto por mil ojos, de lo explicado por cien mil bocas (todas ellas cuentan algo parecido, muy similar, pero ligeramente distinto, con lo que la realidad no acaba siendo el lugar común sino la suma de todas aquellas pequeñas realidades imaginadas, intuidas, sentidas), es como se tejen los mirares del aire y entonces las naciones son engendradas por escritores, sí, pero también por músicos, poetas, por quienes cuentan romances de ciego de pueblo en pueblo, por aquellos que recorren sus carreteras llevando buena nueva que muta muy ligeramente de una población a otra. Y por los ciclistas, claro. Porque si sabemos que Italia fue, en un momento dado, una nación que respiraba ciclismo, debemos concluir que también fue un país imaginado sobre dos ruedas.

      Por eso, si hablamos de Coppi, de Bartali, de Magni, como símbolos precisos de un momento y unas ideas concretas… si los vemos como paradigmas, como tópicos reales de valores y caracteres… si entendemos que esa perra mentirosa que es la Historia nos los ha ido dibujando cual actores de una comedia (o tragedia) mil veces repetida y por lo tanto radicalmente falsa, actores que parecen recitar un texto que ellos no escriben… que la certeza no es sino la suma de todas las historias que nos han ido contando… y si conseguimos asimilarlo, podremos llegar a la conclusión de que estos tres héroes, estos tres villanos, estos tres hombres… no podían estar solos. Y donde hay tuvo que haber antes, y donde hubo debió existir todo. Y que, cuando la Segunda Guerra Mundial, ese Leviatán grosero y voraz que aparecerá emborronando nuestro relato aquí y allá, no era más que un mal sueño premonitorio en la mente de Europa ya dos hombres consiguieron cargarse a toda una nación sobre sus hombros… una nación balbuceando, una nación joven y directa y con una pizca de inocencia y con un punto insolente y con un todo de vida por delante como tienen siempre los jóvenes… ya dos hombres, decimos, simbolizaron lo que Italia era, lo que Italia fue. Y lo hicieron, quizás, incluso antes de que Italia fuera. Porque la identidad es, como las mentiras, algo que solo se conoce a posteriori.

      Esta es, pues, la historia de dos hombres que fueron antes de que tres hombres fueran. Esta es la historia de Ottavio Bottecchia y Alfredo Binda.

      Ottavio Bottecchia parece, quizá más que cualquier otra cosa, una persona sin suerte. No


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